Alberto del Castillo Troncoso
Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 42
Una manera de acercarnos a los hechos de 1968 se centra en la mirada de un niño que transitaba con normalidad por las vivencias cotidianas de entonces. También la fotografía funciona como disparador de la memoria y simbolismos para establecer otras maneras de reflexionar y cuestionar.
La protesta estudiantil de 1968 marcó un parteaguas en la historia reciente de México y otros lugares del mundo. El sentido y significados de aquel episodio hay que buscarlos en la onda expansiva de la década de los sesenta. El 68 ha sido estudiado desde distintas vertientes, que cubren los ámbitos de la política, la sociedad y la cultura de la historia de nuestro país.
La médula del movimiento consistió en la reivindicación de un Estado de derecho, en un momento en que el sistema político mexicano giraba en torno a un solo partido, el Revolucionario Institucional (PRI), el cual gobernaba sin contrapesos democráticos reales y con una subordinación de los poderes legislativo y judicial a la figura del presidente en turno.
Los hechos del 68 constituyen un referente para la historia de los capitalinos. Una parte significativa de ellos tuvo lugar en las calles y las avenidas de una urbe de seis millones de habitantes. La protesta social se inició de una manera muy violenta a finales del mes de julio en el centro de la ciudad, con una gran represión de policías, granaderos y soldados contra los adolescentes de prepas y vocacionales, fue retomada de manera pacífica en agosto por los universitarios y politécnicos en el sur de la capital y llegó a su clímax a lo largo del mes de septiembre en el norte y de manera particular en el barrio de Tlatelolco, escenario de grandes batallas campales de estudiantes y padres y madres de familia contra policías, granaderos, judiciales y miembros del ejército mexicano apostados en la zona.
Finalmente, la masacre de un número todavía no determinado de ciudadanos ejecutada por parte de francotiradores profesionales del Estado Mayor Presidencial, soldados del ejército, y grupos paramilitares la tarde del 2 de octubre en la Plaza de Las Tres Culturas representó un foco de terror que se extendió con su terrible dosis de miedo, desencanto y paranoia a los habitantes de otras zonas de la ciudad en las siguientes semanas.
Las marchas festivas de los estudiantes y otros sectores de la población realizadas en los meses de agosto y septiembre de aquel año recorrieron grandes extensiones de la ciudad desde distintos lugares y la mayoría culminó en el zócalo capitalino, un espacio semi-sagrado, reservado hasta ese momento a la expresión pública de sindicatos charros y otros grupos afines a la política del presidente en turno. De esta manera, la protesta del 68 se extendió a zonas muy amplias de la capital, si tomamos en cuenta el accionar cotidiano de las brigadas estudiantiles que llevaron propaganda juvenil por los rumbos más diversos y heterogéneos, de la extensa zona de Iztapalapa al barrio de Tepito y la colonia Doctores, o bien, de Tacubaya a Ciudad Satélite y Azcapotzalco, pasando por los pueblos de Tlalpan, Xochimilco y Topilejo, entre otros muchos itinerarios: una urbe marginada y compleja muy distinta a la ciudad idealizada y edulcorada imaginada por los diseñadores del comité olímpico para la gesta deportiva de aquel año.
En los últimos años la memoria de los líderes y protagonistas de los hechos ha sido atendida a partir de la perspectiva de la historia oral. A su vez, el interés de los investigadores se ha extendido a los recuerdos de los brigadistas y otros ciudadanos de a pie y se han incorporado algunas lecturas de género, con lo que se ha cubierto una cantidad importante de testimonios, que sin embargo resultan aún insuficientes.
En el contexto de lo anterior, puede señalarse que la perspectiva infantil representa todavía un vacío a la hora de recrear y dar cuenta de los acontecimientos de aquella época, y es que el imaginario que conocemos hasta este momento está representado por un mundo percibido y narrado en forma predominante por adultos varones, con los intereses y preocupaciones políticas y existenciales que se desprenden de ello.
