Paris Padilla Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 35.
Hacer negocio como hombres de gobierno es una práctica de larga data. Empresarios sagaces y políticos o militares de mano larga han encontrado en la administración pública una manera de enriquecerse, y no por la vía de las cuentas claras. El siglo XIX tiene, con nombres y apellidos, sus “vampiros” del erario.
En los últimos años se ha hecho cada vez más evidente que uno de los principales problemas que padece la administración pública en México es la corrupción en sus diferentes modalidades. El robo de dinero público por parte de funcionarios es un mal que alarma a la sociedad por los altos grados de impunidad que alcanza y que últimamente parece haberse salido de control con la exhibición de sonados casos sobre propiedades y enriquecimientos dudosos, gobiernos desfalcados y licitaciones de poca legitimidad.
Sin embargo, aunque este pareciera ser un problema reciente, lo cierto es que la corrupción ha estado presente, de alguna u otra forma, a lo largo de la historia de México. El siglo XIX presenta tantos casos al respecto que no resulta descabellado sugerir que a las principales problemáticas que distinguen a esa época, como la lenta recuperación de la economía, el déficit fiscal crónico y las constantes guerras, habría que sumar también a la corrupción.
Vampiros del erario
La etapa posterior a la guerra de independencia fueron años difíciles para México en muchos sentidos. Después de la emancipación de España los criollos pudieron aspirar a los puestos políticos y a los cargos públicos. Había pocos recursos y demasiadas ambiciones, y hay indicios de que el robo del erario por parte de las autoridades fue un hecho desde los primeros años de vida independiente.
Con la economía deprimida, convertirse en militar era una opción viable para conseguir dinero rápidamente e incluso amasar una pequeña fortuna. Los generales del ejército tenían sueldos moderados, pero algunos, misteriosamente, se compraban haciendas en el campo y mansiones en la ciudad. Hubo presidentes de la primera mitad del siglo a los que se les llegó a acusar explícitamente de ser corruptos, como fue el caso de Anastacio Bustamante. Cuando dejó la silla presidencial en 1832, Bustamante recibió duras críticas por dejar la administración en penurias. Se decía que había dejado a la tesorería sin poder pagar sueldos, que antes de entregar el cargo había autorizado la negociación de un préstamo sospechoso y que incluso se había tomado el tiempo para cubrir sus huellas y “los oscuros manejos que habían obrado las secretarias del despacho, principalmente la de Hacienda”.
La corrupción marcó también a administraciones posteriores, pero con Antonio López de Santa Anna pareció adquirir un cariz más preocupante, pues la influencia que llegó a tener el grupo de grandes capitalistas, los prestamistas conocidos como “agiotistas”, fue avasallante. A modo de sátira y desprecio a estos empresarios se les llamaba “los vampiros del erario”, por la sangría que ocasionaban a los ya de por sí mermados recursos públicos. Los agiotistas que más emitieron préstamos al Estado, valga señalar que a tasas de interés exorbitantes, recibían los contratos más generosos, como los de construcción de caminos, proyectos ferrocarrileros, recaudación de impuestos y acuñación de moneda.
Se cree que Santa Anna recibía sobornos directos y buscaba ventaja personal cuando otorgaba estas concesiones y permisos. Aunque fue hasta el porfiriato cuando la construcción de ferrocarriles se llevó a cabo de manera importante, el otorgamiento de concesiones ferrocarrileras, llamados “privilegios de construcción”, fue una de las situaciones que más se prestó a la corrupción. Este pareció ser el caso del proyecto del empresario Alejandro Atocha, para el que se cree que Santa Anna recibió una cuota especial para su autorización; y también el del privilegio otorgado al inglés Jhon Laurie Rickards para construir un ferrocarril entre la ciudad de México y Veracruz. Sobre este último, al parecer Santa Anna pretendía que la línea pasara por sus haciendas en Orizaba y cuando supo que Rickards planeaba llevar la obra por otra ruta, ordenó su cancelación.
