La pintura de castas en la Nueva España. Documentos de identidad personal

La pintura de castas en la Nueva España. Documentos de identidad personal

Roberto Fernández Castro
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM.

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 40.

¿Cómo eran las mezclas raciales en el siglo XVIII, la combinación de mestizos, indígenas, blancos y negros? Una forma de intentar explicarlo, aunque se imponía para esos tiempos la visión de que la sangre determinaba la pigmentación de la piel, fue a partir de las imágenes que recorrerían las cortes españolas durante el lapso de unos cien años, de pintores como Juan Rodríguez Juárez, Miguel Cabrera, Juan Patricio Morlete y José de Alcibar. Las pinturas de rostros, costumbres, actividades laborales y estatus sociales, establecerían las marcas propias de los habitantes del Nuevo Mundo y su complejidad, respecto de los europeos.

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José de Alcíbar, De español y albina, nace torna-atrás, 1778, óleo sobre tela. Colección Pérez Simón, México.

La pintura de castas es reconocida como uno de los géneros pictóricos más fascinantes de la América española. Desde su surgimiento, alrededor de 1711, se mantuvo como una de las formas de expresión más populares del siglo XVIII en Nueva España. Estas pinturas fueron creadas por artistas bien conocidos como Miguel Cabrera y Juan Patricio Morlete, herederos a su vez de Manuel Arellano o Juan Rodríguez Juárez, a través de José de Ibarra, pero también por numerosos pintores menos conocidos o anónimos. Todas contienen imágenes que han sido consideradas un testimonio visible de las mezclas de razas de la sociedad colonial, por lo que constituyen una forma de entender la inmensa complejidad de la vida colonial española, en cuyos orígenes se encuentra el profundo sentido que conceptos como el de raza y mestizaje llegaron a asumir en la identidad de las naciones americanas.

Y es que hablar de identidad es hablar de la forma en que las personas definimos quiénes somos y lo que significa ser eso que somos. Ocurre de ese modo al afirmar quiénes son nuestros padres, nuestra comunidad, nuestra religión, nuestra posición social o política y nuestra ocupación; y las variaciones son casi infinitas, pero no arbitrarias, porque las personas actúan, piensan, sienten y habitan dentro de tales posiciones. Además, cuando hablamos de identidad étnica, la principal característica parece ser su innegable visibilidad, a diferencia de las identidades sociales o culturales.

A pesar de tal consideración, el reconocimiento de la pintura de castas como un apartado de la pintura profana, tan destacada como lo fue el retrato novohispano, ha venido a cobrar su propia importancia sólo en las dos o tres últimas décadas. Pues si bien es cierto que el estudio de las diversas series existentes ha permitido observar la aplicación de una terminología poco rigurosa a la hora de denominar a las distintas castas, por lo que no llevarían consigo una investigación de rango científico por parte de los artistas, lo cierto es que han sido consideradas como testimonios de gran valor en el conocimiento de la vida social del siglo XVIII. Contradicciones e inconsistencias estas que también se encuentran en los documentos escritos, tanto religiosos como civiles.

En su mayoría, los cuadros de castas respondieron a ciertas características pictóricas formales. Se concibieron como conjuntos de 16 escenas pintadas en una única tela o en telas separadas, representando a familias con padres de distintas razas y uno o dos hijos. Cada individuo aparecía identificado mediante inscripciones y las escenas o los conjuntos se disponían mediante una estructura jerárquica en la que se privilegiaba la limpieza de sangre o las figuras de raza “pura”, es decir los españoles, casi siempre magníficamente ataviados y ocupados en tareas o actividades de ocio que destacaban su elevado estatus social. Por debajo o a los extremos aparecían las familias que, a medida que se iban mezclando, coincidían con posiciones laborales y sociales inferiores. Esto sin contar los casos en que los “naturales”, “apaches” o “indios mecos bárbaros” se hallaban en las antípodas del blanco puro.

Una de las motivaciones que los historiadores del arte han identificado en este género de pinturas es la de satisfacer el deseo de la élite blanca criolla por representar y categorizar el proceso de mestizaje, pues además de ofrecer al mercado europeo ilustrado una tipología de razas humanas, oficios y formas de vestir, las pinturas de castas servían para mostrar el Nuevo Mundo como un edén de recursos humanos y naturales minuciosamente descritos y clasificados. Tal parece que desde fines del siglo XVII ya existía en la Nueva España un sentimiento de identidad, sobre todo entre la élite criolla que había comenzado adquirir un arraigado sentido de pertenencia a las tierras americanas pero que, con su diversidad racial enorme, causaba cierta preocupación por la pérdida de pureza de sangre, y por lo tanto de privilegios, de modo que las pinturas de castas expresaban el deseo de conservar el orden e integrar bajo la tutela criolla una identidad que ponía de manifiesto las diferencias entre el Nuevo y el Viejo Mundo.

Rostros de la diversidad

Las pinturas de castas aparecieron, entonces, como uno de los rasgos diferenciales de la vida novohispana, al significar la composición multirracial y la toma de conciencia de lo que distinguía a los americanos de los europeos. No importaba que una clasificación tan compleja y detallada no hubiese prevalecido nunca, ni por ley ni por costumbre, lo que resultaba digno de recordarse era que en ellas se adelantaban o adivinaban ya los principios de la futura nación criolla.

