El asistencialismo del segundo imperio para las viudas mexicanas

El asistencialismo del segundo imperio para las viudas mexicanas

Ángela León Garduño
Instituto Mora

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 41.

Una mujer de familia rica que perdía a su marido joven a mediados del siglo XIX era seguro que pudiera sobrevivir. Pero para la mayoría de las mujeres pobres implicaba profundizar sus carencias. La búsqueda de apoyos de estas viudas desamparadas encontró en el régimen de Maximiliano algunos paliativos.

Los Mexicanos Pintados por sí mismos pp.226

En plena influencia de los Chicago Boys, la dictadura militar de Augusto Pinochet impuso al pueblo chileno en 1980 el Sistema Individual de Retiro. Este modelo, aún vigente, sustituyó al Estado como administrador de los ahorros de millones de personas, a través de instancias privadas llamadas Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP). Si bien se argumentó que la contribución de los trabajadores al Estado sería más eficiente al sustituir su papel por las AFP, siendo que estas captarían un porcentaje del salario de forma individual y aumentarían su rendimiento a partir de la inversión, el paso del tiempo demostró la incompatibilidad entre la forma operativa de las empresas y el manejo de los fondos de ahorro para el retiro.

En México, donde dicho sistema se estableció hacia 1990 con el nombre de Afores (Administradoras de Fondos para el Retiro), sus resultados siguen siendo tema de confrontación. Sin embargo, el problema se replica, aunque con diferencias, en países europeos como España, donde recientemente se realizó una gran manifestación para denunciar los intentos del gobierno de privatizar las pensiones y recortar su financiamiento público. Así, desde hace más de diez años, organismos internacionales como la CEPAL (Comisión Económica para América Latina y el Caribe) han alertado sobre lo que consideran un problema mundial para los trabajadores y las finanzas públicas. Advierten que la capacidad financiera de los Estados para subsidiar el sistema de seguridad social está siendo rebasada. Pero también señalan que el monto que los ciudadanos reciben por su jubilación, viudez o incapacidad, mediante entidades privadas, se ha vuelto insuficiente para cubrir necesidades básicas.

Aunque no pueden hacerse comparaciones con el sistema de ayuda social del siglo XIX, es interesante constatar que se trata de una problemática histórica que pocos a lo largo de los siglos, la idea de una supuesta incapacidad del género femenino para valerse por sí mismo fundamentó el dictamen de normas cuyo contenido buscaba limitar sus derechos y controlar su comportamiento. Así, durante el periodo colonial y la primera mitad del siglo XIX, las mujeres generalmente mantuvieron una relación de subordinación cimentada en una base legal y de tradición. Por ello, se administraban sus propiedades, se les prohibía adoptar conductas “indecentes” y se obstaculizaban sus posibilidades para ocupar cargos de gobierno.

A pesar de su situación, la mayoría de las mujeres se enfrentó a circunstancias que las dirigieron hacia otras opciones de vida, como la incorporación al mundo del trabajo y la administración de pequeños y grandes negocios. Además, el grado de dominación que se ejercía sobre ellas era determinado por su estado civil y condición socio económica, por lo cual las solteras, casadas y viudas recibían un trato distinto.

En el contexto colonial y durante el siglo XIX, las viudas fueron quienes aparentemente gozaron de mayor autonomía al quedar al margen de la autoridad patriarcal y ganar honorabilidad, pero, con excepción de quienes vivían de sus herencias o la ayuda de un pariente rico, las mujeres solas debían enfrentarse a constantes adversidades. Muchas veces ello significó buscar asilo en casas de recogimiento, depender de sus hijos o familiares, trabajar toda una vida como empleadas domésticas, costureras, lavanderas o cocineras y, en casos desesperados, ejercer la prostitución. En este contexto, recibir una pensión constituía un golpe de suerte para aliviar ciertas necesidades, pero en ese tiempo, como ahora, esta clase de transferencias económicas se limitaban a atender grupos muy específicos de la sociedad, desprotegiendo a la mayoría de quienes laboraban en sectores informales.

Por ello, vale la pena conocer más sobre la ayuda o auxilio económico que los emperadores Maximiliano y Carlota decidieron otorgar a las mujeres durante su gobierno.

