Graziella Altamirano Cozzi
Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 49.
Era ya de madrugada. Una espesa neblina envolvía el jacal de la sierra poblana donde descansaba el presidente Carranza sobre las sudaderas de su caballo y usando como almohada la silla de montar. Iba caminando a Veracruz, perseguido por antiguos partidarios militares alzados contra su gobierno. El silencio era inquietante hasta que sonaron unos balazos.
Tlaxcalantogo, Puebla fue el destino final del presidente Venustiano Carranza. Su gobierno constitucional, iniciado en mayo de 1917 se había enfrentado a los graves problemas que le dejaron siete años de lucha armada. La prolongada guerra civil había paralizado todos los sectores productivos que llevaron a una severa crisis económica. En política se había tenido que lidiar con la resistencia de ciertos sectores que se negaban a acatar las nuevas disposiciones de la recién promulgada Carta Magna, sobre todo en lo relativo a las elecciones federales y locales, las cuales se habían efectuado de manera irregular en todo el país. En el aspecto militar, pese al fin oficial de la revolución, la paz no se había restablecido y el ejército carrancista, cada vez más indisciplinado y mal pagado por la situación reinante, debía combatir a distintas facciones rebeldes que prevalecían por casi todo el territorio nacional. Un militarismo, profundamente arraigado tras largos años de lucha acrecentaba los conflictos entre autoridades civiles y militares que se resistían a perder el poder alcanzado.
En el año de 1919, cuando en gran parte del territorio nacional continuaba la actividad de numerosos grupos armados se desató la agitación política para la renovación de los poderes federales y la sucesión presidencial se presentó en medio de esta conflictiva situación. Pese a que el presidente Carranza pretendió aplazar las elecciones con el fin de proseguir con las campañas de pacificación, surgieron las candidaturas de dos prestigiados generales de la revolución: Álvaro Obregón y Pablo González. El propio Carranza, tratando de restar poder a dichos militares que contaban con el apoyo de amplios sectores populares, escogió como sucesor a un candidato civil, el ingeniero Ignacio Bonillas, a la sazón embajador de México en Washington, un hombre desconocido para la mayoría de los mexicanos.
Los candidatos iniciaron sus respectivas campañas buscando el apoyo de la población, pero ante los actos hostiles del gobierno carrancista contra Obregón, éste se preparó para recurrir a las armas y se adhirió al levantamiento iniciado en Sonora por Adolfo de la Huerta, quien en abril de 1920 proclamó el Plan de Agua Prieta, desconociendo a Carranza como presidente y llamando a la insurrección.
Muy pronto, la invitación a las armas fue secundada por los partidarios de los generales Álvaro Obregón y Pablo González; por numerosos militares que ya no apoyaban al presidente, así como por grupos rebeldes diseminados por todo el país. Ante la gravedad de la situación y el peligro que representaban las fuerzas del general González que se acercaban a la capital, Carranza decidió salir hacia Veracruz para organizar desde ahí la resistencia, como lo había hecho en el pasado, y partió con una inmensa caravana de 60 vagones que transportaba partidarios, archivos, armas y haberes. A lo largo del trayecto el peligro fue creciendo de estación en estación hasta que el levantamiento de las vías ferroviarias en el tramo Rinconada-Aljibes lo obligó a continuar el viaje a caballo por la sierra norte de Puebla. Después de varios días de una larga y penosa cabalgata por caminos sinuosos y lluvias constantes, la caravana cruzó el río Necaxa, pasó por Patla y llegó a las inmediaciones de La Unión, donde se presentó el general Rodolfo Herrero, que poco antes se había amnistiado al gobierno carrancista y quien persuadió al presidente de pernoctar en Tlaxcalantongo. Esta sería la última traición.
El siguiente testimonio es del entonces capitán Ignacio Suárez, miembro del Estado Mayor del presidente Carranza, quien lo acompañó en esta travesía y estuvo con él hasta su último aliento. (Tomado de la entrevista al Teniente Coronel Ignacio Suárez realizada por Alexis Arroyo y Daniel Cazes en la ciudad de México, enero de 1961. (PHO/1/85). Archivo de la Palabra, Instituto Mora).
