Darío Fritz
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 26.
La fantasía de lo nuevo, de estrenar, de tener lo que otros no pueden o no han podido alcanzar aún, subyace en el inconsciente aunque pasen los siglos. Nos regimos por las diferencias. A veces por imitación, otras por oposición y las menos por creatividad. Pero queremos llegar a lo mismo: tratar de ser distintos. Las diferencias se alimentan de cuanta riqueza podamos llegar a acumular. Material o intangible, muy al estilo consumista de estos tiempos, aunque decirlo pueda resultar una perogrullada. Riqueza en una pintura, en el reloj que adorna la muñeca, los libros de la biblioteca personal, el linaje familiar, el valor de unos muebles, las amistades que cultivamos, los lugares en que vacacionamos. En el pasado tuvo lo suyo también. Durante el Renacimiento era muy valioso contar con un cassone, un arcón decorado por los mejores artesanos para guardar la dote de la hija que aspiraba al mejor postor de la aristocracia. A mayor dote, mayores aspiraciones.
La riqueza se validaba también por el número de esclavos en una hacienda o la cantidad de caballos. El automóvil ha sido un imán de esas riquezas que primero llegó a manos de los más acaudalados y luego se popularizó. El sueño del auto propio ha seguido al de la casa propia. O viceversa. Pocos relatarían que recorrieron Europa o Estados Unidos en tren, o recordarían en qué tipo de avión durmieron toda una noche. Pero no dejarían de contar que su bisabuelo tenía un Ford T 1925 o que un tío alguna vez lo subió a un Torino 1970 como el que Clint Eastwood glorificó hace algunos años. El automóvil tiene ese no se qué de lo inexplicable que seduce a todos por igual. La versión misógina del auto con chicas platinadas y de piernas largas también atrapó a la mujer aunque a ellas no se los vendan con modelos George Clooney incorporados.
En los primeros años del siglo XX, la mayor parte de las calles de la ciudad de México se transitaban sobre el polvo. Comenzaban a transitar los Ford, Hupmobile, Oakland, Fiat, Reo, Oldsmobile o Stutz. En Tacubaya, el conductor de esta postal capitalina, y seguramente propietario del automóvil, sabe que está en un momento cumbre y que debe quedar re- gistrado. En esa calle ancha e infinita no tiene competencia, signo de ser único y original. Raro. Pocas máquinas como la suya recorrían en 1912 la colonia, aunque su estado, como se aprecia, no fuera ideal. Pero a algunos de sus acompañantes no les motiva la fotografía. Uno de ellos al que la bata camufla una barriga construida a base de buen diente, podría ser el mecánico o hasta el chofer. Pero no. Don Carlos Cozzi, quien representaba a la Fiat en la ciudad por entonces, está en lo suyo, la venta y la mecánica. Una mujer en el asiento trasero, fiel reflejo de la época, alcanza a asomar su cabeza para el fotógrafo. Pero quien se ve que se lleva la peor parte es el muchacho que se limpia el sudor. Acalorado, cansado, hastiado, se ve ajeno a todo. Seguramente pasó un buen rato dando vuelta a la manivela que ayudaba a encender el motor. Sabe que los carros son un lujo de otros. Quién podría imaginar que un siglo después, en calles como esa pulularían los autos… junto a franeleros y parquímetros.