Regina Hernández Franyuti
Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 37.
Los últimos nueve años de su vida, Mariano Otero se mudó de la rebelde Guadalajara a la capital del país, donde desarrolló los momentos cumbres de su carrera política. Si bien era de una ciudad de costumbres provincianas como la de su origen jalisciense, la presencia aquí de los principales poderes del país la hacían muy diferente.
Por su importancia política, económica, social y cultural, la ciudad de México era desde la época novohispana el punto central y neurálgico de un país que buscaba afanosamente construirse como un Estado moderno. En las primeras décadas del siglo XIX formaba parte de las 11 municipalidades que desde 1824 integraban la estructura territorial, política y administrativa llamada Distrito Federal. Era la capital nacional.
Su área urbana aún conservaba, con muy pocas variantes, sus límites establecidos desde la época novohispana: al norte la garita de Santiago; al oriente, la de San Lázaro; al sur, la garita de la Piedad y San Antonio Abad; y al poniente, Bucareli y San Cosme. Este espacio aún estaba definido por dos áreas: la traza colonial con sus calles amplias, tiradas a cordel y orientadas de norte a sur y de este a oeste cortándose en ángulos rectos para conformar manzanas rectangulares; y el correspondiente a la zona aledaña que, desde el siglo XVI, había sido destinado a la población indígena, y que albergaba los antiguos barrios de San Juan Moyotlan, ubicado al suroeste; San Pablo Teopan, al sureste; San Sebastián Atzacoalco, al noreste; y Santa María Cuepopan, al noroeste; cuyas calles, callejones y manzanas eran irregulares y hacia donde, desde las últimas décadas del siglo XVIII, poco a poco, la ciudad había ido extendiéndose.
A estos límites se sobrepuso una delimitación administrativa que desde 1782 dividió a la ciudad en ocho cuarteles mayores, subdivididos a su vez en cuatro menores que hacían un total de 32 cuarteles destinados a favorecer la gestión urbana.
Sus 200 000 habitantes, aproximadamente, se distribuían en 316 calles, 140 callejones, doce puentes, 90 plazas y plazuelas y doce barrios. La ciudad era un mosaico de variados grupos sociales. Aristócratas, burócratas, políticos, militares, obispos y sacerdotes convivían con un sinfín de mendigos y vendedores ambulantes procedentes de los pueblos de los alrededores, que recorrían las calles y plazas anunciando a viva voz sus mercancías.
Pero también existía una división socioespacial. Al norte y al oriente se carecía de los más elementales servicios, las calles se encontraban sucias con aguas encharcadas, las atarjeas azolvadas, el aire pestilente azotaba a una población que apenas lograba sobrevivir en ese mundo de miseria y suciedad. Sin embargo, hacia el poniente la ciudad se ensanchaba y embellecía buscando agua, aires puros, otros aromas que le ofrecieran salud y bienestar.
En la zona surponiente, a pesar de la irregularidad de sus manzanas, de sus calles y callejones, en 1848, en los terrenos de lo que antiguamente era la Candelaria Atlampa y San Antonio de los Callejones en el barrio de San Juan, se formó la colonia Francesa o barrio de Nuevo México (hoy entre las calles de Bucareli, San Juan de Letrán, Victoria y Arcos de Belén), donde se fundaron fábricas de hilados y tejidos, plomerías y carrocerías, así como casas con jardines propiedades de ingleses y franceses. Guillermo Prieto en su libro Memorias de mis tiempos, dice que:
Por Nuevo México se comenzaron a instalar varios obreros franceses; como por encanto se abrieron cantinas francesas y cafés y los domingos sonaba el pistón, se chocaban vasos, copas, se bailaba… La población creció poco a poco, viéndose salir de atolerías y fonditas güeritos como en el Boulevar de San Antonio.
