Darío Fritz
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 23.
Ser o no ser. Ser vistos o no ser nada. La fotografía siempre ha sido la huella más amistosa para dejar rastros de quiénes fuimos, de dónde venimos. Una huella tan poderosa, aunque de resultados lúdicos, semejante al documento que nos identifica, el acta de nacimiento, la casa donde crecimos, o la calle que lleva un nombre familiar, si es que tan alto llegamos en las consideraciones de los vecinos. ¿Cómo resistirse a no dejar una impronta visual, al menos, si está en nuestro ADN exhibirnos, así sea enmarcados? Los retratos quizá hayan sido los primeros, aunque estuvieran fuera del alcance de la mayoría cuando la fotografía no era ni siquiera sueño. Los hubo esculpidos en piedra en el Antiguo Egipto o en construcciones monumentales de la Edad Media. Le siguieron los célebres de la pintura: Durero, Botticelli, Goya, Van Gogh, Renoir, Frida Khalo, que mostraron en autorretratos cómo se veían a sí mismo. Verdaderas autobiografías en paletas de colores. La fotografía fue el siguiente paso. Las familias Araoz y Pontones se paseaban de la estación del ferrocarril al mercado de Orizaba en los modernos tranvías tirados por mulitas. Inaugurado en 1878, aunque la imagen no tiene fecha, era una muestra de modernidad, una novedad que debía quedar registrada. Al pie de una mesa, junto a otras imágenes muy apreciadas, enmarcadas en una pared, protegidas celosamente en albúmenes, las fotografías se inmortalizaron como huellas familiares, testigos de las vestimentas de época, los registros del dolor o los hechos históricos. Algunas de aquellas miradas posadas y serias habrán podido repetirse cuando llegaron los primeros autos a la ciudad. ¿Quién no ha seguido la misma rutina de mostrarse junto a lo nuevo y excitante? Entrado el siglo XXI los rastros que dejamos se van apagando. El formato perenne de la fotografía se desvanece. La captura del momento ya no tiene la vigencia de lo perdurable. Ahora son instantes de autopromoción que se pierden en las redes sociales. Uno tras otro. La adicción, en todo caso narcisista, por el autorretrato –ahora con impronta sajona bautizada como selfie–, de las risas individuales o grupales congeladas en pixeles, tiene la durabilidad del disparo de la cámara. La imagen se sale de la sala de la casa para buscar reconocimiento entre amigos y desconocidos donde la web lo permita. Es la nueva huella vanidosa de un instante que no pretende perpetuarse. Mírenme, luego existo.