Al respecto, mi experiencia personal me ha ofrecido algunas claves para acercarme a este tema e imaginar otros escenarios. Yo nací muy cerca de Ciudad Universitaria, en el sur de la ciudad de México, en el seno de una familia de clase media y tenía ocho años cuando se presentó en mi vida el vendaval del 68. Entre otras imágenes que se pierden en la bruma del tiempo, recuerdo varios acontecimientos que marcaron mi vida para los años venideros:
– La violenta irrupción del mitin relámpago realizado por una brigada estudiantil en el restaurante Sanborns de San Ángel, justo enfrente del monumento al General Álvaro Obregón y su horrible mano, en los límites de mi territorio urbano habitual en aquella época, por cierto bastante caminable, incluso para los menores, cuyas coordenadas cotidianas se extendían de sur a norte, de la Pista de Hielo Insurgentes en San Ángel, donde mi hermana y sus amigos iban a escuchar a grupos musicales como los Ovnis, Tinta blanca y los Dug Dug´s, que hacían covers de los Beatles, hasta el bello cine “Manacar” en el cruce con Río Churubusco, con su increíble mural de Carlos Mérida y la deliciosa cafetería “Bonanza”, donde, de acuerdo con mi experiencia gastronómica de aquellos años, se servían las mejores hamburguesas del mundo.
Pero no nos dispersemos. El asunto es que en aquella tarde yo acompañaba a mi tía Leonor y a su novio en calidad de “chaperón”, protector del honor familiar y me quedé paralizado con el popote de la malteada de fresa en la boca cuando un grupo de muchachos irrumpieron a gritos en el tranquilo escenario clase mediero del Sanbornsy circularon rápidamente entre las mesas arrojando una serie de volantes y denunciando a voz en cuello la represión del gobierno del presidente Gustavo Díaz Ordaz, entre aplausos de algunos y abucheos de otros de los parroquianos, que para mi sorpresa siguieron discutiendo y debatiendo a gritos el tema bastante tiempo después de que los estudiantes ya habían desaparecido de la escena.
– El atisbo desde la ventanilla de un camión de la línea de autobuses “Insurgentes-Bellas Artes-San Ángel” de una implacable persecución policíaca contra los estudiantes realizada enfrente del cine “Las Américas”, instantes después de salir de aquel para mí sagrado recinto con algunos amigos de la función vespertina, conmovido por haber visto la película Los pre-universitarios, una comedia española un poco boba que mostraba el lado amable y simpático de un grupo de estudiantes de bachillerato que terminaban su ciclo académico y abandonaban el confort de la escuela para enfrentar la universidad y la incertidumbre de la vida adulta en los últimos años de la dictadura del general Francisco Franco, y que a mí me permitieron intuir que en la juventud existía un prometedor universo seductor y atractivo que me esperaba, más allá de la aburrida etapa de la niñez.
Los tanques del ejército desplegados a lo largo de distintas calles y acomodados en el estacionamiento de la “Comercial Mexicana”, registrados a lo lejos en alguna caminata nocturna en busca de aventuras con mis amigos de la colonia Guadalupe Inn. A diferencia de las otras, para mi conciencia infantil estas imágenes no evidenciaban algún tipo de violencia en contra de la población y más bien se instalaron en mi mente como una forma de percibir y considerar la presencia militar como si fueran algo normal, esto es, como parte del paisaje urbano de aquellos años, lo que ahora como adulto me parece más grave y ominoso: una forma de naturalizar la presencia castrense en la vida cotidiana de los ciudadanos.
Todos estos recuerdos imborrables me generaron cierta ansiedad e inquietud, prolongada en las sobremesas familiares en las que, a medida que la protesta estudiantil se incrementaba y se hacía más visible en distintas zonas de la ciudad, mi padre reclamaba cautela y prudencia ante la posible respuesta represiva del gobierno, mientras que mi hermano mayor, estudiante de bachillerato en una escuela incorporada a la UNAM replicaba al consejo patriarcal e intentaba convencer para la causa al resto de la familia pronunciando un discurso moderado a favor de la protesta estudiantil.
Nada de esto me impidió por cierto el disfrute tan anhelado de presenciar los multi-esperados juegos olímpicos e incluso asistir con algunos vecinos solo diez días después de la masacre de Tlatelolco a la Avenida Insurgentes, a la altura de las calles Ricardo Castro y Jaime Nunó -en las que solo un par de días antes había visto varios tanques estacionados en las banquetas-, para ver pasar la llegada del atleta que llevaba la antorcha olímpica rumbo a la entrada del estadio de Ciudad Universitaria, en donde ya lo estaba esperando la inolvidable Enriqueta Basilio para subir a grandes zancadas una enorme escalinata y encender el pebetero olímpico ante el gozo y la euforia de la multitud.