Era una ciudad cuyas calles tomaban vida en el día. Por ellas transitaban damas elegantes que se vestían de negro con velo y mantilla, para ir a misa; criollas y mestizas que usaban rebozo en lugar de mantilla, camisa bordada con hilo de mangas cortas, festonadas y adornadas con encajes. En la cintura llevaban un cinturón de crespón de la China, la falda o saya era de muselina con dibujos de vivos colores. Los hombres usaban trajes de paño o casimir negros, corbata y chaleco, y calzaban bota entera o botines; los campesinos con su vestimenta de manta y zarape al hombro; sacerdotes con toga y birrete; en tanto que léperos y mendigos estaban semidesnudos, vestidos apenas con una inmunda manta que le servía también de casa, de colchón y de cobija. Eran hábiles para disimular una ceguera, una cojera o varias llagas y heridas.
Por esas calles transitaban coches y carruajes, corrían los aguadores cargados con sus grandes tinajas llamadas “chochocoles”, su mandil de cuero y sus cintas que le servían para hacer las cuentas, enamoraban a las servidoras domésticas, llevaban recados o bien se preparaban para castrar a perros y gatos. Esas calles eran recorridas por los voceadores que a gritos anunciaban las más diversas mercancías; llevaban a la peluquería donde el hábil peluquero lo mismo cortaba el pelo que aplicaba una sanguijuela o unos chiquiadores, que curaba un entuerto o sacaba una muela. Por esas calles se llegaba a la botica con sus estantes repletos de frascos con cremas, emplastos y jarabes; al portal de Santo Domingo donde los evangelistas escribían cuidadosamente la carta de amor prometida o la del consuelo y tranquilidad para la familia. Vibraban con la música y los cohetes de desfiles y procesiones, con la campanilla que anunciaba el paso del viático y con la metralla y gritos de los inconformes que se sublevaban. Para algunos estas calles eran el tránsito del día día, Plateros, Mecateros, Empedradillo, Jesús María…, para otros era la búsqueda del sustento diario. Podían ir a la cantina o pasar la tarde en el café del Progreso, situado en la calle de Coliseo número 8.
De café, mesones y fondas
El 29 de abril de 1842, el periódico El Siglo Diez y Nueve publicó el siguiente anuncio:
Café-Nevería. La bella cubierta de cristales, así como la pintura y demás adornos comprendidos en este espacio, lo hacen más a propósito para la reunión de las personas a que se dedica; y para nada desdiga al objeto y plan de reformas que el propietario del establecimiento se ha propuesto, se han destinado para el uso del Café-Nevería mesas de mármol blanco, cafeteras, cucharas y bandeja de plata. Las personas encargadas de su dirección no perdonarán medio alguno para el servicio del café y sorbetes, así como el de toda clase de helados corrientes, no dejan nada que desear.
El café del Progreso fue un referente para los habitantes de la ciudad de México, allí se reunían desde el adinerado conde José Gómez de la Cortina, hasta el dramaturgo Eduardo Manuel de Gorostiza y los notables escritores Guillermo Prieto y Manuel Payno quien tomó al café como uno de los escenarios de su novela El Fistol del Diablo (1845-1846). También existieron el café de la Bella Unión, en la calle de Refugio –hoy 16 de septiembre y Palma–, y en los bajos del hotel Bella Unión, cuyo edificio, construido en 1840 por el ingeniero José Besozzi, tenía en su dintel medallones con retratos de perfil de algunos gobernantes de México, siendo el medallón con el perfil de Santa Anna arrancado por el pueblo enfurecido en 1844. Se dice además que en este hotel se fraguó la rebelión de “los Polkos”. El café de las Cuatro Naciones se situaba abajo del portal de la calle del Coliseo Viejo, en tanto el café-Sociedad de El Bazar, en el hotel del mismo nombre, se localizaba en la calle del Espíritu Santo –hoy Isabel la Católica.
Clementina Díaz y de Ovando, en su libro Los cafés en México en el siglo XIX, nos cuenta que para instalar este café:
no se ahorraron gastos. Se trajeron de París neveros para elaborar varias clases de helados que aún no se conocían en la República. También se importó un soberbio servicio de porcelana y cristal. Como cortesía del café, los periódicos nacionales y extranjeros quedaban a disposición de los parroquianos. El café, el chocolate, los helados, los licores, todo de primerísima calidad, no obstante, el lujo del Café del Bazar, costaban lo mismo que en los otros cafés.
