Eduardo A. Orozco Piñón
Facultad de Filosofía y Letras – UNAM
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 53.
La promulgación del acuerdo independentista del 24 de febrero de 1821 tiene detrás una estrategia encabezada por Agustín de Iturbide, quien tres meses antes fuera enviado por el virrey a Acapulco a pacificar la zona. Iturbide buscó apoyos militares en las provincias del centro del país para luego ocupar la capital, y aunque sólo obtuvo la adhesión de Vicente Guerrero, echó a andar su proyecto político de un imperio mexicano libre e independiente.
El periodo de consumación de la independencia es uno de los más incomprendidos de la historia nacional. Los actores de este proceso, así como sus motivaciones y objetivos, se nos presentan turbios, comparados con los personajes que iniciaron la gesta libertadora. Incluso, los orígenes de esta rebelión son prácticamente desconocidos por haber sido tergiversados al abordarse con prejuicios alejados de la comprensión histórica. Muchas veces a la trigarancia se la ha calificado, sin miramientos, de conservadora, reaccionaria y contrarrevolucionaria; por ello, conviene repensar, a 200 años de distancia, la coyuntura de 1821. Con ese objetivo, las siguientes líneas pretenden ofrecer un panorama general de la compleja, pero fascinante, época en que surgieron el Plan de Iguala y el ejército de las tres garantías, para así entender que el proyecto de independencia se concibió como respuesta a un mundo atlántico interconectado. De igual manera, se busca mostrar el impacto del proyecto político del movimiento trigarante en la vida nacional, pues fue un parteaguas en la manera de hacer política durante el siglo XIX.
España en ambos hemisferios
A partir de 1820, el mundo hispánico se vio sacudido en su centro por un vértigo revolucionario. El 1 de enero de aquel año en la localidad de Cabezas de San Juan, Sevilla, los comandantes Rafael de Riego y Antonio Quiroga se pronunciaron en contra del absolutismo de Fernando VII y a favor de la restauración del régimen constitucional suprimido desde 1814. La rebelión se expandió gracias al apoyo de otras provincias españolas, alcanzando su objetivo en sólo tres meses: las Cortes volvieron a sesionar en Madrid. El nuevo gobierno constitucional tuvo que hacer frente a las guerras de emancipación que consumían al continente americano. Fue por ello que enfocó sus labores en ofrecer una legislación supuestamente acorde con las demandas americanas para, por la vía pacífica y legal, acabar con las guerras civiles.
Sin embargo, la radicalidad de las nuevas leyes provocó agitación y descontento entre la población de Nueva España, donde los decretos que suprimieron algunos privilegios eclesiásticos fueron mal recibidos e interpretados como un atentado en contra de la “santa religión”. Además, otras leyes encaminadas a establecer una sociedad más igualitaria, como la abolición de los fueros militares o el fin de la exención de impuestos, encontraron la resistencia de las corporaciones afectadas. Ante el desalentador panorama, las Cortes convocaron a diputados americanos para discutir los problemas que aquejaban a sus respectivas regiones. Con entusiasmo se eligió a los representantes del “nuevo mundo”, pero la algarabía se desvaneció durante las sesiones legislativas, al hacerse patente que los prejuicios de tres siglos de dominio colonial impedirían a los americanos contar siquiera con una representación proporcional a la europea. Manuel Gómez Pedraza, uno de los diputados electos, expresó desde Madrid que “los liberales de la península lo eran para sí, y no para los americanos”. Ante la inutilidad de las Cortes, este diputado dejó de asistir a las sesiones.
De todo esto se desprende que, para mediados de 1820, las autoridades y los sectores acaudalados de Nueva España recelaban del gobierno constitucional, cuyo proyecto era el de una profunda reforma política. El descontento provocó, supuestamente, la mítica “conspiración de La Profesa”, donde se habría planeado la independencia para mantener los privilegios previos al gobierno de las Cortes; sin embargo, dentro de la muy abundante documentación de la época no existe indicio alguno que confirme o niegue tajantemente la existencia de dicha conspiración, de lo cual se desprenden dos posibilidades: o nunca existieron dichas reuniones, o por ser exitosas no dejaron ningún rastro. Aunque es cierto que estos sectores, en su mayoría europeos, no gustaron del sistema liberal de la península porque debilitó el poder que obtuvieron en los años del absolutismo, al presentarse la oportunidad apoyaron la separación de ambos reinos. De lo que sí queda constancia es que durante 1820 todos los sectores sociales hablaban de la independencia. La idea ya no sonaba tan descabellada como en la década anterior. Incluso entre la cúpula militar del virreinato –que había combatido durante diez años a las muy diversas insurgencias– se aceptaba que el debate sobre la “cuestión americana” ya no giraba en torno a si se debía o no ser independiente, sino sobre la manera de cómo realizar dicho proyecto. Conforme terminaba el año 1820, quedó claro que las soluciones a los problemas americanos, como la todavía latente guerra civil, no podían llegar de afuera, pues la metrópoli al otro lado del océano poco entendía del “sentir nacional”.