Los primeros montepíos se instituyeron por órdenes del rey Carlos III de España. El montepío militar, es decir el fondo de dinero que los individuos de un cuerpo integraban mediante la contribución de una cantidad de su ingreso para pensionar a sus familiares o proporcionarles auxilio, fue decretado en 1761. Cinco años después se estableció en América, bajo el fundamento de evitar que a la muerte de los “empleados del real servicio”, sus viudas e hijos quedasen reducidos a la miseria, de manera que ordenaba que recibieran una pensión de acuerdo con el cargo desempeñado por sus familiares. Pocos años después, se crearon montepíos dirigidos a las viudas y huérfanos de ministros, empleados del Tribunal de Justicia, la Real Hacienda, las tesorerías reales y la Real Armada. La modificación más importante que se hizo a esta ley fue en el Reglamento del 1 de enero de 1796. En ella se indicó que toda concesión de pensión llevada por el Consejo de Guerra debía ser autorizada por el rey. La razón era que el sistema había llegado a un punto de decadencia por la pérdida de fondos para su sostenimiento, ante lo cual se decidió generar un método de “descuentos”. Es decir, reducir parte de los haberes percibidos por los militares a fin de sufragar la única pensión atribuible a cada familia.

Ya en el México independiente, el primer decreto nacional en este sentido lo estableció Anastasio Bustamante el 19 de febrero de 1839, bajo la misma base de los descuentos que serían aplicados a miembros del cuerpo militar. Esta disposición y la de 1796 fueron especialmente importantes porque algunas solicitudes de viudas y huérfanas de militares y empleados civiles, dirigidas a los emperadores, refirieron tener pagos atrasados de su montepío aprobados bajo alguno de ambos reglamentos.

De tal modo, una gran parte de las mujeres que obtuvieron su pensión antes de 1864 la recibieron en compensación por la muerte en combate de sus cónyuges militares, ya fuesen tenientes, generales o capitanes. Otra proporción la adquirió con el fallecimiento de sus maridos, quienes se desempeñaban como empleados del gobierno. Ante ello, resulta indispensable puntualizar que la mayoría de estas viudas pertenecían a las capas medias de la sociedad, lo que no significa que no hubiesen sido afectadas por la viudez y los pagos vencidos de su pensión. No obstante, sin minimizar su angustia, puede considerarse que su situación fue de carácter coyuntural porque legalmente estaban salvaguardadas y, en casi todos los casos, la junta imperial revisora de pensiones respondió favorablemente a sus peticiones.

Este fue el caso de doña Manuela Gómez, viuda del teniente de caballería don Ricardo González Martínez, y de doña Dolores Ocampo, viuda del teniente coronel de caballería permanente don Manuel Rivera, a quienes se les concedió en 1864, conforme al artículo 40 del decreto de 19 de febrero de 1839, la pensión de montepío correspondiente a la cuarta parte del sueldo de ambos miembros del ejército de infantería.

Por el contrario, para las viudas sumidas en la pobreza y con escasas posibilidades de recibir a una pensión, la combinación de su situación con la vejez, alcanzada cerca de los 55 años, tuvo un significado poco esperanzador.

Cabezas de familia

Ciertamente se conocen pasajes de la vida de mujeres que, al enlutar, lograron posicionarse en el mundo de los negocios, aumentar sus propiedades o simplemente mantener una vida tranquila gracias a su capacidad para administrar los bienes heredados. Por tanto, aun cuando la Iglesia y el Estado seguían vigilando su comportamiento moral, las viudas de clase alta podían gozar de capacidad jurídica y libertad para disponer de su vida y dinero como mejor les pareciera, gracias al menor control que sobre ellas ejercía el género masculino. Sin embargo, es claro que eran casos aislados, pues si bien las leyes de herencia aseguraban una parte de los bienes comunes a la viuda y, con suerte, la tutela de los hijos vía testamentaria, estas prerrogativas se autorizaban siempre y cuando la mujer no mantuviera relaciones ilegítimas o contrajera segundas nupcias.