La ciudad contaba con mesones y fondas, y también varios hoteles como el llamado La Gran Sociedad, ubicado en la calle de Espíritu Santo, esquina con Coliseo, y cuyo dueño era Ramón Somera. Allí se hospedaban viajeros extranjeros que venían a conocerla, en misión diplomática o con perspectivas de invertir, así como comerciantes ricos, industriales, empleados de categoría, jefes del ejército, hacendados, tahúres de renombre, cómicos, danzantes y diputados electos para asistir al Congreso. El hotel contaba con café, billares y nevería. Su novedad eran los colchones para las camas.
En las tardes, hombres y mujeres, tomaban camino hacia la Alameda y al Paseo de Bucareli, ya sea a pie, en carruajes o a caballo. Allí disfrutaban el fresco que proporcionaban los árboles, contemplaban las fuentes, y de carruaje a carruaje se concertaban citas entre el espeso humo de los cigarros. En las noches de luna asistían al paso de las Cadenas en donde, en 1840, el presidente del Ayuntamiento, José María Mejía, llevó a cabo la plantación de unos fresnos para brindar comodidad a los paseantes. En los días de fiesta como Semana Santa, los habitantes de la ciudad se dirigían al paseo de la Viga.
Por las noches las calles quedaban en silencio, estaban apenas alumbradas por la débil luz que daba el aceite de trementina; el sereno con su farol, su escalera y su silbato las recorría anunciando el paso de las horas. Las calles cercanas al teatro Coliseo se llenaban de puestos donde se vendía café, aguas de sabores, castañas asadas o cocidas, turrones de almendras enteras o molidas, tamales de chile, dulce y manteca, y pastelitos calientes.
Durante muchos años, la ciudad tuvo un solo teatro: el Coliseo Nuevo, que se encontraba entre el callejón del Espíritu Santo –hoy Motolinía– y la calle de la Acequia –16 de Septiembre–. También existía, nos dice Guillermo Prieto, el teatro de las Moras que se ubicó en el antiguo palenque de Gallos, donde se presentaban pastorelas y coloquios. Allí se presentó el famoso prestidigitador Castelli, que al decir de Prieto era un “prestidigitador milagroso que hacía una tortilla de huevos en un sombrero y sembraba lechugas que crecían y se convertían en ensalada a la vista de los espectadores”. En 1841 se inauguró el teatro Nuevo México, ubicado en la esquina del callejón de Dolores y la calle de Nuevo México, al que concurría lo más granado de la sociedad. La marquesa Calderón de la Barca en su libro Viaje a México describe admirada lo que se ponían las damas aristócratas para asistir a una función de teatro:
aretes de brillantes de un tamaño extraordinario. Un collar de brillantes de inmenso valor, bellamente engarzado; un collar de perlas calabazos […] un brillante sevigné. Una cadena de oro que le daba tres vueltas al cuello y que le llegaba a las rodillas. En cada dedo un anillo de brillantes del tamaño de pequeños relojes.
Modernidad e invasión
La ciudad de México era aún una ciudad provinciana, que se regía mañana, tarde y noche por el tañer de las campanas de iglesias y conventos y por los ladridos de una gran cantidad de perros. La vida en la ciudad también se marcaba por el tiempo de los alimentos, Guillermo Prieto nos dice:
Al despertar nos esperaba, si no es que iba a sorprendernos en la cama, el suculento chocolate en agua o en leche, sin que pudieran darse por excluidos los atoles como el champurrado, el Antón parado, el chileatole, ni el simple atole blanco acompañado de la panocha amelcochada o el acitrón.
Almorzábase a las diez, asado de carnero o de pollo, rabo de mestiza, manchamanteles, calabacitas, adobos o estofado, o uno de los muchos moles o de las muchas tortas del repertorio de la cocina y frijoles. Veces había que aparecía en la mesa una circular o empedernida tortilla de huevos; eran como de lance los huevos estrellados o revueltos, y los tibios solían recomendarse a los enfermos y caminantes.