Entrevista con el capitán Ignacio Suárez
“Entramos a Tlaxcalantongo, es una mesa rodeada en sus tres cuartas partes por abismos, barrancas y la planicie para continuar en la sierra. Todo el tiempo estuvo lloviendo, casi desde la noche que salimos de aquí. La lluvia, más o menos fuerte, no nos abandonó, sobre todo en la sierra fue pertinaz y constante, llegamos empapados y entramos con una neblina que apenas podíamos distinguir a unos ciento cincuenta o doscientos metros, no más. Rodolfo Herrero, que se acababa de rendir al gobierno y estaba guarnicionando toda la región se constituyó en guía de la columna después de haber sido presentado al presidente Carranza por el general Mariel. Me acuerdo que pasamos frente a una iglesia cuyos muros de piedra ofrecían buen lugar para acuartelarse, pero el techo estaba hundido y todo el piso cubierto de cascajo, entonces Herrero le dijo al señor presidente que avanzara más al centro para que le diera alojamiento ahí en el mejor jacal del poblado. El tal jacal era una casa de más o menos seis metros de largo por cuatro de ancho, las paredes eran de madera como de tejamaní, y el techo cubierto de zacate o de palma; era un techo donde no se metía la tierra. No tenía más que una sola puerta, ni ventanas ni nada, era cerrado, con el piso de tierra y una mesa clavada en el centro con dos banquitos sin respaldo, no había más. Entonces preguntó el señor presidente a Herrero si no había otro jacal que siquiera tuviera piso de madera, que estuviera mejor. “No, este es el mejor jacal del pueblo, en este es el local del juzgado, los otros están peores”. Llegaron naturalmente muchos generales de la comitiva, ahí se reunieron con el jefe el licenciado Cabrera, el general Murguía, el general Federico Montes, el general Marciano González y los principales jefes. Llegaron a cumplimentar al señor presidente, quien estuvo platicando con ellos un rato.
”Cuando iba yo a desmontar, el general Murguía me dijo: ‘Mire capitán, vea usted al jefe del Estado Mayor –que era el coronel Fernando de León–, dígale que de acuerdo con el general Herrero sitúen las avanzadas, porque aquí el general conoce el lugar y que le diga dónde es más conveniente ponerlas para proteger esta población.’ Como había mucha neblina, casi no se veía, me puse a gritarle al coronel de León, quien situó las avanzadas a la entrada y salida del lugar por donde habíamos pasado. Así es que se quedó aparentemente cubierto el lugar porque todo lo demás eran barrancas. Entonces, ya desmonté.
”Poco después de eso, avisó Herrero que acababa de recibir noticia de que su hermano se había herido accidentalmente al limpiar una pistola. Todavía el jefe le dijo: ‘¿A ver quién tiene por ahí materiales para curación?’ Y alguien sacó un morralito con vendas y un poco de yodo y se lo dio a Herrero para que curara a su hermano. Se despidió y se fue. Cuando supo el general Murguía que Herrero se había ido no le cayó bien la cosa y se fue a ver al jefe y le dijo: ‘Oiga jefe, yo veo sospechoso esto de que Herrero se haya ido y nos haya dejado aquí cuando él era el guía.’ Le contestó que había pedido permiso porque su hermano estaba herido. De todos modos al general Murguía no le pareció bien eso y se retiró. El jefe se quedó solo ahí en su jacal. Yo estaba con él y me dijo lo siguiente: ‘Vea usted si no han desmontado todos, que no desmonten para salir de aquí.’ Entonces fui a recorrer todo el poblado, pero me encontré que todos habían desensillado y que andaban buscando pasturas para los animales ahí por la orilla de la barranca. No había pasturas, ni había víveres; ya el pueblo estaba casi desierto y no había tiendas ni había nada… En medio de la neblina anduve buscando, pero ya todos habían desensillado y en unas milpillas que estaban ahí en medio de la barranca eso andaban cortando personalmente.
