1829. Sueños de reconquista

1829. Sueños de reconquista

José Francisco Vera Pizaña
Maestría en Historia, UNAM

Revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 46.

“La nación mexicana es para siempre libre e independiente del gobierno español y de cualquier otra potencia”, consignó la constitución de 1824. No obstante, la subsistencia de antiguos vestigios del pasado hicieron a España plantearse la posibilidad de reconquistar sus territorios perdidos, organizando en Cuba una expedición de vanguardia, al mando del brigadier Isidro Barradas.

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La consumación de la independencia en 1821 no significó la inmediata separación de la nueva nación de todo lo que implicaba la organización administrativa española. Durante casi diez años, el temor a una expedición de reconquista estuvo presente en el imaginario colectivo de todos los mexicanos. Los temores se hicieron realidad en julio de 1829, cuando una escuadra al mando del almirante Ángel Laborde, uno de los hombres más capaces al servicio de la corona española en el Caribe, zarpó de La Habana hacia costas mexicanas. Su misión era transportar una fuerza expedicionaria de 3 000 hombres al mando del brigadier Isidro Barradas, hombre de probado valor y experiencia militar en Sudamérica. Con ellos viajaban los sueños y las esperanzas de España por recobrar su antiguo virreinato.

Ante esta amenaza, las fuerzas armadas mexicanas demostraron, pese a las limitaciones económicas de la república, ser efectivas para contener y derrotar a las tropas que atentaban contra la soberanía del país. Las páginas siguientes están dedicadas a explicar la respuesta del gobierno mexicano ante la invasión y los problemas a que se enfrentó para obtener la rendición incondicional de sus enemigos.

La movilización de las fuerzas armadas

Cuando se explica la expedición de Isidro Barradas, generalmente se describe como una aventura o capricho de un rey aferrado a una causa perdida. Es difícil creer que, con tan reducido número de efectivos, realmente aspiraran a reconquistar México. Sin embargo, es probable que las fuerzas españolas intentaran seguir una estrategia racional: en lugar de organizar un ejército de más de 10,000 hombres, imposible de armar y transportar en aquel momento, optaron por un pequeño número de tropas escogidas con el objetivo de levantar a los partidarios de la corona y coordinarlos en contra de las fuerzas republicanas. Por lo tanto, la estrategia española pretendía evitar el enfrentamiento directo con el ejército mexicano y más bien armar a los partidarios del rey en el país, así como sobornar a los comandantes militares del país para que se unieran a su causa. Esto explicaría por qué trajeron tantos fusiles, pero nada de caballos o artillería de campaña, pues realmente esperaban abastecerse de todo ello en México.

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Sin embargo, el gobierno español no comprendió a tiempo que se encontraba ante un nuevo país, con muy poco interés en volver a formar parte del imperio. Basta con observar algunas de las proclamas lanzadas por los gobernantes y jefes militares de los estados, pues permiten imaginar cómo los mexicanos concebían a los invasores. Por ejemplo, el 17 de julio de 1829, el comandante general del estado de Oaxaca arengaba a sus tropas ante el posible desembarco de fuerzas invasoras con las siguientes palabras: “Soldados: si dan oídos a estos infames [españoles], si no los aprenden o dan parte de ellos, nuestras mujeres, nuestras hijas y hermanas serán sacrificadas a las torpes pasiones de aquellos feroces asesinos.” El terror que significaba regresar al dominio español fue más grande que las divisiones nacionales entre los estados y sus comunidades.

A finales de julio de 1829 las tropas invasoras desembarcaron en Cabo Rojo, al norte de Veracruz, después de sufrir las inclemencias de un temporal que les arrebató una nave con 500 hombres que fue a parar a Nueva Orleans. En cuanto el supremo gobierno recibió las noticias de aquella acción, se giraron órdenes a las comandancias militares de los estados para que comenzaran a poner a sus milicias en pie de guerra. Pero reclutar hombres, armarlos, vestirlos y movilizarlos, hizo ver la dificultad de enfrentar, con escasos recursos financieros, un estado de guerra general.

