El “atentado” a la catedral de Mérida

El “atentado” a la catedral de Mérida

Marisa Pérez Domínguez
Instituto Mora

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 57.

La noche del 24 de septiembre de 1915, una muchedumbre destruyó la catedral de la capital yucateca, la que nunca recuperaría su esplendor. Por entonces, el gobierno del general Salvador Alvarado, enviado por Venustiano Carranza para sentar las bases revolucionarias en la entidad, había instrumentado diversos decretos y leyes anticlericales.

Aspecto del altar mayor de la Catedral de Mérida, Yucatán después del atentado de septiembre de 1915. Archivo Histórico de la Arquidiócesis de Yucatán (AHAY), Sección Martín Tritschler y Córdova.

A principios de 1915, en Yucatán, se registró un movimiento soberanista que se conoció como la rebelión argumedista, por el nombre de quien la encabezaba, el general Abel Ortiz Argumedo. Este militar, sin romper aparentemente con el constitucionalismo, pero bajo el argumento de recuperar la soberanía interna del estado, organizó un gobierno que duró escasas semanas y que llevó a Venustiano Carranza a tomar medidas drásticas para recuperar Yucatán, echando mano de uno de sus mejores hombres: el general sinaloense Salvador Alvarado.

Procedentes de Campeche, el 19 de marzo de ese año, las tropas alvaradistas ingresaron a la ciudad de Mérida. El nuevo gobernador y comandante militar de Yucatán tenía como tarea sentar en la entidad las bases revolucionarias en todos sus rubros. Además, y con el interés de llevar a buen puerto su lucha contra la “exaltación” religiosa, la Iglesia católica sería objeto de enérgicos golpes a sus intereses. Desde la perspectiva de Alvarado, era preciso elevar el nivel moral y liberar “positivamente la conciencia del pueblo, romper las seculares cadenas del fanatismo religioso y de la servidumbre clerical, que lo ataban de pies y manos bajo un velo sombrío de terror y supersticiones”.

Con esta intención, las leyes y decretos promulgados durante su mandato disminuyeron notablemente la labor educativa y pastoral de la arquidiócesis de Yucatán, mientras el responsable de la sede episcopal, Martín Tritschler y Córdova, permanecía exiliado en La Habana, Cuba, desde agosto de 1914.

Para cortar de tajo el “fanatismo religioso”, Alvarado instrumentó varias acciones, como la expropiación de los templos en la capital y los pueblos, la incautación de las instituciones educativas en manos de la Iglesia, la expulsión de clérigos y la restricción de la administración de sacramentos entre la población.

Las labores que promovió afectaron a los lugares consagrados al culto; en consecuencia, las ceremonias que se realizaban en las iglesias y parroquias se vieron severamente afectadas. En este sentido, las autoridades revolucionarias dispusieron el cierre de todos los templos foráneos, instruyendo a los clérigos que las atendían a reubicarse en la capital yucateca. La iglesia de Jesús María, en Mérida, fue incautada para ser convertida en templo masónico y su arquitectura se cambió al estilo neomaya. Asimismo, se giraron instrucciones para que únicamente se “rezara” una misa al día y quedó rigurosamente proscrita la confesión y la comunión. Para tener control sobre los sacerdotes, el gobierno requirió de los mandos eclesiásticos una lista con los nombres de todos aquellos que todavía habitaban en Yucatán, pues un elevado porcentaje ya se encontraba en el exilio.

Otra de las medidas realizadas por el nuevo gobierno fue la incautación del Palacio Episcopal, residencia del arzobispo, y la demolición de las capillas virreinales de San José y del Rosario que unían a este con la catedral, para trazar en ese espacio una calle, un andador peatonal, que recibiría el nombre de “Pasaje de la Revolución”. Con este evento se ejecutó la separación de las dos edificaciones más simbólicas de la Iglesia, cumpliéndose la disposición que prohibía la comunicación de los templos y sacristías con las casas curales. También se procedió a la clausura del seminario, y en general las acciones del gobierno continuaron diezmando las propiedades y las actividades de la Iglesia. Empero, hubo un acontecimiento que caló profundamente en el ánimo de la feligresía y fue el “atentado” perpetrado en la catedral de Mérida.

