Cacao-chocolate

Cacao-chocolate

Adaptación de Eduardo Celaya Díaz
Basada en el texto de Laura Esquivel

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 44.

– Te he estado esperando.

– No puedo apresurar el paso, sabes muy bien cómo son las cosas ahora.

– Distintas, lo sé, pero aun así es reconfortante cuando llega el final del día y podemos conversar, después que cumples tus actividades.

– Mi tiempo es extraño, pero siempre es conveniente tener estas conversaciones.

– Eres un buen marido, cuidas de tu mujer a pesar de todo.

– Prometí cuidarte.

– Y lo haces bien, eres un buen marido.

– ¿Te han tratado correctamente?

– Cual merece una mujer de nuestra posición. Pertenecer a una de las familias más importantes de la Nueva España confiere ciertas ventajas sobre los demás.

– ¿Y tus reflexiones?

– Me siguen atormentando las mismas preguntas.

– Sabes que no lo dijo para causarte alteración.

– Lo sé, pero desde que don Carlos de Sigüenza y Góngora pronunció esas palabras, no encuentro tranquilidad en mis pensamientos.

– “Lo que es abajo es arriba”.

– Esas palabras alertaron mi cordura, sentí, mientras salían de su boca, cómo penetraban en mi cerebro, dolorosa y violentamente.

– Como si fueran un cilicio desgarrador y que como tal se incrustaban entre las delicadas membranas de tu cerebro a perpetuidad.

– Se convirtió en un tormento insoportable, entrando cada vez más profundamente en mis pensamientos como si avanzara entre arenas movedizas. La esperanza de que esas palabras se alejaran de mí moría cada vez más, se alejaban, llenándome de mortificación.

– Sabes que don Carlos hablaba de otros asuntos, sólo trataba de explicar una ley del universo. Durante esa excavación hablaba de cómo esa ley establece que las mismas condiciones y fenómenos que se aprecian en este mundo suceden y se reproducen simultáneamente en otro plano superior.

– No entendí nada, no lo entiendo ahora. Dudo entenderlo algún día. Si todo lo que existe sobre la tierra tiene su igual en el cielo, lógicamente todo lo que está debajo de la tierra es igual a lo que está arriba.

– Las mismas palabras que pronuncias desde aquel día.

– Es sumamente aberrante. Eso significaría que el infierno es lo mismo que el cielo.

– Dudo que esas sean sus palabras.

– Pero aún, esas terribles palabras significan una cosa, que los indios, esa raza impura y desgarrada, sin alma, son iguales a nosotros, a los españoles de raza pura y religión verdadera.

– Los indios son algo más que una raza impura.

– Su nombre lo indica: son plebeyos, son sacrílegos, viles, pecadores, son peligrosos, prietos y herejes. Por eso fueron hechos a imagen y semejanza del mismísimo Belcebú.

– Por tanto, sigues asegurando que su destino es compartir las llamas del infierno en el castigo eterno.

– Sigo sin entender cómo puedes sentirte fascinado por conocerlos. Su suciedad los infecta, los hace viles, bajos, servidumbre natural.

– Quise ver algo más en ellos, algo que en ocasiones podría ver en sus miradas, en su manera de realizar sus acciones.

– ¿Era necesario realizar esos viajes tan peligrosos?

– Era sólo una excavación, don Carlos me ofreció un lugar en su expedición, una nueva oportunidad de conocer un poco más de la tierra donde vivimos.

– Cómo podrían compararse esos salvajes con nosotros, españoles de sangre pura, de buena casta, de religión católica, llenos de virtudes y buenas costumbres.

– Tu cuna te ha cegado.

– ¿Qué tenía que ver yo, una dama española, virtuosa y educada, con los indios paganos enterrados bajo mi casa? ¿Y qué tenías que ver tú, amado esposo mío, adentrándote en las ruinas de los terribles templos paganos de esos viejos pueblos, certeramente exterminados por la mano de nuestro Dios? Esos lugares de ritos sanguinarios, ajenos completamente a nuestra existencia. Tus manos nunca debieron posarse sobre esas derruidas construcciones, llenas de símbolos paganos y recuerdos de adoraciones satánicas.

– Era mi interés por el conocimiento.

– Nada, absolutamente nada en común, nada que hacer ahí. Nosotros los españoles somos hechos a imagen y semejanza del Señor nuestro Dios, mientras que esas razas inferiores son enteramente relacionadas con el traidor, con Satanás.

