Rosalía Martha Pérez – Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP)
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 15.
Por los empinados caminos del centro de un país que no acababa de desarticularse ni de constituirse, cabalgaron a lo largo del siglo XIX jinetes de identidades asombrosas. Mirados al derecho eran combatientes por la defensa de sus terruños, de sus hijos y de sus mujeres. Si en algún momento la imagen de la patria se les desdibujó, la presencia de ejércitos extranjeros vino a alentar su instinto de supervivencia y a descubrirles el nacionalismo. Días de hambre y resistencia afinando sus estrategias defensivas contra el invasor. Mirados al revés, eran bandoleros agavillados acechando por los caminos.
Esta dualidad de imágenes que cuadran a Antonio Carbajal no ha impedido que San Pablo Apetatitlán, Tlaxcala, de donde el gavillero fue oriundo, lleve su nombre en señal de respeto; hoy se ostenta como San Pablo Apetatitlán de Antonio Carbajal. En aquellos lustros tan difíciles las guerrillas, utilísimo recurso defensivo y ofensivo, fueron parte de la estrategia militar. Multitud de episodios se hicieron historia desde las primeras señales de movimientos sospechosos de tropas norteamericanas en el norte del país. En esa ocasión Manuel Payno, el novelista, fue destacado como espía de sus movimientos y tuvo que aprender las estrategias propias del guerrillero; los sin zapatos de calzón de manta raída que formaron en buen número el ejército liberal en la guerra de Reforma y las que le siguieron, tuvieron que apoyarse en guerrillas A?giles y bien orientadas en los terrenos que conocían a perfección. Con ellas contó el presidente Juárez en sus azarosas campañas. Así, la presencia de partidas más o menos numerosas, que jugaban con el peligro como cuando se baila el trompo en una mano no era una novedad. De la profundidad de los pueblos, por cañadas escondidas del altiplano y de la tierra caliente muchos acudieron en apoyo de los ejércitos regulares, convocados por el presidente más trashumante que haya tenido México. Actuaron con tanta pasión que los partes de guerra los reportan como excelentes auxiliares.
Sin duda la acción más destacada que registra la historia del centro del país en 1862 es la batalla del 5 de mayo y parece increíble que, en emotiva ceremonia que duró todo un día, el presidente Benito Juárez le entregara al general y guerrillero tlaxcalteca Antonio Carbajal la medalla de reconocimiento por la defensa de Puebla a nombre del Congreso Nacional, en la misma ceremonia en que entregó idéntica presea al Jefe del Ejército de Oriente Ignacio Zaragoza y a los demás combatientes de aquel 5 de mayo.
Poco se ha hablado de Carbajal en aquel largo carnaval en el que la muerte lució tantos disfraces: corrían las guerras intestinas, las de la Reforma y la Intervención Francesa, en las que esa misma insaciable muerte, diluida en el agua, vino para matar con el cholera morbus a mucha gente, luego se sumió en las hambrunas oscureciendo las ojeras del pueblo; vino presurosa a elegir a sus víctimas siempre que el clarín tocó a degüello, encarnizada y ebria de furia en las cargas cuerpo a cuerpo por los pueblos y haciendas de Tlaxcala, por Puebla, por Hidalgo, por México, cebándose sobre un territorio con profundas heridas recibidas de los invasores estadunidenses, que todavía no cicatrizaban…la misma muerte que quemó con la fiebre a Zaragoza respetándole sólo unos pocos días de gloria. No sólo los naturales y los mestizos de los pueblos entraron a la guerra. Fueron muchos hombres los que se enrolaron en las cabeceras municipales, en las capitales como Tlalpan, que lo fue del estado de México, la Puebla de la Ángeles, la señorial Tlaxcala, convirtiéndose por sus esfuerzos y heroísmo en capitanes y tenientes coroneles del ejército mexicano. Dada la corta expectativa de vida de aquellas décadas dieron lo mejor de sí desde sus años mozos. Mencion a Manuel Payno como una muestra entre cientos, miles de ejemplos de mexicanos que alternaron las armas con su vida diaria. Permítaseme recordar al novelista de folletín más popular de mediados del siglo que a la edad de 23 años publicó la novela Ironías de la vida, poco tiempo después de haber participado en la defensa de la patria en la guerra de 1847: Pantaleón Tovar, nacido en México el año del motín del Parián y de La Acordada, que fue en 1828, y que alcanzaría como muchos otros jóvenes el grado de teniente coronel en el ejército mexicano. Payno y Tovar fueron periodistas, novelistas de folletín, diputados al Congreso Nacional, funcionarios del gobierno, tenientes coroneles del ejército, enamorados, soñadores y poetas. Mucho papel necesitaríamos para recordar a tantos mexicanos ilustres de aquella época, y es que a la mitad del siglo XIX hombres y mujeres tuvieron que entender, asimilar, resolver, arriesgarlo todo para fundar una nación. No escapó a la improvisación el joven guerrillero Carbajal, señalado por sus excesos contra la población civil y acusado de bandido por sus mismos correligionarios en un asunto que fue muy confuso. Para sus biógrafos, Antonio Carbajal fue denigrado y vilipendiado por la prensa conservadora y por algunos españoles, al grado de orillarlo a solicitar por sí mismo que lo sometieran a juicio.