Iguala y el Ejército Trigarante
En noviembre de 1820, el virrey Juan Ruiz de Apodaca, conde del Venadito, comisionó la pacificación de la comandancia del sur y rumbo de Acapulco (hoy parte del estado de Guerrero) al coronel Agustín de Iturbide. En aquella zona continuaban operando las fuerzas insurgentes de Vicente Guerrero, Pedro Ascencio y otros jefes rebeldes. Desde entonces hasta febrero de 1821, el nuevo comandante combatió contra ellos con resultados negativos en al menos cuatro ocasiones.
Durante el mismo periodo, Iturbide redactó lo que más tarde sería conocido como el Plan de Iguala e intentó establecer una red de cómplices militares que dieran su apoyo al proyecto. Gómez Pedraza, en el Manifiesto que dedica a sus compatriotas, expresó que Iturbide salió de la capital con una idea sólida del plan de independencia, que él mismo ayudó a formar. El plan consistía en comprometer a las provincias de la “circunferencia al centro. Y que la ocupación de la capital sería el último paso.” A la par, él y otros diputados que debían embarcarse a Madrid se pronunciarían a favor del movimiento creando un Congreso Nacional en Veracruz, lo cual no pudo realizarse por haberse descubierto la conjura.
Iturbide intentó atraer a los comandantes de las provincias circundantes a la ciudad de México –Nueva Galicia, Valladolid, Guanajuato, Querétaro y Puebla–, con la intención de que llegado el momento todas las regiones se levantaran en armas al mismo tiempo, siguiendo así los pasos de Rafael de Riego. En una carta del 25 de noviembre de 1820, invitó a Pedro Celestino Negrete, subcomandante de las fuerzas de Guadalajara –con quien tenía una relación de amistad, forjada en los tiempos de la contrainsurgencia–, a sumarse a un “plan de pacificación”, pues se necesitaban jefes y oficiales favorablemente dispuestos para la tarea. Argumentó que su intención era “evitar el derramamiento de sangre de soldados y también la sangre de infortunadas personas”. Negrete respondió a las invitaciones de Iturbide, que se alargaron hasta febrero de 1821, deseándole suerte y fortuna en los combates, sin rechazar, pero sin sumarse al movimiento.
Iturbide también intentó, sin éxito, atraer al comandante de Nueva Galicia, José de la Cruz, uno de los militares con más prestigio en la época por haber combatido eficazmente a la insurgencia. Para ello, recurrió a un interesante modelo discursivo, ya que, por un lado, se mostró amable, generoso y razonable, al afirmar que “soy amigo de usted, amante verdadero de mi patria, hombre sin preocupaciones: no olvido que le he sido subordinado ni sus distinciones; soy agradecido” y, por otro, no ocultó la capacidad bélica del nuevo ejército que estaba organizando: “cuento con dinero, con armas, con jefes; cuento con tropa reglada, con opinión; cuento, finalmente, con cuanto se necesita en la guerra para la victoria”.
El 12 de febrero del mismo año, Iturbide escribió al comandante de Valladolid, Luis Quintanar, explicando que el virrey ya estaba enterado del plan y sólo esperaba su aprobación para comenzar las operaciones. Además, expresó que ya se contaba con “tropas, armas y dinero, partido muy poderoso entre europeos y americanos, y muchos jefes excelentes”. Quintanar, al igual que los anteriores comandantes, rechazó unirse al plan. No obstante, se sumaría a la trigarancia cuando el panorama militar fue más prometedor para los rebeldes. Por otro lado, Iturbide buscó comprometer al coronel Anastasio Bustamante, quien se hallaba en la provincia de Guanajuato. Este militar se excusó de participar alegando una mala salud y “corta vista”, disculpándose por no poder seguirlo en sus “gloriosas marchas y fatigas”.