Una multitud enardecida

Cuando las tropas de Alvarado entraron triunfantes a la capital yucateca, entre otros espacios de alojamiento, ocuparon la catedral. Sin embargo, y para sorpresa del secretario de la arquidiócesis, Benito Aznar Santamaría, el recinto fue entregado dos días después “sin faltante alguno”. Este informó al arzobispo Tritschler que encontró el interior “en verdad limpio: los soldados hasta tenían devoción dentro y no hacían sus necesidades sino fuera y aun muchos repugnaban dormir en el interior y preferían salir a la calle o a los patios a pesar del frío notable que por entonces y hasta ahora hemos tenido”.

A pesar de que en un primer momento la catedral no sufrió daño alguno, meses después, en la noche del 24 de septiembre de 1915, se registró un gran acto de vandalismo. A propósito de este acontecimiento, los informes y crónicas apuntan que, ese día, salió de la Casa del Obrero Mundial, acompañada de dos bandas, una manifestación compuesta por miembros de diversos sindicatos y de los trabajadores de los talleres de los Ferrocarriles Unidos, a la que se sumó un contingente proveniente del puerto de Progreso, estos últimos conocidos como los “quema-santos”.

Poco después de iniciada la marcha, al llegar a la esquina del Palacio de Gobierno, frente a la catedral, la afluencia fue arengada por algunos oradores que ocuparon la tribuna, estimulando a la muchedumbre a acabar para siempre con la exaltación religiosa y “quemar hoy los ídolos de los fanáticos católicos”. La alocución causó el efecto esperado pues, acto seguido, “con instrumentos que llevaban, destrozaron la puerta de la catedral, situada en la calle 61, y penetraron con un furor iconoclasta”.

El interior del edificio quedó lacerado. Imágenes, retablos, objetos del culto y joyas fueron despedazados; la muchedumbre se lanzó en contra del Señor de la Conquista, la virgen de las Mercedes y la Santísima Trinidad. En la capilla donde se veneraba al Cristo de las Ampollas, “mientras la banda de música municipal, obligada por la violencia, tocaba el himno revolucionario ‘La Cucarachaʼ”, la multitud pretendió prender fuego a la imagen del Cristo, pero al fracasar en su intento, la abandonaron en la calle, donde fue recogida por las autoridades policiales que la trasladaron a la comandancia militar y nunca se supo su destino.

El órgano del templo fue destruido y en las capillas del Sagrario, de San Juan de Dios y del Divino Maestro, el quebranto fue semejante. Únicamente se preservó la última imagen, que el cura Pablo Ortiz y Santiago Escalante Lara, hermano mayor de la cofradía del Santísimo, ante la sospecha de algún acto contra la catedral, extrajeron discretamente horas antes del asalto. En este punto, llama la atención el hecho de que si ya temían un eventual “saqueo” no hubieran rescatado también al Cristo de las Ampollas, imagen emblemática para la población yucateca. Ante los mencionados acontecimientos, el gobierno estatal únicamente arrestó a doce obreros y se les procesó con el cargo de “robo de objetos eclesiásticos pertenecientes a la nación”.

Tres días después, las autoridades llamaron al canónigo José S. Correa y al cura Pablo Ortiz para hacerles entrega del más importante templo de la entidad. Una descripción escrita por Correa expresaba lo siguiente:

Ropas y ornamentos sagrados tirados por el suelo, mezclados con fragmentos de imágenes, de vidrios, de jarrones, de cristal y de yeso, de ramos artificiales destruidos; el nuevo y riquísimo órgano desbaratado; el púlpito y su escalera destrozados; los altares desmoronados; las imágenes del Santo Patrón de la Catedral, San Ildefonso, de San Juan Nepomuceno, de Nuestra Señora de las Victorias, de la Purísima Concepción del Santo Niño de Atocha, de los Apóstoles San Pedro y San Pablo y San Andrés, de San Isidro, de la Santísima Trinidad y otras de mérito por su antigüedad, yacían decapitadas unas, quemadas la mayor parte rodando por los suelos del templo. Allí se veía también tirada a media iglesia, la gran reja de hierro que comunicaba el Sagrario con la Catedral.

