Miguel Rodríguez – Université Paris Sorbonne (Paris IV), Institut d’Etudes Hispaniques
Revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 13.
Los monumentos a personajes públicos se multiplicaron en las grandes capitales europeas desde mediados del siglo XIX. Ya no se trataba más de venerar a los santos o de hacer honores a la figura del monarca, sino de exaltar los valores ciudadanos del varián virtuoso. Como se inscribe sobre la fachada del Panthéon en París, templo laico en el que están enterrados militares heroicos, sabios, políticos y escritores, a los Hombres Ilustres, la Patria agradecida. El primer motivo del monumento es obviamente la conmemoración.
La multiplicación de monumentos recibió bastantes ataques: Pasamos nuestro tiempo, desde hace muchos años, erigiendo estatuas, a menudo mediocres, a una pléyade de hombres ilustres cuya fama no va más allá del límite del distrito en el que están situadas, escribe un crítico en 1908. Cuatro años más tarde, otra obra denuncia la “estatuoman parisina”, esto es, el abuso en la costumbre de erigir estatuas en el espacio público. Fue entonces cuando Jacques Duclos, un joven provinciano francés, quien haría después una larga carrera política en las filas del comunismo, descubrió la capital de su país: “París” expresa después “me hacía el efecto de un libro de historia con grabados de piedra”. Y es que otro objeto esencial de los monumentos públicos es la educación del transeúnte.
En esta “capital del siglo XIX” (como la llamó Walter Benjamin, el filósofo alemán), la memoria de hombres ilustres de otras naciones se consagró tardíamente (una excepción notable fue la del precursor de la independencia de las colonias españolas en Sudamérica, el venezolano Francisco de Miranda, cuyo nombre está escrito en el Arco del Triunfo desde 1836, en reconocimiento a que fue un destacado general de la Revolución francesa).El conquistador Diego Velázquez fue por mucho tiempo el único español y, antes de 1914, Georges Washington (1900) y Benjamin Franklin (1906) representaron al Nuevo Mundo. En la época posterior a la primera guerra mundial, cuando el gobierno francés inició una campaña de acercamiento a sus “hermanas latinas” del continente americano, se consideró importante la consagración de cada una de las naciones latinoamericanas, a través de la colocación de una figura heroica que las representase en París. A las funciones evidentes del monumento se suma de tal modo la de contribuir a la legitimación, tanto del personaje representado como de los grupos o instancias que lo apoyan.
Y como en otras grandes metrópolis —Nueva York (1921), Madrid (1925), Roma (1933)— se planeó honrar, antes que a otro, a Simón Bolívar, el prócer por antonomasia que, además de sus virtudes propias, integra la historia de los países andinos. Su estatua ecuestre sería el eje de un espacio conmemorativo construido expresamente como parque de América Latina, como se le llamó desde 1934. Se trataba de una zona un tanto periférica en el noroeste de París, cuyos terrenos baldíos y jardines desordenados sustituían las fortificaciones y las murallas de antaño y que el gobierno municipal trataba de ocupar con edificios populares y lugares de recreo.
En los años siguientes, con un claro cuidado por la armonía y el equilibrio del parque, se fueron instalando pequeños bustos a ambos lados del gran Bolívar: los de Rubén Darío y de José Enrique Rodó en 1934, luego los de José Martí y Juan Montalvo en 1939, siguiendo con los de Vicuña Mackenna y Ricardo Palma (1955 y 1960), que enaltecían así a cada uno de sus países: Nicaragua, Uruguay, Cuba, Ecuador, Chile y Perú. En una publicación de 1936, firmada por Gonzalo Zaldumbide, literato y entonces ministro ecuatoriano, y por el escritor franco-argentino Max Daireaux, se decía que la presencia de esas figuras en el parquecito parisino era como la realización de esa hermosa página en la que Rodó, hablando precisamente de Montalvo, lo representa en los Campos Elíseos de la Antigüedad, conversando con los espíritus elegidos sobre las cosas eternas: así nos parece verlos, reunidos aquí en la perennidad del bronce, y oír en el silencio el diálogo ideal de estas tutelares sombras de nuestra América.
Hay que observar de entrada que todas esas sombras tutelares son de hombres; si por lo general las estatuas ignoraban el género femenino (a menos que se tratase de alegorías), la tendencia crecía en el caso de las naciones latinoamericanas. De allí que no haya un monumento a Gabriela Mistral o Sor Juana. ¿Qué virtudes se subrayan al erigirse estos bustos, al elegirse a estos hombres ilustres? Letrados todos, con su pluma contribuyeron a la cimentación de la identidad nacional, algunos habiendo jugado también un importante papel en la vida política e institucional en el primer siglo de vida independiente.