En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 42.
De niños no necesitamos demasiado contexto para movernos y actuar. Sin miedo y allá vamos, sin temerle a lo diferente y a lo desconocido. Eso viene más tarde. La curiosidad nos envalentona y si los que tenemos alrededor, madres, padres, familia, nos dan confianza, elevarán la motivación. A ciegas vamos por descubrir un mundo desconocido que abra puertas a la inquietud y a las expectativas. Una manera de alentarlo nace de mostrarnos cómo somos y qué tenemos, con la ilusión también de recibir algo a modo de intercambio, para atesorar lo inédito, único, emblemático. Del otro lado, el adulto retribuye de igual manera, agita el interés en su proyección de figura singular para quienes lo rodean, el niño que alguna vez fue lo interpreta, aporta una mínima palabra que incite a la comunicación, frases de un mundo lejano a miles de kilómetros de distancia, un lenguaje de señas y miradas compresibles. El reconocimiento de ser otro, de respeto y aprobación, sin rechazos. Los niños y niñas de 1968 se daban su vuelta por la Villa Olímpica para descubrir ese mundo diferente y distante. Pacientes en la espera, concentrados en aprovechar su momento, atentos a disfrutar de la recompensa conseguida. Deseosos de que la empatía fluyera. Buscaban autógrafos y regalaban “pines”, con la esperanza de que hubiera reciprocidad, como esta niña de ocho años y sus hermanos. Así lo recordaría luego ya adulta. Se podían encontrar con los atletas que competían por una medalla o con los funcionarios e integrantes de las delegaciones, como parece ser el caso de nuestra foto. Ya después relatarían en casa y en la escuela impresiones sobre el descubrimiento de esos hombres y mujeres con otras complexiones, rasgos y piel. De ropas exóticas y palabras imposibles de descifrar. De otras miradas sobre el mundo que los instantes del acercamiento impedían averiguar. La curiosidad había triunfado.
Darío Fritz