Una muchedumbre acudió a ver los estragos cometidos en la catedral y sus capillas y “todos censuraron acremente a los autores del atentado”. Quizá por esta razón, y para prevenir eventuales manifestaciones por parte de la feligresía, apenas dos días después de entregada la iglesia a su cabildo y al señor cura del Sagrario, la comandancia militar mandó a la policía a cerrarla y recoger las llaves.

Grande debió haber sido la impotencia de los clérigos frente a los hechos antes descritos; atados de pies y manos, sólo les restó observar los acontecimientos y esperar nuevos embates. Desde La Habana, el arzobispo Trischler, en carta fechada el 4 de octubre, alcanzó a decir a Benito Aznar que: “con el alma oprimida por las dolorosísimas noticias que acabo de recibir le escribo esta, la cual debe resentirse del desconcierto que reina en mi cabeza” y que, “haciendo de tripas corazón”, para no opacar la felicidad de los jóvenes que se ordenaron en días anteriores en la capital cubana, les había ocultado las terribles noticias hasta ese día por mañana. En tanto en Mérida, como informó Aznar, el vicario Celestino Álvarez Galán, “ha estado un poco mustio y decaído de ánimo, con razón por los golpes contundentes de la catedral”.

Asimismo, y a propósito de lo sucedido, el 12 de octubre en el templo de La Merced de la capital cubana, Tritschler, en compañía del obispo de La Habana, realizó una “función solemne” para rezar por la paz en México. Entre “muchos concurrentes, ¡muchas lágrimas y muchas esperanzas!”, se abordó el tema de lo sucedido en la catedral yucateca. El escritor Federico Gamboa, quien asistió a la ceremonia, calificó de “espantosos los sacrílegos perpetrados en México de orden del cacique Alvarado, que desde el púlpito enumera y anatematiza un predicador yucateco”. Con relación al Cristo venerado por los yucatecos, expresó, probablemente parafraseando el sermón de don Martín, lo siguiente: “El milagro del Señor de las Ampollas de Mérida, inquemable [sic] por tercera vez -dos incendios anteriores y ahora los furores del gobernador y sus hordas-, y al que un machete revolucionario mancó de un brazo. Ignorase actual paradero de la venerada imagen. Sacrílego fin del Cristo de la Conquista, magnífica escultura de aquellas épocas.”

Los actos cometidos en la catedral fueron, sin duda, un duro golpe para la iglesia yucateca, no sólo porque ella representaba el símbolo de la presencia católica y era referente de la feligresía, sino también porque constituyó una pérdida significativa para el arte sacro.

Devolución

Fue hasta 1917, después de ser utilizada para acopiar pacas de henequén, que la catedral sería devuelta al entonces vicario Lorenzo Bosada. Cuando ingresaron al recinto, según indicó el secretario Aznar, encontraron el “horror de suciedad, de vacío y de pésimas condiciones higiénicas, cerrado por completo el sur con una gran pared del Pasaje de la Revolución”. Empero, los curas se tomaron el asunto con entusiasmo y mucha gente apoyó para su limpieza, de suerte que al siguiente día se pudiera realizar la ceremonia de reconciliación y la misa solemne, “como fiesta de la ascensión”, a las ocho de la mañana. La inauguración fue, como señaló el secretario de la arquidiócesis, “magnífica”; hubo lleno completo, “tanto mayor cuanto que no había bancas, tan sólo algunas personas llevaron sus asientos, pero sí hubo un ‘hermoso’ coro, muchas flores y un altar muy sencillo”.

Por instrucción expresa del arzobispo no se realizaron trabajos para su recuperación y únicamente debían cuidarse “la seguridad, limpieza y orden”, pues no convenía “hacer construcciones y altares”; que era preferible que se conservara “ese aspecto de destrucción para propios y extraños. Un solo altar, bien arreglado basta, tanto más que hay tan pocos sacerdotes.” Sólo se compusieron las imperfecciones del piso, algunas graves, y se comenzaron a construir bancas, a las que se pudieron los nombres de quienes contribuyeron.