Fui y le dije al señor presidente: ‘Ya todos han desensillado, pero si usted ordena, ahí con Secundino (era su caballerango) −había un soldado que traía su corneta− que toque reunión y salimos de aquí.’ Dijo: ‘No. Vamos a esperar.’ Entró al jacal y empezó a hacerse noche y llegaron ahí a quedarse a dormir con el señor presidente, el licenciado Aguirre Berlanga, su ministro de Gobernación; don Pedro Gil Farías, su secretario particular, y don Mario Méndez, director de Telégrafos, mi compañero Amador y yo, que nos quedamos ahí sentados en el umbral del jacalito, y casi no veíamos nada porque era pura neblina. Ahí estábamos platicando silenciosamente y los demás con los avíos de sus monturas y las sillas se habían improvisado sus camas. Inclusive el señor presidente, su silla era su cabecera, las sudaderas eran su colchón y una manta era con lo que se cubría. En esas condiciones platicábamos mi compañero Amador y yo en voz baja, sentados los dos, uno al lado del otro, para cuchichear y no despertar a los que estaban durmiendo, yo de cara hacia afuera, cuando como a las dos de la mañana veo allá entre la neblina una pequeña luz que parecía avanzar. Le dije a Amador: ‘Oye, mira ahí viene alguien, trae una luz, vamos a ver quién es.’ Entonces nos paramos los dos, Amador avanzó y lanzó el ¡quién vive! Y contestaron: ‘Gente del general Murguía.’ Efectivamente, era el ayudante del general Murguía, el entonces teniente Francisco del Valle Arizpe (hermano de don Artemio), le dijo a Amador, como a unos cinco pasos de la puerta: ‘Aquí vino este señor, un indígena, que trae un recado del general Mariel para el general Murguía, en el cual le dice que no hay novedad allá.’ Pero ya el señor presidente había despertado preguntando quién era ese señor. Le dije: ‘Señor, es Valle, ayudante de Murguía, que viene con un indígena que trae un recado.
”−Que pase –dijo.
”Por todo alumbrado había en la mesa un cabito de vela que alguien encendió. Además, ellos traían un farolito, era la luz que yo había visto que se dirigía al jacal. En-
tonces se levantó el señor presidente, le dieron el recado y le dijo: ‘Dígale al general Murguía que está bien, pero de todos modos que estén listos para salir lo más temprano posible.’ Se retiraron y entonces el señor presidente volvió a leer el recado que decía poco más o menos que ya salían fuerzas de Villa Juárez en nuestro auxilio y nos dijo que todo estaba bien. (El señor presidente le había encargado al general Mariel que le comprara ahí en Villa Juárez algo de ropa interior porque no tenía). ‘Ya estoy tranquilo sobre ese particular −dijo−, ahora sí voy a poder dormir, apaguen la luz para levantarse temprano, ya ven ustedes que no hay más que ese cabito.’ Ya apagaron la luz y cada quien se quedó ahí. Amador y yo volvimos a nuestro sitio, nos tendimos ahí en el propio umbral de la puerta, no se veía nada para afuera, la oscuridad era absoluta, se ponía uno la mano enfrente y no se la veía. La neblina era muy densa y la lluvia pertinaz. Nada más se oía el ruido de la lluvia.
