Darío Fritz
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 22
Las ilusiones del mundo de los adultos están iluminadas con el cambio de cada año de un cúmulo de necesidades materiales y afectivas que se comprimen la mayor parte de las veces en aspiraciones de dinero, salud y afectos correspondidos. Las de los niños, traducidas en juguetes los días 6 de enero, según la usanza occidental, se edifican a la medida del contexto en el que van construyendo sus vidas: muñecas, casitas en miniatura, manualidades, en el caso de las niñas; el balón, el carrito, un arma, en los varones. Eso ha sido lo tradicional que en el siglo XXI las nuevas tecnologías han ayudado a transformar –a la par de vaciar los bolsillos de los padres– en utensilios más sofisticados pero que no distinguen género: el videojuego, la consola de vanguardia y los celulares igualan las ilusiones femeninas y masculinas. Nuestro niño de la foto nos lleva a ese mundo que construían los adultos en la primera mitad del siglo pasado acechado por revoluciones, guerras y conflictos armados donde la propiedad de los territorios y del poder se resolvía a golpe de caballerizas, espadas y birretes bonapartistas. Pocas mujeres montaban por entonces a caballo para ir a pelear, pero colaboraban muy de cerca, más por obligación que por gusto. La mirada propia que los padres depositaron sobre la ilusión del niño, hoy estaría fuera de lugar. En la imagen están puestas las ficciones de los adultos, no las de un niño. ¿Para qué guerra se debía ilusionar? La de aliados frente a nazis y fascistas estaba a la vuelta de la esquina, aunque impensable en los resultados atroces que daría. ¿Otra guerra en casa? Ya no. Las niñas de ese principio del siglo XX serían las protagonistas futuras de otras luchas mucho más saludables: por su emancipación, por alcanzar la igualdad con los hombres. La inocencia del niño transmite una mirada inteligente hacia alguien. Aquí tienen su foto, parece decir, ya déjenme con mis ilusiones infantiles que no son las de ir a la guerra.