María del Carmen Collado Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 35.
Xenofobia, racismo, prejuicios y desconfianza han sido el mejor caldo de cultivo para colocar en conflicto las relaciones diplomáticas de los estadunidenses con México. Los gobiernos de Washington encontraron en el anticomunismo de los años 20 del siglo pasado, el adjetivo que diferenciaba la buena o mala vecindad. Frases descalificadoras, espía de escasos escrúpulos y hasta el análisis de una posible invasión militar condimentaron los agrios vínculos de entonces.
“El gobierno actual mantendrá relaciones con el gobierno de México, sólo en tanto este proteja las vidas y los intereses estadunidenses y cumpla con sus obligaciones y compromisos internacionales. El gobierno de México está a prueba ante el mundo. Tenemos el mayor interés en la estabilidad, prosperidad e independencia de México. Hemos sido pacientes y desde luego sabemos que toma tiempo lograr un gobierno estable, pero no podemos tolerar el incumplimiento de sus obligaciones ni su incapacidad de proteger a los ciudadanos estadunidenses”.
Estas amenazantes declaraciones del secretario de Estado, Frank B. Kellog, de junio de 1925, evidenciaban la nueva crisis de las relaciones entre México y Estados Unidos que habían caído en una espiral de confrontaciones desde que fue promulgada la Constitución de 1917 que, por su contenido nacionalista, afectaba los intereses agrarios y petroleros del vecino del norte.
La advertencia intimidatoria de Kellog respondió a las quejas del embajador James R. Sheffield porque la Secretaría de Relaciones Exteriores había ignorado sus reclamaciones por tierras expropiadas. Plutarco Elías Calles recibió las palabras del canciller como un insulto a la nación y rechazó las advertencias diciendo que ningún país extranjero tenía derecho a intervenir en México y que no estaba dispuesto a supeditar la nación a las exigencias externas. Tampoco aceptó que los intereses estadunidenses pretendieran tener privilegios sobre los mexicanos y declaró tajante que se trataba de “una amenaza a la soberanía de México.”
Desde la llegada de Calles a la presidencia se había deteriorado el trato con el embajador Sheffield, un fervoroso nacionalista republicano, convencido de que era necesario garantizar a toda costa los intereses de los propietarios de tierras y las compañías petroleras. El diplomático creía que la mejor manera de lograr la defensa de las inversiones de sus paisanos era mediante el uso de la fuerza, pues el gobierno mexicano, opinaba, se había envilecido, estaba inmerso en la barbarie y era proclive a desconocer los derechos de los extranjeros. Era un ardiente anticomunista que confundía el nacionalismo revolucionario con el bolchevismo y estaba persuadido de que México, en alianza con la URSS, se convertiría en la punta de lanza de la expansión comunista en Latinoamérica. Sheffield se relacionaba exclusivamente con los miembros de la colonia estadunidense y los porfiristas, era racista y despreciaba a los mexicanos, como lo muestra la quejosa carta que escribió al presidente de la Universidad de Columbia, Nueva York:
Hay muy poca sangre blanca en el gabinete […] Calles es armenio e indio, León, un torero aficionado y casi totalmente indio, el canciller judío e indio, Morones con más sangre blanca, pero no de la mejor, Amaro, el secretario de Guerra, un indio de pura sangre y muy cruel. Disparó a muerte a su mozo de cuadra anteayer por montar en lugar de conducir su caballo de polo —incidente atestiguado por al menos un inglés y un estadunidense. Ni se mencionó en los periódicos por supuesto, ni hubo castigo alguno. Le cuento esto para que visualice con qué me enfrento.
El embajador pensaba que los indígenas eran seres degradados, al igual que los gobiernos posrevolucionarios y estaba convencido de la superioridad anglosajona, una mentalidad similar a la que hoy enfrenta México con el triunfo de Donald Trump. Sheffield hacía bromas ridiculizando a los mexicanos y le horrorizaba su atraso y pobreza. En cambio, admiraba a Porfirio Díaz y sostenía que aunque fue un dictador: “México necesitaba ese trato. [Porque] Entonces era y aún es totalmente inepto para gobernarse a sí mismo.” Con semejantes prejuicios era previsible que su relación con Calles fuera desastrosa.