La situación económica era tan dramática para los gobiernos locales que, para cubrir los gastos de la movilización, se buscó que la misma ciudadanía comprara vestuario y prestara caballada. Sin embargo, el capital nunca fue suficiente para solventar el gasto de guerra, por lo que se buscó el apoyo del gobierno nacional, aunque sin mayor éxito.

Otro problema que tuvieron que enfrentar fue la limitante impuesta por el reglamento de las milicias locales, el cual sólo les permitía operar en la demarcación a la que pertenecían, lo que significó que muchos contingentes fueran desplegados sólo en las fronteras o en puntos estratégicos de sus respectivos estados. Para solventar este dilema, algunos gobernadores permitieron que las fuerzas que así lo decidieran, armadas con sus propios recursos, salieran de su jurisdicción para unirse a los defensores de las entidades que sufrieron directamente la ocupación extranjera. Por otro lado, los cuerpos de milicias activas de los estados que sí podían movilizarse a Tamaulipas y Veracruz, como los del Estado de México, Guanajuato, San Luis Potosí y Querétaro, tardaron mucho tiempo en ponerse en marcha y, cuando lo hicieron, fueron mal armados, mal vestidos y sin paga alguna.

Los regimientos del ejército permanente no la pasaron mejor que las milicias. Tras recibir la instrucción de defender sus guarniciones o movilizarse para enfrentar a los invasores, también lo hicieron sin el equipo necesario. Al respecto, el general Antonio López de Santa Anna, al ser el primero en responder a la amenaza española (su puesto como gobernador de Veracruz le permitió mantenerse atento a las noticias que, desde 1828, ya sugerían un peligro inminente de invasión), giró instrucciones para que distintos batallones se le unieran en el puerto o lo alcanzaran en su marcha hacia Pueblo Viejo, Veracruz.

Una cosa era reunir a las tropas necesarias y, como se ha venido repitiendo, otra muy distinta armarlas, vestirlas y transportarlas para enfrentar a los españoles que se dirigían a Tampico. La falta de presupuesto para el ejército hizo que muchos soldados anduvieran andrajosos y sin armamento, por lo que se recurrió a los préstamos forzosos entre la población. Además, en un país carente de caminos para el tránsito adecuado de la gente, Santa Anna ordenó que las unidades de infantería fueran transportadas por mar en navíos confiscados a comerciantes del puerto, al tiempo que la caballería se movilizó por tierra hasta la laguna de Tamiahua, punto de reunión con el ejército de operaciones, para continuar el avance hasta el cuartel militar de Pueblo Viejo.

La estrategia mexicana

La llamada “estrategia de tierra quemada” fue la herramienta fundamental del gobierno mexicano en contra de los invasores: los pobladores de las zonas por las que debían pasar las tropas españolas tenían que evacuar sus tierras y llevarse o destruir todo aquello que le pudiera ser de utilidad a los españoles. El general Felipe de la Garza, comandante general de Tamaulipas, aplicó esta estrategia en la región de Tampico Alto y Pueblo Viejo, Veracruz, así como en Tampico de Tamaulipas. De hecho, fue tan efectiva que, cuando los españoles llegaron a estos pueblos, los encontraron casi vacíos. La mayoría de los locales acataron la orden de evacuación y, salvo por los extranjeros que se negaron a abandonar sus hogares, los españoles apenas recibieron ayuda.

Mientras las tropas invasoras marchaban por Veracruz, varias fuerzas mexicanas divididas en guerrillas comenzaron a hostilizarlas. El enfrentamiento más sangriento se dio en los Corchos, poco antes de llegar a Pueblo Viejo. Ahí fue derrotado el mismo general De la Garza, pero sin que ello significara un descalabro en la estrategia mexicana. En efecto, en esta primera parte del conflicto los mexicanos no ganaron ni un solo combate, pero tampoco sufrieron el colapso total.