– Esta es tierra española ahora, tierra que habitamos algún día, tierra que ve nacer a muchos de nuestra misma sangre.

– Pero ¿y si esta tierra ya está contaminada? ¿Si esos olores fétidos que escapan de sus grietas no es sino el recuerdo de los terribles tiempos de paganismo y pecado antes que nosotros llegáramos?

– Te lo he repetido muchas veces, los indios no pretenden igualarse a nosotros.

– Imagina que tuviera razón, que esos traidores seres inferiores hicieron un pacto con Luzbel, y por medio de su enfermedad, de su pecado trataran de infectarnos, todo para considerarse iguales a nosotros, haciéndonos caer a su nivel al presentarnos en formas exquisitas y apetitosas el veneno que habría de destruir nuestra alma.

– Nuestra tierra no está contaminada.

– Los alimentos germinados bajo esta tierra cubierta de iniquidad y manchada con su sangre. Si Belcebú ya había tentado una vez a nuestro padre, a Adán, con un simple fruto, ¿por qué no habría de repetir la estrategia para perdernos a nosotros, al ver amenazado su poder sobre estas tierras con nuestra llegada?

– Tu obsesión ha crecido grandemente. Las ideas de miedo a la enfermedad y la ponzoña te hicieron alejarte de aquellos alimentos que partieran de manos de indios. Recuerdo que comenzaste a creer que, al consumir estos alimentos, entrabas en comunión con un mundo de horror.

– De tinieblas.

– Creías condenar tu alma a los infiernos con sólo comer algo de sus frutos, por apreciar el olor de las más bellas flores.

– Es su origen, nacidos de esta tierra infecta, mancillada por tiempos de perversión, de sangre, de adoraciones blasfemas.

– Resultaba difícil sólo consumir alimentos de origen español.

– Sabes bien que no podía admitir ningún tipo de mestizaje gastronómico.

– Tu cordura ya anunciaba un declive desde aquellos tiempos.

– Nada de eso, temor era lo que me movía, terror. ¿Sabes lo difícil que era mantener una defensa ante la tentación del maligno, sobre todo siendo como yo, una mujer de estómago antojadizo?

– Pocos días antes de aquello recorríamos la plaza, entramos por un corredor y vimos los puestecillos de los indios a nuestros lados.

– No quisiera recordar ese episodio, fue tremendamente difícil para mí, y tal pareciera que a ti te causara diversión.

>- Pasaban a nuestro lado las canoas de los indios, cargadas de frutas, de legumbres, de granos y flores.

– Los olores alteraban mis sentidos. Procuraba no permitir que se acercaran a mi delicado olfato, pero no dejo de recordar con terror y ansiedad esos olores: el maíz, el frijol, la chía, el jitomate.

– ¿Sientes deseo aún por aquellos manjares que un día te negaras a probar?

– Terror es lo que me provocan, sabes que mi alma está en constante lucha contra las fuerzas del mal.

– ¿La piña?

– Despreciable.

– ¿La chirimoya?

– Un terrible artefacto del infierno.

– ¿La papaya, el aguacate, los capulines, el mamey?

– Nada más que tentaciones con apariencia de placer, pero llenas de pecado.

– ¿No hay ya ansiedad por el zapote, los tejocotes, las pitahayas, los chiles, el chilacayote y las ciruelas?

– Su simple recuerdo me provoca un desgarro en el corazón, como si el pecado entrara por todo mi cuerpo y desgarrara mi alma inmortal.

– Entonces, ¿Cómo puedes explicar ese irrefrenable deseo por el chocolate?

– Te ruego guardes tu lengua cuando desees pronunciar esa palabra. El solo recuerdo causa temblores incontrolables a mi espíritu.

– Sucedió después de mi partida.

>- La ansiedad de no verte más me invadía. Saber que tu cuerpo mortal yacería por siempre bajo esas ruinas terribles de Teotihuacán, las palabras de don Carlos de Sigüenza y Góngora esa fría mañana lluviosa cuando me informó de tu necedad, tu irracional deseo por conocer más de esos infectos indios. Sólo podía pensar en el terror que tu alma inmortal debía sentir, encerrada en esos túneles llenos de sangrienta memoria y desgarradores recuerdos.

– Tus temores fueron más fuertes, tu espíritu flaqueo.