Espías, desinformación y petróleo
El reconocimiento de México a la Unión Soviética en 1924 incrementó las suspicacias entre el establishment estadunidense de la época, para quien los gobiernos revolucionarios estaban emparentados con el “primitivismo comunista”. La capital mexicana se convirtió en un avispero de espías de Estados Unidos, la URSS, México y de algunos gobiernos dictatoriales latinoamericanos. Washington espió a los diplomáticos soviéticos, preocupado por la posible expansión del comunismo en México. El espía Jacob Nisovitsky infiltró a la embajada de la URSS y elaboró informes y cartas apócrifas que involucraban a Calles. Una de estas misivas hablaba de una revolución comunista que estaba a punto de estallar en México, la cual se extendería a América Latina e incluso podría llegar a Estados Unidos. Estos documentos comenzaron a circular en el país vecino del norte en octubre de 1924 y es posible que hayan incrementado los recelos de Sheffield e influido en las declaraciones amenazantes de Kellogg.
El conflicto entre los vecinos se exacerbó a finales de 1925, cuando las empresas de hidrocarburos extranjeras protestaron por la promulgación de la ley reglamentaria del petróleo que convertía sus propiedades y contratos de arrendamiento en concesiones a 50 y 30 años, haciendo realidad lo estipulado por el artículo 27 de la Constitución de 1917, que establecía que el petróleo pertenecía a la nación. Para las empresas petroleras esta ley era confiscatoria e inaceptable y sus enormes inversiones en México recibieron el respaldo del Departamento de Estado, en una etapa en la que los intereses de los barones del petróleo tenían un peso desmedido sobre la política exterior estadunidense.
Cuando fue promulgada la ley reglamentaria del petróleo en diciembre de 1925, Kellog pidió al funcionario de inteligencia del Departamento de Estado, Robert F. Kelley, un furioso anticomunista, que le remitiera toda la información sobre los vínculos entre la URSS y México. Kellogg recibió informes sobre la influencia comunista en este país y el peligro que representaba para Estados Unidos, basados en recortes de periódicos socialistas en ambas repúblicas, fragmentos de informes de organismos y personajes soviéticos y de sindicatos como la CROM y la American Federation of Labor. A fin de presionar a México por la promulgación de la ley de hidrocarburos y porque estaba apoyando al gobierno liberal en Nicaragua, contraviniendo la diplomacia estadunidense, Kellogg decidió dar el expediente a la cadena periodística de Hearst, quien la filtró en sus diarios. En respuesta, Calles, a través de Alfredo Elías, su tío y cónsul en Nueva York, emprendió una campaña en la prensa estadunidense en la que se divulgaban las opiniones de los senadores opuestos a la diplomacia de la Casa Blanca y que también abarcó a asociaciones simpatizantes con el gobierno posrevolucionario.
Entre los informes de inteligencia que circulaban en aquellos días, el agregado militar de la embajada de Estados Unidos, Edward Davis, se refirió a una supuesta carta de Obregón a Calles, en realidad un documento apócrifo, que recibió credibilidad en la embajada por la paranoia reinante. La referida misiva hablaba de eliminar los intereses de Estados Unidos en el país y de que México planeaba impulsar a gobiernos afines en Centroamérica, e incluso en Venezuela.
Sheffield era partidario de una intervención armada y tuvo mucha responsabilidad en el endurecimiento de la política hacia México. Era un republicano de la vieja guardia, el típico anglosajón protestante estadunidense convencido de la superioridad moral, cultural y económica de Estados Unidos, que consideraba despreciables a la herencia hispana y a los pueblos indígenas. No obstante, la postura intransigente de Washington y las amenazas de intervención armada que flotaban en el ambiente, produjeron un resultado contrario al que Estados Unidos esperaba. En lugar de que Calles diera marcha atrás en sus intentos por someter a las compañías petroleras a lo establecido en el artículo 27 de la Constitución, se avivó el nacionalismo y el grupo radical del gobierno callista se fortaleció. Dicho grupo, encabezado por Luis N. Morones, secretario de Industria y Comercio, quería el sometimiento de las empresas petroleras a las leyes mexicanas, deseaba fortalecer la soberanía nacional y estaba decidido a que la iglesia católica acatara el contenido laico de la Constitución.