Las tropas de Barradas llegaron al río Pánuco los primeros días de agosto y comenzaron a hacerse de los puntos más importantes de la región: Pueblo Viejo (que sirvió de hospital para los enfermos y heridos); la barra de Tampico; el paso de Doña Cecilia (que conectaba la Barra con Tampico) y finalmente la ciudad de Tampico, a la que entraron entre el 7 y 8 de agosto. Mientras tanto, las tropas nacionales se replegaron a la periferia de aquellos puntos, no sin antes llevarse cualquier insumo que pudiera ser de utilidad a los españoles. Salvo por unos diplomáticos extranjeros que se negaron a abandonar sus casas, la ciudad quedó prácticamente desierta.

La estrategia de tierra quemada practicada por las fuerzas armadas demostró ser efectiva, pues fue un duro golpe a la moral de los españoles, quienes además de soportar el asedio de las armas nacionales, tuvieron que afrontar las enfermedades tropicales que terminaron por diezmarlos.

Lo mismo ocurrió durante la defensa que el general Manuel Mier y Terán hizo de Altamira (Villerías), donde mandó construir algunas fortificaciones improvisadas a lo largo del tramo que conectaba con la ciudad de Tampico. Una vez establecido el cuartel español en esta ciudad, Barradas marchó, el 17 de agosto, con la mayor parte de su ejército hacia Altamira, con la intención de buscar alimentos y pertrechos para su enferma tropa, aunque lo más probable es que intentara establecer un cuartel general en aquella población desde la cual proseguir hacia San Luis Potosí. Esto explicaría por qué el brigadier salió de Tampico con la mayoría de sus hombres, dejando atrás a los enfermos y heridos.

A largo de su marcha, los españoles fueron hostilizados por las guerrillas mexicanas, las cuales practicaron la estrategia de “golpear y correr”. Las pequeñas unidades móviles de Mier y Terán y de Felipe de la Gazra atacaban furtivamente a las tropas enemigas causándoles gran daño, procurando marcharse antes de entablar un combate formal. El objetivo era desgastar poco a poco a los invasores y detenerlos el mayor tiempo posible mientras Santa Anna, quien llegó a toda prisa, lanzaba su ataque sobre Tampico.

El ejército de operaciones

Antonio López de Santa Anna, general en jefe del ejército de operaciones desde el 11 de agosto de 1829, llegó a Pueblo Viejo a mediados del mismo mes y buscó colocar dos baterías en la rivera del Pánuco: una en el Paso del Humo y otra en las Piedras, con la intención de bombardear la plaza de Tampico y de controlar el río Pánuco. Sus fuerzas comenzaron a congregarse en el cuartel de Pueblo Viejo juntándose, además del permanente, contingentes de guardacostas y milicianos cívicos de la región. Faltaba que se le uniera un ejército que había partido de San Luis Potosí, pero aquel estaba aún muy lejos de alcanzar a su destino. Además, en cuanto el general mexicano se enteró de la salida Barradas, prefirió no perder más tiempo y preparó un plan para arrebatarle a los españoles la ciudad de Tampico.

Entre el 20 y 21 de agosto, Santa Anna aprovechó la oscuridad de la noche y ordenó que sus fuerzas se embarcaran en algunas piraguas y con el mayor sigilo se trasladaran al otro lado del río Pánuco, en el punto del Espartal, al oriente de la ciudad. Según una de las versiones, un mexicano disparó por error su rifle, lo que hizo que los españoles se pusieran en armas. Según la versión española, fueron sus mismos vigías los que alertaron de la presencia enemiga. De cualquier forma, se armó la balacera entre las calles y los pocos edificios altos de Tampico. Desafortunadamente el general mexicano no calculó bien la fuerza enemiga y se vio hostilizado por algunas piezas de artillería emplazadas en las calles de la ciudad. La batalla se prolongó hasta el día siguiente sin que ninguno de los dos bandos pudiera imponerse sobre el otro, y justo cuando las fuerzas mexicanas planeaban el segundo ataque, llegaron noticias urgentes sobre el regreso de Isidro Barradas a la ciudad. Los mexicanos ahora estaban rodeados y en clara desventaja.