– Juré no tocar los prohibidos alimentos, evitar los tamales, las tortillas, las conservas de fruta. Pero ¿Cómo evitar el exquisito aroma del chocolate?, ¿Cómo no oler el cacao?

– La reclusión en el convento debía ser la solución.

– El camino a ese convento era tortuoso, evitar siquiera pensar en saborear una taza de humeante chocolate, justo antes de recluirme y llorar tu pérdida por el resto de mis días.

– Un vicio, un gusto que controlabas a mi lado, pero que en mi ausencia se apoderó de ti.

– ¿Cómo abandonar de un día para otro el delicioso vicio de tomarlo?

– Una taza.

– Sin pensar en consecuencias. Una taza. Me bebí una grande y rica taza de un solo y continuado sorbo. El sabor, el calor por todo mi cuerpo, ese aroma, el sentimiento de saciedad, de una vida completa, aun sin tu presencia. La energía que manaba de mi cuerpo, de mis brazos, entre mis piernas, de cada uno de mis dedos, el cálido abrazo en mi pecho que recorría toda mi espalda y llegaba a lugares prohibidos que me incitaban al pecado.

– Una taza.

– Invadida totalmente por el arrepentimiento, pero arrebatada por el deseo, decidí aceptar mi retiro definitivo. Queriendo olvidar mis culpas recorrí esa larga vereda camino al convento, pasando entre mercaderes, observando cómo se vendían botas, vestidos, zapatos, camisas, puñales, espadas… Tantas delicias que mi vida desconocía, pero ahora ansiaba con un poder tan fuerte que se apoderaba de mi cuerpo. Una temperatura que sentí incómoda, pero completamente mía, que cada vez se apoderaba más de mí y me hacía pensar menos en mi alma y más en el placer.

– Una taza.

– Ese día mi imaginación estaba trastornada por la espuma del chocolate que me subía desde el estómago hasta la cabeza e inundaba mis ojos y los hacía alucinar. Miles de círculos de color chocolate tornasol. Dentro de uno de esos diminutos aros, me vi a mí misma saliendo del vientre de nuestro pueblo, del centro de la plaza, de entre una interminable caterva de indios andrajosos y una procesión de frailes y monjas, con el pelo suelto y moviendo las caderas de un modo lascivo, vestida con una falda de tela burda y transparente, como la que usaban las mulatas. Frente a mí estaba la pirámide mayor de Teotihuacán, y por su empinada escalinata, monjas y sacerdotes españoles ascendían a los trece estratos celestes. Yo trataba de subir, al igual que ellos, pero los indios me lo impedían. Con las manos me arrancaban a jirones el traje y me dejaban desnuda y aturdida ante el incesante griterío de pregones y el ruido ensordecedor de las campanas. Y yo corría por un túnel oscuro y descendía poco a poco hasta el Mictlán, en lo más profundo de los inframundos. Pero Dios, bendito sea, siempre benigno y misericordioso, no quiso despojarme de sus auxilios en medio del caos que reinaba en mi mente e iluminó mi conciencia con un rayo de su luz para que con Él pudiera regir mi destino y encaminarlo hacia su vera. Pude correr entonces hasta la entrada de la capilla y me tiré boca abajo sobre las baldosas del suelo y las lamí mientras avanzaba por el pasillo central, hasta que mi lengua quedó seca y lastimada, sin saliva, y sin rastros del maldito chocolate. Pedí perdón mil veces mientras destrozaba y derribaba las imágenes de los santos que adornaban la capilla. El Supremo Creador me escuchó y me dio su absolución porque Él sabe toda la verdad y sabe que, en verdad, los indios y los españoles eran lo mismo, los sacerdotes del Santo Oficio son los mismos sacerdotes teotihuacanos realizando rituales paganos para venerarlo, que, en verdad, cada uno de los ídolos de los indios es igual a cada una de las imágenes de los santos, que, en verdad, Luzbel estaba

hecho también a su imagen y semejanza, que, en verdad, al beber el chocolate se entraba en comunión con el Mictlán, pero por lo mismo y al mismo tiempo, con las más altas esferas del cielo, puesto que “lo que es abajo es arriba”.

– Una taza.

– Ahora, lo único que tengo que hacer es convencer de todo ello a los inquisidores del tribunal del Santo Oficio, que mañana vendrán para juzgarme.