En ese sentido, la viudez resultaba emancipadora para quienes formaban parte de una clase acomodada, pero ser viuda no era sinónimo de independencia ni mucho menos de estabilidad para las mujeres cabeza de familia.

En términos demográficos, antes de 1860 las muertes en la capital superaban a los nacimientos. Además de los niños, quienes más fallecían eran los varones pobres por efecto de sus condiciones laborales y el impacto de las guerras. Después de haber estado casadas durante dos décadas, en promedio las mujeres perdían a su marido alrededor de los 40 años, lo cual refleja que pasaban bastante tiempo de su vida siendo viudas, pues el índice de mortalidad rara vez les permitía convivir hasta la vejez. Y aunque es probable que las mujeres mintieran en los censos argumentando viudez para proteger a sus parejas de la leva o disfrazar su maternidad ilegítima, los censos de 1811 y 1848 muestran que durante estos años los conflictos armados aumentaron el porcentaje de hogares sin padres de familia. Fue así que las viudas pasaron de 33% en 1811 a 36% en 1848, la mayoría con una edad de entre 45 y 54 años. Estos datos permiten entender por qué, si bien la sociedad no veía con buenos ojos a las mujeres trabajadoras, el contexto económico y político siempre favoreció su participación en las actividades productivas.

Para explicar este fenómeno, basta con remontarse a fines del siglo XVIII, cuando la Real Pragmática liberalizó el trabajo femenino. En aquel entonces, las amas de casa de condición media se iniciaron como tejedoras, hiladoras, curtidoras, impresoras y otra variedad de oficios cuyos talleres heredaron de sus esposos para después pasarlos a sus hijos. A la par, una gran cantidad de jóvenes pobres, de entre 15 y 29 años, migraron desde los pueblos y otras regiones rurales para servir en la fábrica de tabacos, en negocios de comida o como empleadas domésticas. Sin embargo, la guerra de Independencia y las sucesivas luchas civiles e invasiones extranjeras modificaron drásticamente estos logros para las mujeres de la capital.

Ante la inestabilidad del país, el desempleo masculino forzó a las trabajadoras a regresar a sus hogares para devolver espacios laborales a los hombres. La situación empeoró hacia 1830, cuando se presentaron demandas de empleados públicos y militares, quienes exigieron el pago completo de su trabajo o el restablecimiento de sus puestos luego de haber sido despedidos. Una década después, los trabajadores manuales, o antiguos artesanos, no ganaban lo suficiente para sostener una familia de cuatro integrantes. Y aunque las mujeres de estratos más bajo siguieron lavando ropa ajena, bordando, fabricando velas y salando cueros para su venta a los comerciantes, podemos imaginar lo complicado que resultaba sobrevivir.

Este panorama nos lleva a repensar la idea difundida de que las mujeres nacidas antes del siglo XX no hacían otra cosa que permanecer en sus hogares cuidando al esposo y los hijos. Evidentemente, muchas familias eran mantenidas por madres trabajadoras, quienes en apariencia disfrutaban de amplias libertades, pero, cuyas condiciones materiales constituían su mayor preocupación.

Alternativas

En 1865, Soledad López y Loreto Garrido escribieron a Maximiliano para solicitarle ayuda económica. Ambas eran viudas y manifestaron encontrarse en un estado de miseria. A pesar de que Soledad trabajaba, su sueldo no bastaba para mantener y educar a sus tres hijas, pues se encontraba “enteramente aislada”. Por su parte, Loreto, mujer proveniente de San Juan del Río, pero residente de la capital, dijo que, a la muerte de su esposo, ella y sus hijos habían quedado agobiados por las circunstancias, sin tener otra opción que empeñar y vender sus “insignificantes prendas”, ya que el fruto de su trabajo no era suficiente para subsistir.