Fungían como bebidas, para gente muy principal, el vino tinto cascarrón; para el común de mártires el pulque y para la plebe infantil el pulque o el agua. La comida entre una y dos de la tarde se componía de caldo, con limón exprimido y chile verde estrujado; sopa de arroz o fideo, tortillas, puchero con todos sus adminísculo, es decir: coles y nabos, garbanzos, ejotes, jamón y espaldilla, etc., etc. Un chocolate entre cuatro y cinco de la tarde engañaban el apetito; algo de merienda servía como refrigerio después del Rosario y la cena a las diez de la noche despedía a la gula con el indispensable asado con ensalada y el mole de pecho tradicional.
La ciudad comenzaba a sentirse moderna, se habían destruido callejones, vecindades y vivienda para construir entre 1840-1844, el majestuoso teatro Nacional o de Santa Anna, obra del arquitecto Lorenzo de la Hidalga, que se encontraba ubicado en la calle de Vergara –hoy Bolívar–. En 1843, por decreto del presidente Antonio López de Santa Anna, comenzó a demolerse el Parián, antiguo mercado donde los comerciantes españoles vendían las más diversas mercancías que llegaban de Europa o de Filipinas. Se le consideraba como un edificio viejo, sucio, insalubre y feo. Sin embargo, su destrucción causó un enfrentamiento que unió al Ayuntamiento y los comerciantes españoles contra el gobierno general. Unos perdían un ingreso por la renta del suelo, otros su medio de vida. La disputa y los documentos oficiales fueron recogidos, compilados por el Ayuntamiento de la ciudad y publicados en 1843 por Ignacio Cumplido.
En las primeras cuatro décadas del siglo XIX, la ciudad vivía atemorizada por los temblores como el de 1842 que hizo caer la cúpula de la iglesia de Santa Teresa, por los constantes levantamientos y motines, como los de la Acordada y la Ciudadela que levantaron barricadas y rompieron vidrios y faroles, y por las constantes levas que arremetían contra los infelices y miserables.
En 1846 un nuevo levantamiento proclamaba el restablecimiento de la Constitución de 1824 y del federalismo. La ciudad vibraba, se sentía en el aire el miedo a la guerra: las tropas del ejército estadunidense se situaban en los márgenes del Río Bravo. Los habitantes de la ciudad veían asombrados cómo se ponía en circulación el primer tranvía jalado por mulitas, y se preparaba para la guerra. Aprovechando el momento de inconformidad por las leyes emitidas y apoyado por la Iglesia, un grupo conocido como “los polkos” iniciaría una revuelta. El ejército ponía fin a la rebelión y se aprestaba para combatir a las tropas estadunidenses. Churubusco, Padierna y Chapultepec recibían a los invasores; fallaba la estrategia, faltaban las municiones y los cañones. Aquellas avanzaban: se apoderaban de Chapultepec y caminaban por las calles de Puente de Alvarado y Tacuba, San Juan de Letrán, San Francisco y Plateros. Los habitantes de la ciudad miraban consternados cómo los vencedores arriaban la bandera mexicana e izaban el pabellón de las barras y las estrellas el 16 de septiembre de 1847. La ciudad caía en el silencio. La resistencia se iniciaba; en calles, plazas y jardines, el pueblo rechazaba a los vencedores. Carecía de armas, pero tenía valor y astucia. Los invasores contraatacaban con violencia: derribaban puertas, incendiaban casas, insultaban y ultrajaban. El 2 de febrero de 1848 se firmaba el Tratado de Guadalupe Hidalgo, en donde México accedía a todas las pretensiones estadunidenses, perdiendo casi la mitad de su territorio.
Para los inicios de la segunda mitad del siglo XIX, la ciudad de México y el país se encontraban en crisis económica y política. Las sublevaciones y levantamientos continuaban. De todos modos, como la capital de la nación, se convirtió en el símbolo del poder.
PARA SABER MÁS:
- Bullock, William, Seis meses de residencia y viajes en México, estudio preliminar, notas, apéndice, Juan A. Ortega y Medina, México, Banco de México, 1983.
- Calderón de la Barca, Madame, La vida en México durante una residencia de dos años en ese país, trad. y prol. Felipe Teixidor, México, Porrúa, 1984.
- Payno, Manuel, El fistol del diablo, México, Conaculta, 2000.
- Prieto, Guillermo, Memorias de mis tiempos, México, Porrúa, 1985.