Martín Josué Martínez Martínez
Facultad de Filosofóia y Letras, UNAM.
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 14.
Para nadie era un secreto: todo aquel que osara oponerse a los designios de las autoridades terminaría preso en alguna de las múltiples mazmorras que servían para quebrantar los ánimos. Se había llegado a una época de total intolerancia debido a la serie de manipulaciones tejidas en torno al artículo 7° constitucional referente a la libertad de imprenta, proclamada durante el gobierno de Manuel González, acción que sirvió, entre otras cosas, para sustentar el régimen autoritario de Porfirio Díaz.
La prensa se vería cada vez más limitada en las últimas décadas del siglo XIX, al grado de generarse una situación tan difícil que cualquier crítica sobre la administración era tomada como sediciosa. Periodistas, familiares y trabajadores de las imprentas eran presa de las acciones autoritarias del gobierno, se les recogía las prensas, el material de trabajo (considerado como instrumento del delito) y podían pasar meses encerrados en la Cárcel General de Belén con el calificativo de presos políticos, incluso antes de que les fuera dictado el veredicto. La espera se volvía tortuosa, así que cualquier sentencia tanto de libertad como de condena era cien veces mejor que la eternidad misma sin respuesta alguna.
Filomeno Mata, director del Diario del Hogar, hombre orgulloso de dirigir uno de los periódicos independientes más conocidos en la capital mexicana, tenía todo esto por bien cierto, pues lo había vivido en carne propia. No era la primera vez que se encontraba preso en ese infierno dantesco de Belén por publicar algún artículo que no fuese del agrado de los gobernantes del país. Después de contar treinta ingresos a prisión llegó no sólo a perder la cuenta, sino a darle importancia, entendió que era la única forma en que la administración de su viejo amigo Díaz podía enfrentar los ataques de gran parte de la población, cada día más inconforme por la situación de injusticia que atravesaba el país.
Las visitas forzadas a la cárcel lo habían vuelto más duro. Su ánimo no decayó, sabía que sólo mediante la escritura y la difusión de las idea podría lograr que en la república rigieran instituciones democráticas, privilegiándolas por encima del prestigio de algunos cuantos hombres que, por medio de las leyes, habían modificado todo a su antojo.
Su última estancia en prisión fue de las más difíciles, contaba ya con sesenta y cuatro años de edad y el tiempo había hecho sus estragos sobre él, además de que los sentimientos propios de la vejez se apoderaban de su espíritu. Una mañana de enero de 1910, cuando se encontraba desayunando como de costumbre con su esposa Alejandra Alatorre de Mata, recibió de parte de su hijo Rafael la noticia de que se había levantado un nuevo proceso en su contra. Esta vez, el motivo era un artículo publicado el 22 de diciembre de 1909, en el que defendía al periodista Alfonso Peniche, condenado por difamación a pasar cuatro años de cárcel en las islas Marías, y en el que advertía a la prensa independiente acerca del futuro desolador que le esperaba a quien no tratara de frenar a la despótica administración que se erigía en violadora de los derechos del hombre. Sin terminar sus alimentos, tomó entre los brazos a su mujer y tiernamente se despidió de ella. Alejandra, acostumbrada a estos amargos momentos, también había aprendido a ser dura y, aunque por dentro se deshacía, no soltó una lágrima. Consciente de la justicia con que su marido actuaba, lo apoyaba en todo.
Mata salió sin demora a su imprenta ubicada en la calle de Betlemitas, para que, por medio de un alcance, se diera a conocer la nueva injusticia a los lectores. Dura fue la sorpresa cuando al llegar a la Tipografía Literaria no encontró a sus trabajadores desempeñando su labor de costumbre, sino que lo que reinaba eran el desorden, el caos y la incertidumbre. Los periódicos ya habían sido impresos y los obreros que acudieron recogieron sus pertenencias por oponerse rotundamente a incorporar el alcance a fin de evitar represalias para ellos. En un principio, Mata se sintió decepcionado, pero entendió que muchos tenían familia que los esperaba en casa. Suspiró con resignación, tomó uno de los diarios en su mano y vio la fecha: 15 de enero de 1910; el Diario del Hogar se tomaría una larga pausa forzada.
Al poco rato, los trabajadores que habían asistido se retiraron. El lugar quedó semivacío, sólo Filomeno con su hijo Rafael. En medio del desastre, de súbito sonaron golpes en la puerta, no sintieron miedo pues conocían perfectamente el llamado de la policía secreta, sabían cuál era su destino y más les valía cumplirlo, así que decidieron dar la cara y demostrar su inocencia. Bajaron lentamente las escaleras desde la oficina administrativa, no iban siquiera a la mitad del camino cuando escucharon otros golpes, esta vez con más fuerza y gritos: “¡Filomeno Mata, Filomeno Mata!, ¡salga, sabemos que está aquó, no nos haga tumbar la puerta!”.
Cuando se encontraron en la calle, el aire rozó bruscamente su amplia frente, desordenando los blanquecinos cabellos de Filomeno, testigos de las penurias a las que lo sometía el régimen de quien fuera algún día su héroe. Padre e hijo subieron a la calandria sin necesidad de que los gendarmes los condujeran. Conforme avanzaban pudieron mirar las elegantes calles de la Ciudad de México, tan parecidas a las del París de la belle époque y que, en ese momento, llevaron sus pensamientos a lo que parecía un sueño en el que reinaba la justicia por encima del poder y el autoritarismo.
Para Rafael, la experiencia era nueva; su crimen no había sido más que el de haber servido como administrador del Diario del Hogar. Cuando estaba a poco de llegar a su destino, observó que el ambiente era ya diferente, cargado de una pesada atmósfera que retumbaba en los muros de la muerte. Observó a los cinco soldados que resguardaban la entrada principal cargando viejos pero letales rifles. Cuando la calandria paró, se hicieron a un lado, abrieron los pesados cerrojos y la inmensa puerta soltó un chirrido espeluznante que le hizo temblar las piernas. Su padre lo notó y, con cierta firmeza acompañada de amor, lo tomó del brazo al tiempo que uno de los guardianes profirió unas palabras: “unos más… y “trajeaditos”, han de ser revoltosos…”
Los demás centinelas se acercaron para mirar y uno de ellos, aprovechándose del miedo que mostraba Rafael en el rostro, le dio una fuerte palmada en la espalda. Haciendo mofa de su vestimenta, lo empujó violentamente propinando una serie de insultos y golpeteando con sus manos para intimidar aún más. Sin duda les esperaba una estancia en prisión penosa y prolongada.
Si bien padre e hijo sabían cuál era el motivo por el que habían sido aprehendidos, no se les dio notificación alguna. Ya en el interior de la cárcel fueron acompañados por tres gendarmes que, más que guardianes del orden, tenían pinta de delincuentes de la peor ralea. Lentamente caminaron en medio de los nauseabundos pasillos que conducían a las bartolinas, celdas cuyo piso era cieno repugnante y sobre el cual había un petate sucio, utilizado antes por otros desdichados.
Es un artuculo excelente
Gracias por tu comentario. Nos alegra que te haya gustado.