En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 21.
A toda etapa de transformaciones profundas en la vida institucional de un país le sigue la de consolidar los logros y esfuerzos, una tarea que muchas veces suele resultar más compleja aun que aquella de sembrar. La revolución mexicana, después de años de batallas, sangre derramada y los dolores intrínsecos propios que deja toda conflagración civil, necesitaba afianzarse. Poner la obra en marcha requería, entre otras medidas de cirugía mayor, tener a sus fuerzas militares disciplinadas y bajo control.
El texto que identifica nuestra portada de Bicentenario 21 echa luz sobre un momento complejo de la historia posrevolucionaria como lo fue la necesidad de establecer las bases de lo que sería el ejército mexicano. Los historiadores difieren sobre el momento en que comenzó aquella etapa clave para las tropas revolucionarias. Como lo explica Martha Beatriz Loyo, unos lo sitúan en 1913 ‒hace un siglo ya‒, cuando Venustiano Carranza crea el ejército constitucionalista dividido en varios cuerpos para restablecer el orden constitucional quebrantado por Victoriano Huerta. Pero otros lo ubican en 1917, después de promulgarse la nueva Constitución. Llevar orden a la nueva institución era una tarea compleja en la que abundaban las relaciones personalistas entre jefes y soldados. Proliferaban los feudos y las posibles rebeliones estaban presentes en cada medida que se adoptaba. Pero no sólo había que sustituir la lealtad a los jefes por la lealtad a la institución, predominaba una economía destrozada, propia de la guerra. Las arcas gubernamentales necesitaban equilibrarse y para ello destinar un tercio del presupuesto a las fuerzas militares resultaba inviable para un país apremiado por redistribuir recursos económicos. Tendría que correr más de una década de transformaciones hasta lograr consolidar el ejército de corte popular que lo ha hecho diferente de muchos otros del continente.
La etapa posrevolucionaria que ponemos en este número en manos de los lectores, se complementa con una mirada sobre la importancia que tuvo su difusión. Y para ellos es imprescindible hablar del cine y cómo distintos directores de la época fueron relatando a los ciudadanos, especialmente de la capital, aquellos momentos que no estaban alejados de la propaganda política. Todos los líderes militares y políticos supieron aprovechar el alcance persuasivo del cine para un público con escasos instrumentos para informarse. Francisco Villa fue uno de los que lo supo capitalizar, pero no el único. Y algunos cineastas se identificaron claramente con la causa de los jefes revolucionarios.
La historia está hecha de personajes que la construyen día a día con su ideas transformadoras, vicisitudes, valentías o frustraciones. Hombres y mujeres, en su mayoría anónimos,y otros que dejan en el imaginario popular un encanto que se transmite más allá de su tiempo. Descifrarlos es tarea de la historia y eso nos proponemos hacer en cada una de las ediciones de BiCentenario. María Ignacia La Güera Rodríguez es una de ellas. César Martínez Núñez nos cuenta las últimas pinceladas de vida de una mujer que vivió cerca de los hombres de poder en Nueva España y buscaba comulgar las culpas que la enredaron durante décadas. Los oídos de una sobrina monja le sirvieron para limpiar la carga emocional de amores marchitos, tiempos de economía doméstica maltrecha y abandonos apresurados, antes de retirarse a un convento de franciscanos a pasar sus últimos días.
Otros personajes que circundarán estas páginas nos llevarán hasta nuestros pioneros de la astronomía y una de las figuras emblemática de nuestro cine y teatro de la mitad del siglo XX. Francisco Díaz Covarrubias supo imponer su tesón para convencer a los políticos de fines del siglo XIX que un grupo de científicos como él podrían aportar a la ciencia mucho más que teorías inalcanzables sobre el universo para el común de los mexicanos. Logró viajar a Japón para presenciar el pasó de Venus y ante la elite de sus pares en el mundo pudo resolver entre los más avanzados cómo medir la distancia entre el Sol y la Tierra. Fue un hito para el desarrollo de la astronomía de México, aunque la ciencia siguiera luego ocupando un lugar institucional marginal.
El otro personaje que se incorpora a estas páginas es Fernando Soler. Era un hombre de teatro pero una vez que el cine sonoro reemplazó al cine mudo, fue de los primeros que lo supo interpretar para llenar las salas de un público ávido por conocer sus personajes bohemios, parranderos o pícaros. Soler describe en una entrevista que recuperamos de 1975 sus tiempos como actor y director, el rechazo a todo cine que no fuera masivo y hasta las primeras piedras que colocó para fortalecer la sindicalización de actores.
Este número 21 de Bicentenario no se acaba allí ni mucho menos. Hay más por descubrir: los orígenes de la lucha libre, lo mismo que el desarrollo del dibujo entre mujeres y niños en los albores del siglo pasado, así como las recepciones festivas de virreyes y libertadores en la época novohispana. Un teatro en Campeche que fue el sueño de una sociedad que aspiraba a tenerlo entre los más destacados de las capitales mundiales, y la migración constante de los chiapanecos de Simojovel. Para cerrar, una revuelta estudiantil olvidada como la de los jóvenes que se oponían al golpe de Estado de 1858 acompaña este octubre en otro aniversario más de aquel movimiento estudiantil de 1968 que dejó la marca propia de una bisagra para la democracia mexicana.
Darío Fritz