Si bien Antonio Haro y Tamaríz, uno de los ministros de Hacienda de Santa Anna, llegó a dar instrucciones para sancionar a los funcionarios corruptos de esa institución, estas tuvieron poca efectividad pues la sangría del dinero público se realizó sin empacho. Incluso de Juan de Olasagarre, el posterior Ministro de Hacienda, se creyó que se había aprovechado de su cargo, pues los informes que entregó al final de su periodo sobre el estado de las arcas públicas estaban llenos de cifras poco creíbles y de contrariedades.
Payno: juez y parte
Un servidor público que levantó desconfianza en repetidas ocasiones fue Manuel Payno Cruzado. Conocido por haber sido el autor de Los Bandidos de Río Frío, Payno fue también Ministro de Hacienda en distintas ocasiones a mediados del siglo XIX. A decir de sus contemporáneos siempre había tenido “aspiraciones de gente encopetada”, se dedicó a emprender varias negocios al amparo del gobierno con algunos de los más ricos agiotistas y empresarios al mismo tiempo que ocupaba cargos públicos.
Cuando fue titular del Ministerio de Hacienda, a principios de 1856, Payno promovió la construcción de obas públicas entre conocidos y amigos e incluso en una ocasión estuvo presente en una negociación como representante del Estado y al mismo tiempo como concesionario. En mayo de 1856 renunció sospechosamente a la titularidad del Ministerio: lo hizo el mismo día en que se asociaba a una empresa para construir un ferrocarril, misma que él había apoyado cuando servía en el gobierno.
La historia de sus acciones turbias no terminó ahí, ya que poco tiempo después se otorgó un nuevo privilegio de construcción para el proyecto ferrocarrilero en el que se había asociado, y se cree que el autor de los Bandidos de Río Frío, quien al poco tiempo volvería a dirigir el Ministerio de Hacienda, pudo haber influido fuertemente en la formulación de los artículos que comprometían los recursos del Estado al proyecto.
Negocio ferroviario
Como puede verse, las licitaciones para proyectos de infraestructura opacas también tienen su antecedente en el siglo XIX. Uno de los casos más famosos fue el del Ferrocarril Mexicano, la primera línea ferroviaria que se construyó en el país.
En 1857, gracias al mencionado involucramiento de Payno, fue otorgado el privilegio para construir un ferrocarril entre Veracruz y Acapulco al empresario Antonio Escandón, sin haber requerido a éste que presentara evidencias de que contaba con los recursos y el conocimiento suficiente para semejante tarea. A diez años de haberse otorgado el privilegio de construcción, la obra no había sido concluida, lo que comenzó a generar diversas críticas hacia la compañía. Los empresarios fueron acusados de haber sobrecapitalizado el proyecto con tal de incrementar los subsidios, de destinar todas las ganancias a los principales accionistas y de no estar invirtiendo en mejorar el servicio de los tramos que ya tenían disponibles.
A pesar de que en 1873 el Ferrocarril Mexicano fue finalmente terminado, las críticas contra la empresa no se detuvieron, pues el gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada dejó de indagar en las oscuras finanzas de la empresa (medida impulsada por el gobierno anterior de Benito Juárez), permitió una reorganización de la compañía en detrimento de los pequeños accionistas y defendió las altas tarifas que cobraba el ferrocarril. Todo indicaba que había cierto favoritismo de Lerdo para con los directores de la empresa.
De particular descontento resultó también el hecho de que Lerdo se rehusara a otorgar nuevos decretos para la construcción de ferrocarriles a otros empresarios interesados en explotar ese rubro, lo que se pensó era para no afectar el carácter monopólico que había adquirido el Ferrocarril Mexicano. La sociedad y la prensa de la época se alarmaron aún más cuando se filtró que uno de los pocos privilegios ferrocarrileros que el gobierno de Lerdo había otorgado había sido para una compañía organizada por los mismos directores del Ferrocarril Mexicano. Acciones como esta llevaron a que el general Porfirio Díaz denunciara la corrupción que había en la administración y se levantara en armas para tomar el poder y conservarlo por más de 30 años.