Esta situación tensa se mantuvo hasta 1920, luego de que el arzobispo de Yucatán obtuviera el pasaporte para regresar de su exilio cubano. Fue entonces que la arquidiócesis trazó un proyecto para su reconstrucción. El propósito de Tritschler era recaudar recursos y el plan radicaba en efectuar una “gran rifa” que se llevaría a cabo en una solemne velada en el teatro Peón Contreras, para lo cual se expedirían 30 000 billetes de un peso con derecho a 30 acciones cada uno, en cuya venta colaboraría la sociedad y clero del estado.

Del mismo modo, el prelado concebía una recolección de fondos entre los hacendados, la que no se realizaría con desembolsos en efectivo, sino con entregas mensuales de pacas de henequén “blanco, limpio y de superior calidad”, de suerte que pudieran ofrecerse a buen precio en el mercado. La propuesta contemplaba también la incorporación de pagos mensuales por parte de los comerciantes, la colonia “turca”, donativos en las puertas de los templos y aportaciones “reservadas” de particulares, de personas caritativas que no estuvieran en las listas de los grupos antes mencionados. El mecanismo para adquirir las dádivas sería la invitación expresa a asistir al arzobispado, en donde la junta directiva, denominada Junta de Mejoras de la Santa Iglesia Catedral Metropolitana de Mérida, explicaría a los convocados el proyecto y, con el fin de que los particulares se sumaran a la iniciativa, insistiría en la necesidad de las contribuciones asignadas.

Las obras incluían la reparación de las bóvedas, pintura general, la construcción de tres altares principales y dos laterales, ocho cuadros al óleo y un viacrucis, la restauración del órgano, bancas nuevas, la reconstrucción del presbiterio, decorado y muebles adecuados de la sala capitular, dotación de armarios y ornamentos de la sacristía mayor, púlpito con tornados, mamparas para las puertas de la calle y arreglo del departamento de archivo, además de imprevistos.

Después del “atentado”, pese a los esfuerzos realizados posteriormente, la catedral de la capital yucateca nunca recuperó el esplendor de antaño pues, como señala Víctor Suárez Molina, muchas de las piezas, partes de retablos, columnas, cuadros, lámparas, candelabros y demás que se salvaron de la destrucción fueron a parar a manos de dos o tres comerciantes, que pusieron todo aquello a la venta, dentro y fuera de Yucatán, obteniendo grandes beneficios económicos.

Como hemos referido, las acciones anticlericales emprendidas por el gobierno revolucionario afectaron notablemente la labor pastoral de la Iglesia en Yucatán. Sin embargo, el “atentado” a la catedral fue un acontecimiento que aún hoy día permanece en el imaginario de la feligresía yucateca, como un amargo recuerdo del paso de Salvador Alvarado por la entidad.

PARA SABER MÁS

  • Alvarado, Salvador, Pensamiento revolucionario, Mérida, Instituto de Seguridad Social de los Trabajadores del Estado de Yucatán, 1980.
  • Matute, Álvaro, “El anticlericalismo ¿quinta revolución?” en Franco Savarino y Andrea Mutolo (eds.), El anticlericalismo en México, México, Porrúa, 2008, pp. 29-38.
  • Negroe Sierra, Genny M., “Iglesia y control social en Yucatán. Culto al Cristo de las Ampollas”, Temas Antropológicos, Universidad Autónoma de Yucatán, vol. 21, núm. 1, 1999, Mérida, pp. 5-35.
  • Pérez de Sarmiento, Marisa, Los mensajeros de Job. Otra cara de la revolución en Yucatán, México, UNAM/Instituto Mora, 2020.
  • Pérez-Rayón, Nora, “El anticlericalismo en México. Una visión desde la sociología histórica” en Sociológica, 2004, en <https://cutt.ly/gJk3Uco>.
  • Savarino, Franco, Pueblos y nacionalismo[s], del régimen oligárquico a la sociedad de masas en Yucatán, 1894-1925, México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, 1997.

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