Termino aquí con estas breves notas de mi memoria personal, resorte fundamental para la elaboración de este ejercicio.
Es interesante explorar qué recuerdos de aquella época han sobrevivido en la memoria infantil, indagar en lo que significa para un adulto haber sido un niño y percibir la realidad desde una óptica muy particular en aquellos años, precisar con qué episodios y acontecimientos de la historia personal y familiar están relacionados los recuerdos, ubicar la procedencia y el tipo de información mediática sobre los hechos al que los menores tenían acceso y la manera como asimilaron y digirieron de manera simbólica sus contenidos, para finalmente tratar de comprender como todo esto se vincula con contextos sociales muy concretos, relacionados con la vida cotidiana en ciertas zonas de la Ciudad de México.
No pretendo recrear a partir de estos recuerdos una versión coherente y racional en torno al episodio del ‘68 que se contraponga a la historia oficial o convencional, sino sugerir una serie de pistas e indicios que forman parte de un conjunto de conceptos, imágenes y representaciones en torno a la fecha poco explorados hasta este momento y que nos pueden permitir un acercamiento distinto a cierto tipo de referentes e imaginarios y contrastarlos con otras narrativas en torno a los hechos, en los que se puedan diferenciar los fragmentos microscópicos de una o varias biografías con la historia de los grandes acontecimientos.
Estoy consciente de los alcances y los límites de la fuente testimonial y tomo el espacio de la memoria no como algo estático o terminado, sino como un espacio dinámico, como un campo de batalla y negociación atravesados por una reinvención permanente orquestada desde el horizonte del presente.
Por todo lo anterior, este artículo representa una primera aproximación al tema, indagando en torno a los vericuetos de la memoria y los recuerdos generados en la etapa infantil, solo con el ánimo de generar pistas de trabajo y posibles hipótesis.
En futuras investigaciones espero abordar de manera más sistemática estos problemas, para ir consolidando este tipo de enfoques un poco marginales respecto del resto de la historiografía mexicana.
La articulación y el diálogo con algunos de estos escenarios urbanos puede rastrearse también de manera privilegiada en la fotografía, que ofrece nuevas opciones narrativas. Varios miles de imágenes censuradas o publicadas en la prensa, las pertenecientes a los archivos periodísticos y a los acervos particulares de los ciudadanos, así como otras que pertenecieron al registro político de los servicios de inteligencia del Estado mexicano, pueden ser consultadas por fin por los ciudadanos a medio siglo de distancia.
Por lo pronto, presento para su lectura una serie de imágenes que pueden complementarse muy bien con los testimonios orales. Algunas funcionan como disparadores de la memoria y otras tienen un carácter más simbólico que nos obliga a repensar lo que considerábamos obvio y nos permiten pasar a otro estadio de reflexiones y cuestionamientos. En todas ellas pueden apreciarse algunas miradas oblicuas en torno a la niñez y otros temas relacionados con la vida de la ciudad que pueden funcionar muy bien con esta idea de comenzar a trazar otro tipo de lecturas y de narrativas sobre los hechos.
Todas estas imágenes proceden de distintas visiones que se han ido ensamblando en nuestra memoria colectiva a lo largo de estas cinco décadas, algunas de ellas fueron publicadas al día siguiente de los acontecimientos y otras permanecieron ocultas de nuestra vista durante varias décadas. También hay que considerar que provienen de lugares muy distintos que abarcan desde la mirada del reportero gráfico hasta el funcionario al servicio de la policía del Estado, pasando por los fotógrafos independientes y los simples aficionados que tuvieron la voluntad y la oportunidad de retratar los acontecimientos.
Por todo lo anterior, debemos comenzar a diferenciarlas en sus intenciones originales y en sus circulaciones e itinerarios posteriores para recuperar así la complejidad y la heterogeneidad de un movimiento que se ha convertido en uno de los referentes más relevantes de la historia reciente de nuestro país.
PARA SABER MÁS
- Del Castillo Troncoso, Alberto, Ensayo sobre el movimiento estudiantil. La fotografía y la construcción de un imaginario, Instituto Mora/IISUE, México, 2012
- González De Alba, Luis, Los días y los años, ERA, México, 1971
- Documental: “Palabra de fotógrafo. Testimonios sobre el 68”, Instituto Mora/Centro Cultural Universitario Tlatelolco, México, 2011