Un contratista consentido
A pesar de las denuncias de Díaz, la corrupción estuvo lejos de desaparecer con su arribo a la presidencia. Para finales del siglo había señales de que la economía comenzaba a mejorar y la hacienda pública a recuperarse de su larga penuria, pero en el porfiriato se fortaleció la creencia de que si un empresario quería obtener contratos de construcción, tenía que acercarse al Presidente o a su círculo cercano. Y fue así como el contratista inglés Weetman Pearson obtuvo los permisos para algunos de los proyectos de infraestructura más importantes.
El primer contrato que obtuvo Pearson, el de la construcción del Gran Canal del desagüe del Valle de México, le fue otorgado a su compañía a pesar de que esta proponía un costo superior al de sus competidores. Posteriormente, Pearson obtendría también el contrato para remodelar el puerto de Veracruz y el de la construcción del ferrocarril del Istmo de Tehuantepec, dos de las obras de más costo que se realizaron en el gobierno de Díaz.
El acercamiento de este empresario inglés a la clase política mexicana contó con una estrategia bien planeada y sofisticada. Pearson se valía de muchos medios que hoy en día pasarían como claros actos de corrupción para mantener a sus relaciones al interior del gobierno, como “prestamos” por parte de su empresa a funcionarios importantes, envío de regalos caros o dar trabajo a los hijos o parientes de funcionarios que lo habían apoyado en sus negocios. Se volvió, sin duda, el contratista consentido del Presidente, pues este llegó a influir en la Suprema Corte para resolver asuntos que perjudicaban a los proyectos de Pearson.
Con respecto al tamaño de los negocios que Pearson realizó en México al amparo del gobierno, algunos historiadores han considerado que para finales del porfiriato casi un 30% de los recursos del erario se habían destinado a las obras realizadas por sus empresas.
Medidas anticorrupción
Fue con el paso de la Revolución que los gobernantes mexicanos comenzaron a considerar que el problema de la corrupción debía atenderse de manera formal. La guerra entre las facciones revolucionarias había dejado al país al mando de caudillos regionales y de militares que se apoderaban de las aduanas y utilizaban los recursos públicos en sus campañas. Fue por esta razón que en 1917, en la administración de Venustiano Carranza, se creó el Departamento de Contraloría para tener un mayor control de los gastos y recursos del gobierno.
El Departamento de Contraloría estuvo orientado a llevar un control firme de la recaudación y el gasto del gobierno y contribuyó al ahorro de recursos. Sin embargo, duró solamente hasta 1932, pues fue derogado con la excusa de que intervenía en las labores de la Secretaría de Hacienda. Posteriormente aparecerían otros organismos, estrategias y dependencias creadas por el Estado Mexicano para atender el problema de la corrupción, el cual durante el siglo XX tomó nuevas dimensiones e involucró a otros actores.
Hay que señalar que la corrupción no se puede considerar un rasgo genético propio de los mexicanos que se ha venido reproduciendo con el paso del tiempo. Se trata más bien un tipo de relación con las instituciones, una cultura posiblemente originada cuando estas estaban todavía en construcción y sobre la que falta mucho estudiar.
PARA SABER MÁS
- Córdoba, Diana Irina, Manuel Payno: los derroteros de un liberal moderado, México, El Colegio de Michoacán, 2006.
- Fowler, Will, Santa Anna, México, Universidad Veracruzana, 2011.
- Garner, Paul, Leones Británicos y Águilas Mexicanas. Políticas y negocios en Weetman Pearson en México, México, Fondo de Cultura Económica, 2014.
- Padilla, Paris, El Sueño de una generación: una historia de negocios en torno a la construcción del primer ferrocarril en México, 1857-1876, México, Instituto Mora, 2016.