Entramado nicaragüense
En este ambiente de polarización progresiva debe entenderse la decisión de Calles de apoyar a los rebeldes liberales nicaragüenses, en abierto desafío a la Casa Blanca, que respaldaba a los conservadores. El apoyo a los liberales estaba en línea también con el interés de México de ampliar su influencia en Centroamérica y con las coincidencias entre el programa liberal de Nicaragua y el nacionalismo revolucionario mexicano. Calles envió varios miles de dólares y siete barcos mercantes cargados de armas, municiones y exiliados para apoyar la insurgencia. En parte, gracias a esta ayuda, los rebeldes controlaron las costas nicaragüenses y se dirigieron a la zona montañosa en octubre de 1926. Costa Rica y El Salvador denunciaron en Washington la intervención mexicana y la Casa Blanca reconoció al conservador Adolfo Díaz como presidente, patrulló las costas nicaragüenses para impedir la llegada de más pertrechos mexicanos y estableció el embargo de armas contra México.
Kellogg tenía informes falsos sobre la participación mexicana en Nicaragua que hablaban de la firma de un tratado entre el vicepresidente derrocado Juan B. Sacasa y Calles, mediante el cual México tendría derechos sobre la ruta canalera nicaragüense gracias al desconocimiento del Tratado Bryan-Chamorro, que confería a Estados Unidos el control sobre el paso interoceánico. En este ambiente crispado Kellog asistió a una reunión a puertas cerradas en el Senado en la que se discutió el asunto mexicano en enero de 1927, entregó el expediente armado por Kelley y un escrito intitulado “Intenciones y políticas bolcheviques en América Latina.” El comunicado trataba de convencer a la cámara alta de la infiltración soviética en México, afirmaba que este país y Latinoamérica eran la plataforma desde la cual la URSS planeaba destruir la democracia estadunidense.
Al mismo tiempo, el presidente Calvin Coolidge dio un mensaje al Congreso refrendando su compromiso con el gobierno de Díaz en Nicaragua a fin de preservar los derechos estadunidenses sobre el canal y salvaguardar las vidas y capitales de sus nacionales en aquella república. La revolución, afirmaba, podría extenderse al resto de América Latina y era imperativo evitarla, por lo que el envío de armas y municiones del gobierno mexicano era inaceptable. De manera categórica señaló:
“Es mi deber usar los poderes que me han sido conferidos para asegurar la adecuada protección de todos los intereses estadunidenses en Nicaragua, así sean amenazados por problemas internos o por la intervención extranjera en los asuntos de la república”.
Miles de marinos estadunidenses desembarcaron en Nicaragua, al tiempo que se enviaron expertos para organizar elecciones. El canciller mexicano y Sacasa desmintieron la información del supuesto tratado con Nicaragua y el primero aseguró que México no albergaba interés alguno en ese país.
En tanto, se hablaba de la inminente invasión de Estados Unidos a México al iniciar 1927. Se decía que algunos buques de guerra se dirigían a la costa de Tamaulipas y cuenta en sus memorias el gobernador de aquel estado, Emilio Portes Gil, que Calles le pidió que en caso de que se concretara el desembarco, le dijera al Jefe de Operaciones Militares de la zona, general Lázaro Cárdenas, que incendiara los pozos y refinerías para que los invasores sólo encontraran cenizas y escombros. Es posible que Coolidge haya considerado fugazmente la intervención en alguno de los complicados momentos que se vivieron entre 1926 y 1927, pero la empresa era arriesgada por la dificultad de invadir un país de las proporciones de México, un país que además tenía fama de nacionalista. El presidente no tenía el apoyo unánime del Congreso ni de los diversos intereses estadunidenses. Los banqueros estaban en contra de una solución armada que pusiera en peligro su negocio, dependiente de la existencia de un gobierno estable, capaz de pagar su deuda externa; lo mismo sucedía con los comerciantes, mineros y empresas establecidas en México como la Ford.