El arribo de Barradas obligó a Santa Anna a replegarse; sin embargo, por caballerosidad o por desconocimiento de la situación mexicana, el brigadier sugirió un cese al fuego y buscó parlamentar con el general mexicano. Ambos personajes se entrevistaron al día siguiente y concluyeron que las tropas españolas conservarían sus posesiones en Tampico, el paso de Doña Cecilia y la Barra, mientras los mexicanos se volverían a su posisión en la región veracruzana del río Pánuco.

Santa Anna y sus tropas regresaron al cuartel de Pueblo Viejo. Ahí mandó fortificar las baterías del Humo y las Piedras, mientras llegaban más y más hombres para ponerse a sus órdenes. También nombró al general Manuel de Mier y Terán como segundo al mando del ejército y le ordenó fortificar Altamira, para después atacar el paso de Doña Cecilia y así dividir a la fuerza española. Además, entre la noche del 3 y 4 de septiembre, una operación al mando del coronel Carlos Benesky logró hacerse con una balandra que era ocupada por los españoles para comunicarse por el río entre la Barra y la ciudad de Tampico. Esto permitió aislar por completo a los invasores.

Santa Anna demandó la rendición incondicional de Barradas, quien a cambio solicitó se le permitiera mantener sus banderas, armas y paso franco para embarcarse de vuelta a Cuba. Al no ceder ninguno de los dos, el general mexicano lanzó un ultimátum: si los españoles no se rendían en el termino de 48 horas, se reanudarían las hostilidades.

La noche del 9 de septiembre, un temporal azotó la zona e impidió que las tropas mexicanas se posicionaran en el paso de Doña Cecilia, pues según las observaciones de Mier y Terán, la intensidad del huracán hizo volar las tiendas de campaña y derribó las obras de fortificación. Tan fuerte fue que incluso las provisiones y alimentos se deshicieron y el parque se redujo a la mitad. Finalmente, la mañana del 10 de septiembre, después de reorganizar a sus hombres y al campamento, se dio toque de corneta y los soldados avanzaron en dirección al fortín de la Barra de Tampico. En dos columnas y con fuego de artillería inició el último enfrentamiento por la defensa de la república. Aunque los españoles intentaron responder, pronto se quedaron sin municiones y pólvora, lógicamente también habían sido seriamente afectados por el huracán, por lo que la batalla se volvió cada vez más sangrienta para ambos bandos en cuanto las líneas mexicanas se acercaron.

Finalmente, al medio día del 11 de septiembre, el brigadier Isidro Barradas se rindió incondicionalmente. Unas horas después se firmó la capitulación española en el cuartel general de Pueblo Viejo. Este fue un verdadero triunfo de las fuerzas armadas mexicanas, las cuales se sobrepusieron a todas las carencias. Si bien no se puede descartar el papel que jugó el clima y de las enfermedades tropicales, no cabe duda que la táctica de tierra quemada y la estrategia de “golpear y correr” resultó ser ventajosa para la causa mexicana, a tal grado que sus derrotas en batalla no tuvieron efecto en el resultado final de la guerra.

PARA SABER MÁS

  • Rodríguez Azueta, Miguel Salvador, La pesadilla jarocha: Memorias de Panchito Viveros 1812-1829, México, Palibrio, 2013.
  • Ruiz de Gordejuela Urquijo, Jesús, “La artillería realista en el intento de reconquista española de México”, Tiempo y Espacio, 2017, en https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=6175412
  • Ruiz de Gordejuela Urquijo, Jesús, Barradas: el último conquistador español: la invasión a México de 1829, México, INEHRM, 2011.

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