”Serían más de las dos de la mañana cuando bruscamente la descarga de un rifle y más, que nos sonó en los oídos propiamente, pues no había más que unas paredes muy delgadas de madera. Entonces nos levantamos bruscamente Amador y yo por si el enemigo venía por ahí… nada… no se oía murmullo ninguno, aquella descarga fue cerrada en unas calles que se oyeron, murió un asistente que estaba ahí con Secundino al otro lado del jacal, a unos seis metros del jacal. Se oían los ayes del herido, pero no había ningún enemigo frente a la puerta del jacal, que se hubieran oído pasos o cosas por el estilo. Entonces empezó al instante otro tiroteo. Estaban atacando el jacal del general Murguía y algunos otros. Se oían los disparos distantes, pero ya no ahí, ahí ya había vuelto otra vez el silencio. Entonces comprendí que si volvían a atacar ahí estaba muy peligroso porque no había ninguna protección con aquellas paredes tan delgadas y dije: ‘Voy a sacar de aquí al señor presidente porque, ¿qué defensa prestan unas paredes tan delgadas que fácilmente perfora un proyectil?’ Lo prudente era salirse al campo raso para poderse defender. Volví a entrar al jacal y me dirigí al sitio, en medio de la oscuridad, donde yo sabía que reposaba el señor presidente. Entonces llegué a su lado, me fui dirigiendo al tacto por la mesa que estaba en medio de la pieza; me fui por un lado de ella hasta donde estaba y le dije: ¡señor, señor! Yo lo encontré, no acostado, no levantado, sino semiincorporado, como quien está haciendo el esfuerzo para levantarse. Eso lo noté porque oí su voz, no su voz, su estertor, ya no habló nada, yo no lo oí hablar nada… ese ruido característico de una persona que está en agonía me hizo comprender que estaba herido. Entonces me arrodillé a su lado, posé mi brazo derecho por su espalda para que se apoyara ahí y le tomé el pulso del brazo izquierdo. Estaba bien el pulso, como debe estar, pero empezó a disminuir, lentamente, lentamente, lentamente… y cesó, cesó por completo el estertor, entonces noté que había muerto y que ya no había pulso, no había ningún ruido y suavemente lo tendí otra vez. Me levanté y con un reloj de pulsera luminoso que tenía entonces, les dije: ‘Señores, acaba de morir el señor presidente, son las cuatro veinte de la mañana, acaba de fallecer.’
”En esa situación todos los demás quedaron anonadados, supongo yo, por la pena y el dolor, no se levantaron ni nada, sino se quedaron tendidos en sus respectivos lugares donde estaban acostados. Entonces entró la primera horda, no entró de golpe, sino que se quedó en la puerta y que salieran los que estaban ahí.
”–Pues no salimos.
”−Pues sí salen, ¡que enciendan la luz!
”Bueno, pues alguien encendió la luz, entonces en- traron y se dedicaron al saqueo, registraron ahí, y cuando llegaron a donde estaba el cadáver del señor presidente, me levanté lleno de coraje y de ira y le dije: ‘Miren ustedes lo que han hecho, han matado al mejor presidente que ha tenido México’, y tal vez otra frase gruesa se me salió. Y ellos continuaban, pero el licenciado Aguirre Berlanga, que estaba como a un metro del señor presidente así acostado que estaba además amenazado, junto con los demás que estaban acostados, por tres o cuatro hombres con los rifles como a veinte o treinta centímetros del pecho, tendido sobre el pecho, los estaban saqueando, sacándoles de los bolsillos todo lo que tenían, me hizo la seña de que me callara, que ya no siguiera provocando más… Les dije que yo no me salía, que tenía que estar con el cadáver del señor presidente ahí. Como a los diez minutos llegó la segunda horda. Esa fue más feroz que la primera, eran unos desarrapados que ni siquiera estaban vestidos, nomás traían taparrabos, también vieron qué más había quedado para saquear y llegaron al lugar donde estaba el jefe… Yo me quería quedar con el cadáver del señor presidente, a su lado, y no me dejaron.
”–Sálgase. ”−No me salgo.
”−Usted tiene que salir con los demás.
”Entonces le dije: ‘¿Quién es su jefe? ¿Dónde está? Le voy a pedir que me quede yo a su lado, yo qué peligro voy a ser para ustedes.’ No me dijo nada y en eso llegó Se- cundino y se quedó con él, entonces salí a buscar a su jefe para decirle que me permitiera quedarme.
”En medio de aquella neblina y aquella oscuridad ya se veía un ligero amanecer, ya se divisaban las siluetas de los jacales y algunos árboles, entonces distinguí a cierta distancia un individuo, el único que vi montado a caballo, se veía precisamente ahí una silueta cubierta con manga de hule y sombrero ancho. Me dije, este ha de ser el jefe. Me acerqué a él y cuál sería mi sorpresa cuando levantó la cabeza, era Herrero. Me vio, seguramente me reconoció, apuró a su animal y se fue y se fue y se fue… Me aprehendieron y ya no pude regresar.”
PARA SABER MÁS:
- Guzmán, Martín Luis, Muertes históricas. Febrero de 1913, México, Joaquín Mortiz, 2014.
- Krauze, Enrique, Venustiano Carranza. Puente entre siglos, FCE, 1987.
- Visita al Museo Casa de Carranza en la Ciudad de México.