El apoyo que Coolidge recibió del Congreso cuando ordenó el nuevo desembarco de marines en Nicaragua se fue diluyendo poco a poco. Los senadores aislacionistas criticaron la diplomacia de la Casa Blanca, ridiculizaron el supuesto complot comunista que se gestaba en México y Nicaragua y se pronunciaron porque las diferencias con el vecino del sur se resolvieran mediante el arbitraje. La prensa liberal arremetió contra la política de confrontación que mantenía la Casa Blanca, el prestigioso periodista Walter Lippmann afirmó que su gobierno confundía nacionalismo con comunismo y grupos de la iglesia protestante, pacifistas, académicos y la American Federation of Labor se pronunciaron contra la intervención. Además de la oposición de otros capitalistas con intereses en México a una salida de fuerza, encabezados por el secretario de Comercio, Herbert Hoover, los petroleros, quienes eran los principales instigadores de la política de mano dura, perdieron credibilidad a causa del encarcelamiento del ex secretario del Interior, Albert B. Fall, un vehemente intervencionista, que recibió sobornos de Edward L. Doheny y Harry Sinclair, magnates de la industria de hidrocarburos, a cambio del arrendamiento sin licitación de algunas reservas petroleras de la marina.
Infiltración riesgosa
Del lado mexicano, a Calles le urgía resolver la controversia con Estados Unidos, pues la guerra cristera había estallado a finales de 1926 y los católicos cabildeaban en aquel país y en América Latina para derrotar al gobierno de México. Cuando los tambores de guerra parecían a punto de sonar, el gobierno callista recurrió a una arriesgada estrategia, utilizó los oficios de un espía en la embajada de Estados Unidos. El agente, en realidad un doble agente, extrajo decenas de documentos con información confidencial, que eran fotografiados o resumidos, entregados al secretario particular de Morones o a la secretaria privada de Calles, y luego eran devueltos a los archivos de la embajada. Al menos dos funcionarios estadunidenses colaboraron con el espía: un asistente del embajador protegido por el agregado militar Edward Davis, y William Copeland, su oficial de claves. Esta audaz maniobra fue orquestada por Morones, quien comisionó para estas tareas al espía 10B, Miguel R. Ávila, un estadunidense hijo de padres mexicanos.
Calles utilizó la información confidencial para suavizar a Washington, enviando copia de algunos documentos a Coolidge a través del periodista George Barr Baker. Según el mayor Harold Thompson, el revuelo que causó el asunto evitó la ocupación de las zonas petroleras de México. Se trataba de papeles comprometedores en los que Sheffield y Kellog mostraron el desprecio que tenían por Calles, y algunos planes para una intervención en México. En uno de los documentos se afirmaba que el mayor del ejército Joseph F. Cheston, quien había sido enviado a México por el Departamento de Estado, conferenció con el embajador y le informó:
“que en la Casa Blanca se están ultimando los planes para desarrollar una nueva política respecto a México, durante las primeras semanas del entrante marzo, pues se ha sacado para su estudio el PLAN DE INTERVENCIÓN EN MÉXICO, [elaborado] por el mayor general Hugo Dickson [en 1918-1919… y ] que el presidente Coolidge está determinado a llevar adelante su política de BIG STICK en el caso México.”
También mencionaba que habían llamado al general Pablo González para persuadirlo de que iniciara una rebelión contra Calles. En otra carta, por ejemplo, Kellogg escribió al embajador:
“Calles se ha declarado un enemigo peligroso de nuestra política y debemos acabar con él de todas maneras”. Por su lado, Sheffield afirmó, en otro documento interceptado, que los nuevos gobernantes de México eran “una clase de bolcheviques más radicales y más peligrosos que los rusos.”
El contenido explosivo de estos papeles marcó el fin de la estancia de Sheffield en México y el inicio un nuevo periodo en las relaciones diplomáticas. La sombra de la guerra se desvaneció y como un gesto amistoso fue inaugurada la larga distancia telefónica entre el Palacio Nacional y la Casa Blanca con una conferencia entre Calles y Coolidge. Ese día fue nombrado embajador en México, Dwight W. Morrow, hombre de un talante totalmente opuesto a su predecesor, quien en esta coyuntura logró que se arreglaran los asuntos pendientes entre México y Estados Unidos y se iniciara una etapa de colaboración.
PARA SABER MÁS
- Richard, Carlos Macías, “El embajador James R. Sheffield, 1924-1927: una relectura”, Boletín del Fideicomiso Plutarco Elías Calles y Fernando Torreblanca, 2003, https://goo.gl/2g5gua
- Katz, Friedrich, “El gran espía de México”, Nueve ensayos mexicanos, México, Era, 2006, https://goo.gl/Fawxhh
- Meyer, Lorenzo, “El espionaje mexicano al servicio del antiimperialismo”, Boletín del Fideicomiso Plutarco Elías Calles y Fernando Torreblanca, 2007, https://goo.gl/zP2xt