Estas mujeres, junto con muchas otras, vieron en las autoridades imperiales la oportunidad de aliviar sus necesidades más indispensables en momentos de dificultad. Para ellas no había oportunidad de solicitar una pensión porque las leyes eran muy claras respecto a quienes podían ser beneficiadas con dicha manutención. Aunado a ello, ciertas prácticas de caridad otorgadas por la Iglesia y particulares se consideraban suficientes para proporcionar alivio, lo cual no significó que se les garantizara bienestar, pero en general la esperanza de vida era tan corta que, a nivel mundial, las autoridades decimonónicas no creyeron necesario destinar un porcentaje del ingreso nacional a ese fondo, además de que no tenían la capacidad para financiarlo. Por lo demás, aunque las diversas sociedades de ayuda mutua, cuya tarea consistía en resolver emergencias como el pago de un entierro o el auxilio temporal a las familias de sus miembros, lograron auxiliar un número importante de viudas, muchas también quedaron fuera de su competencia.

Para resolver este problema, Maximiliano y Carlota no sólo restablecieron el recurso de las pensiones buscando autorizar todos los pagos suspendidos en años anteriores, sino que ampliaron el rango de ayuda hacia aquellas mujeres viudas que no tenían derecho a recibir este recurso y se encontraban desamparadas. Sobre todo, después de que en 1857 se prohibió investigar la paternidad de los hijos y se desestimaron casi la totalidad de juicios por alimentos.

Así, las viudas, y madres solteras disfrazadas de viudas, con poca alternativa financiera, trataron de apelar a la “bondad” de los emperadores mostrando su debilidad económica como mujeres sin apoyo de un hombre, pobres, con hijos que alimentar, enfermas y ancianas, que no gozaban de ningún tipo de recurso para subsistir más que lo proveniente de su trabajo como costureras, lavanderas, empleadas domésticas, así como de la venta de sus bienes y la solicitud de limosna. Para acceder a esta ayuda, las mujeres aprovecharon la invitación que Maximiliano ofreció a todo mexicano deseoso de acudir a las audiencias públicas celebradas los domingos, a través de las cuales pretendía establecer una relación directa con sus “súbditos”. De igual forma, las viudas utilizaron el recurso de las cartas que todo habitante del imperio tenía derecho a redactar para solicitar un auxilio económico, siempre y cuando el peticionario argumentara su demanda y, en la medida de lo posible, se comprobara su estado de penuria.

Algunas mujeres, como María Calixta Pérez, debieron insistir en repetidas ocasiones su necesidad de ser auxiliadas para aliviar su miseria en calidad de viudas. Otras se valieron de un discurso más específico para convencer a las autoridades del gabinete civil, encargadas de remitir las causas a Maximiliano y Carlota. Fue el caso de Ana Abrego, quien afirmó ser viuda de avanzada edad, con ocho hijos, dos de los cuales no podían ver y otros tres menores de edad a quienes apenas lograba alimentar con su trabajo como lavandera. Mientras tanto, Dolores Ramírez llegó a exponer que durante años había trabajado junto con su hija, pero la edad y ciertas afectaciones como la ceguera, la falta de un oído y su enfermedad en el pulmón le habían imposibilitado buscar remedio a su situación, por lo cual apenas si lograban cubrir sus “urgentes necesidades”.

Después de acercarnos a este tema, ahora sabemos que legalmente las mujeres tenían cerradas muchas oportunidades, que la mayoría estaba excluida de los beneficios otorgados por la viudez en términos de la autonomía jurídica y económica alcanzada por las viudas más ricas, pero que la idea tradicional de los hogares no correspondía con la realidad, pues muchas mujeres debieron hacerse cargo de sus familias después de la muerte del marido y esta circunstancia las llevó a integrarse al ramo productivo más de lo que generalmente imaginamos, así como a buscar todas las alternativas posibles para enfrentar el aislamiento y la pobreza.

PARA SABER MÁS

  • García Peña, Ana Lidia, El fracaso del amor. Género e individualismo en el siglo xix mexicano, México, El Colegio de México/ Universidad Autónoma del Estado de México, 2006.
  • Pérez Toledo, Sonia, Los hijos del trabajo. Los artesanos de la ciudad de México, 1780-1853, México, El Colegio de México/Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, 2005.
  • Ratz, Konrad, Correspondencia inédita entre Maximiliano y Carlota, México, Fondo de Cultura Económica, 2003.

Visita al Museo de la Mujer, Cdmx, http://www.museodelamujer.org.mx/