A mediados de febrero se le remitió una carta a Domingo Estanislao Luaces, comandante militar de Querétaro, para conseguir de él armas, dinero y soldados, ya que sin su ayuda no podría realizarse el plan. Para ganarse su apoyo, se le ofreció el mando de una división del nuevo ejército, pero el comandante de Querétaro rechazó unirse al proyecto. Otro contacto importante, también infructuoso, fue el teniente coronel Antonio Flon, de la provincia de Puebla. Iturbide expresó, en carta del 17 de febrero, que estaba próximo a crearse un nuevo “ejército de las tres garantías” y que para elegir al primer jefe del mismo habrían de realizarse elecciones en las que Flon podría resultar seleccionado, pues “aunque yo sea quien lo he formado, no aspiro a otra cosa que a la felicidad de nuestra Patria y servir gustoso a las órdenes de cualquier individuo que merezca la mayor confianza de nuestros compañeros de armas”. Por último, el 23 de febrero, desde Cocula, envió una carta al Ayuntamiento de Acapulco donde aseguró que todas las medidas para realizar el plan ya habían sido tomadas y los intereses de mexicanos y europeos integrados y reconciliados: “este plan está terminado. Dios, la razón y la moral, tanto como la fuerza física están de nuestra parte. Para ustedes sólo queda la tarea de rectificar la opinión pública”.
El Plan de Iguala fue promulgado un día después, en medio de condiciones poco favorables, pues ningún comandante de provincia había aceptado apoyarlo. Ante el pronunciamiento, el conde del Venadito respondió que debía mantenerse la lealtad al rey y la Constitución y que cualquier otra medida sería considerada como traición. Por su parte, Iturbide propuso dialogar sobre el proyecto: “si yo le convenzo, Vuestra Excelencia lo ejecutará y yo me retiraré gustosísimo al seno de mi familia, y si me convencen de equivocación en mi juicio, desistiré gustosamente de mi empresa”. El virrey, por supuesto, rechazó la propuesta y movilizó a su ejército para eliminar a los rebeldes.
Por otra parte, Vicente Guerrero fue el único militar de alto prestigio que se adhirió, en un inicio, al plan de independencia. Desde enero de 1821, Iturbide buscó contar con su apoyo, pues este jefe contaba con un considerable número de tropas, unos 3 500 hombres. El 10 de enero Iturbide le expresó: “Usted está en el caso de contribuir a ella [la felicidad del país] de un modo particular, y es cesando las hostilidades y sujetándose con las tropas de su cargo a las órdenes del gobierno; en el concepto de que yo dejaré a usted el mando de su fuerza y aun le proporcionaré algunos auxilios para la subsistencia de ella.”
Las negociaciones con Guerrero continuaron hasta el 9 de marzo, cuando el líder insurgente sugirió a Iturbide concretar una entrevista. El lugar de la reunión constituye otro de los mitos sobre la consumación de la independencia, pues la documentación no apoya la versión del abrazo de Acatempan, sino más bien de un encuentro en Teloloapan, donde Guerrero juró apoyar y sostener a las tres garantías: independencia, religión y unión.
Proyecto político
El Plan de Iguala anunció la creación de un imperio mexicano libre e independiente. La nueva nación habría de ser gobernada por el monarca Fernando VII, a quien Iturbide le remitió el plan de independencia, esperando que aceptara gobernar “en el centro de este imperio”. No hay duda de que el proyecto iturbidista buscó rescatar al rey español de la “tiranía” de las Cortes, pues al ejército de las tres garantías se le conoció también como “ejército restaurador”. Las proclamas de la época no admiten error de interpretación:
hasta ahora habéis combatido denodada y ventajosamente por vuestro idolatrado e infortunado rey […] Fernando VII que está invitado y llamado al goce y posesión de este Imperio […] de este modo, soldados, tendréis la […] gloria de haber
la sagrada figura del Rey, que se hallaba despojada aun de algunas prerrogativas esenciales.
El caso es análogo al de Brasil, donde se refugió la familia real portuguesa en 1808, trasladando el centro de poder del imperio luso-brasileño de Lisboa a Río de Janeiro.
La interpretación más conocida sobre el movimiento trigarante sugiere que este fue antiliberal y reaccionario, lo cual no es del todo correcto, ya que el propio Iturbide y sus generales se consideraban a sí mismos como poseedores de un “espíritu liberal”. En todo caso, el adjetivo más preciso para etiquetarlo sería el de antigaditano –término que engloba al gobierno de las Cortes, inicialmente instaladas en Cádiz, en el periodo 1812-1814, y en Madrid de 1820 a 1823–, pues Iturbide se pronunció en contra de la acción política y legislativa de aquel régimen, ganando así el apoyo de un sector privilegiado europeo. Un ejemplo de todo esto es que durante las primeras semanas de la rebelión predominó, dentro de la trigarancia, una opinión desfavorable sobre las Cortes y su Constitución, pues se decía que “ofrece muchas ventajas sin otorgar ninguna”. Este sentimiento llegaba incluso al descontento popular, como cuando tras la toma de Querétaro en julio de 1821 el vecindario destruyó una lápida dedicada a la Constitución. No obstante, las expresiones contrarias a este código legal se suavizaron conforme la rebelión avanzó en sus logros –a partir de julio de 1821 los trigarantes se mostraron a sí mismos como defensores del “orden constitucional”–, de manera que se transitó de un rechazo tajante a una aceptación de aquellos postulados que convenían a los “intereses del país”. Este tipo de contradicciones pueden explicarse como acciones encaminadas a sumar todas las posturas políticas dentro del plan de independencia; así, eran bienvenidos los detractores y también los partidarios de aquel estatuto.
Ya durante la campaña militar, en marzo de 1821, Iturbide publicó unas “Instrucciones generales para los Comandantes de División”, cuyos tres primeros artículos muestran en qué consistía el proyecto político trigarante. Debía explicarse a los pueblos que el objetivo del movimiento era “conservar la religión santa que profesamos, defender a nuestro rey constitucional, establecer y conservar la unión más estrecha entre americanos y europeos haciendo la independencia de este imperio”. A los Ayuntamientos se les mencionó “que quedan en el mismo arreglo de la Constitución en todas sus partes hasta que las Cortes que se han de formar en este Imperio no determinen otra cosa”. Además, el ejército debía respetar las propiedades y tratar a los ciudadanos con moderación y urbanidad.
Así pues, las tres garantías que defendía el ejército quedaron perfectamente delimitadas dentro del proyecto político de Iturbide. El naciente imperio mexicano habría de seguir unido a la península a través de la figura del rey, que gobernaría ambos reinos, representando los intereses de los europeos residentes en América. La independencia estaría avalada por una nueva Constitución acorde con las necesidades del país, manifestando de este modo el sentir de americanos e insurgentes. El nuevo código legal garantizaría, a su vez, mantener “pura” a la religión católica, símbolo de identidad a lo largo y ancho del mundo hispánico, con lo cual también se hizo valer, de nueva cuenta, la garantía de la unión.
Finalmente, Iturbide buscó una independencia o transición política ordenada a través de la aceptación y aprobación del plan por parte del conde del Venadito, con lo que pretendía desatar el nudo –sin romperlo− que unía a las dos Españas. Sin embargo, la respuesta desaprobatoria de Ruiz de Apodaca provocó que el Ejército Trigarante entrara en acción para sostener y defender la independencia de la América Septentrional, iniciando así una nueva campaña militar que habría de extenderse a lo largo del reino durante los siguientes siete meses
A pesar de la violencia desencadenada a partir de marzo de 1821, las proclamas de los trigarantes expresaron siempre que la suya no era la “revolución tumultuosa” de 1810, pues en esta ocasión se habrían de respetar las propiedades y las garantías individuales, aun de aquellos desafectos a la independencia. Esta moderación les permitió ganarse el apoyo, sin muchas dificultades, de todos los sectores de la población.
Podemos, por tanto, concluir que Agustín de Iturbide encontró la fórmula para consumar la independencia. A 200 años del suceso, conviene reinterpretarlo a la luz de la crítica histórica, alejados de prejuicios y lugares comunes propios de la historia patria. Debe reconocerse que los años de 1820 y 1821 fueron fundamentales y fundacionales en la vida política de México, tanto o más como el inicio del movimiento independiente en 1810.
PARA SABER MÁS
- Arenal Fenochio, Jaime del, Un modo de ser libres. Independencia y Constitución en México (1816-1822), México, El Colegio de Michoacán/INEHRM, 2010.
- Baquer, Miguel Alonso, El modelo español de pronunciamiento, Madrid, Rialp, 1983.
- Gómez Pedraza, Manuel, Manifiesto que Manuel Gómez Pedraza, ciudadano de la república de Méjico, dedica a sus compatriotas; o sea una reseña de su vida pública, Nueva Orleans, Benjamín Levy, 1831.
- Moreno Gutiérrez, Rodrigo, La trigarancia. Fuerzas armadas en la consumación de la independencia. Nueva España, 1820-1821, México, UNAM/Fideicomiso Felipe Teixidor y Monserrat Alfau de Teixidor, 2016.