Por esta razón los cuadros no fueron siempre iguales. En términos estéticos, esto se traduce en los ejemplos que presentan figuras de medio cuerpo o tres cuartos en un primer plano y llenando casi la totalidad del lienzo. En ellas no hay escena o historia, sino un marcado interés por los rostros y los detalles de lo que dice la indumentaria. Tal es el caso de las pinturas de Juan Rodríguez Juárez y su círculo.

Sin embargo, hacia mediados del siglo xviii, tales pinturas comenzaron a compartir su temática con otras cuyo interés fue centrándose cada vez más en situar las figuras en medio de un paisaje natural, en interiores domésticos e incluso en exteriores urbanos de la vida y las actividades cotidianas. En este caso se encuentra la serie de castas pintada en 1786 por José de Alcíbar quien, no conforme con componer escenas, llevó la temática hasta lo popular y lo costumbrista, como una forma de dar a conocer a los europeos una vida americana que les resultaba tan ajena como intrigante. Esta serie posee un valor documental excepcional e irrepetible porque siguiendo las novedades iconográficas introducidas por Miguel Cabreray Juan Patricio Morlete, representa una pieza clave para conocer este cambio cultural en la pintura de castas, donde los detalles de la indumentaria local y de la vida económica permiten observar las preocupaciones de los reformadores e intelectuales ilustrados de la España borbónica, sobre todo en las materias de moral y civilización, asociadas a los aspectos positivos de ciertas mezclas raciales que prometían el retorno a un estado de pureza. Alcíbar no dramatiza las escenas con una crítica social trágica ni las ridiculiza con algún sentido cómico superficial. Sus cuadros son auténticos documentos científicos de una vida cotidiana captada con gran belleza.

También en términos estéticos, las pinturas de castas son una suerte de conjunción entre lo visto y lo no visto por los europeos. En cierta forma eran imágenes conocidas e inscritas sobre una superficie pautada por los modelos europeos que los artistas conocían gracias a la importación de pinturas y grabados, de ahí que muchas de las composiciones y convenciones pictóricas de los cuadros de castas reproduzcan los populares cuadros europeos de conversación, que describían grupos familiares en íntimos interiores. Existe una estampa de circulación común, obra de Jan Baptist de Wael, en la que sin duda se inspiró José de Alcíbar para pintar a la anciana con anteojos que aparece en una de sus escenas, probablemente como símbolo de la virtud y limpieza domésticas.

Por lo demás, los cuadros de castas también instruían a párrocos y feligreses acerca de una nomenclatura compleja, pero útil, para poner por escrito la fisonomía de una sociedad estratificada, que cotidiana o periódicamente precisaba de registros, censos y bautizos. Don Ignacio María Barreda y Ordoñez, por ejemplo, dejó muy en claro que había pintado las castas de Nueva España en febrero de 1777, a instancias del teniente coronel del ejército, don Antonio Rafael de Aguilera y Orense, “su dignissimo Amigo, y apasionado â este arte”. Además, Barreda destaca en el cuadro su título de bachiller en filosofía, de manera que sus pinturas de castas sí eran objeto de afanes tanto estéticos como científicos. También sabemos que el cardenal Francisco Antonio de Lorenzana, quien fuera destacado coleccionista, historiador y naturalista, llevó consigo a España una serie de castas –tal vez la de José Joaquín Magón que ahora se conserva en el Museo Nacional de Etnología de Madrid–, después de su arzobispado en México hacia 1770.

Si bien varias series de cuadros de castas permanecieron en México desde que fueron pintadas, la mayor parte de ellas se ha conservado en España, en otras naciones europeas y, merced a su circulación en el mercado del arte internacional, han llegado a ser bastante conocidas y apreciadas en Estados Unidos. Así, los primeros investigadores sugirieron que se trataba de imágenes pintadas para españoles, que al regresar a su patria deseaban llevar consigo un recuerdo de la riqueza natural y moral de las tierras americanas. Un muestrario de la vida diaria, que comenzó a fijar ciertos tipos populares no carentes de fidelidad, como son el caso de la mujer que prepara la comida en la cocina, el matrimonio haciendo cigarrillos, la tienda de telas luciendo los diseños del momento, el vendedor ambulante de la fruta, el zapatero con todos los instrumentos propios de su oficio, o los interiores de los hogares que dan cuenta de numerosos ejemplos de las artes decorativas y el artificio de los ceramistas. Todo sin contar los intercambios y ricos detalles del peinado y la indumentaria.

Movilidad social

Es cierto que no podemos hablar de un verdadero sistema de castas en Nueva España, aunque el dominio, primero español y luego criollo, en el supuesto porcentaje de la pureza de sangre, sí que fungió como un instrumento para distinguir entre ciertas mezclas raciales consideradas como más idóneas que otras. Si los indios seguían mezclándose con los españoles, sus descendientes podrían considerarse enteramente españoles a la tercera generación. Por el contrario, la combinación de españoles y africanos o de indios y africanos nunca podría dar como resultado un blanco, pues los africanos se asociaban a la condición de esclavo y eran percibidos como inferiores en términos raciales, intelectuales y religiosos. Cabe preguntar entonces: ¿acaso era una fórmula artificial de clasificar a las personas para salvaguardar la posición de los españoles, a pesar de la gran movilidad social que existía? ¿O es que tal fórmula fue capaz de crear una sociedad en la que los lugares destacados, la asignación del poder y la adquisición de prestigio, respondieran a la forma como se percibían las personas?

Por lo general, sólo damos por cierto que Nueva España estaba habitada por indios nativos, por españoles nacidos tanto en España como en América (los criollos) y por un elevado número de africanos traídos como esclavos; y de ahí, que la población racialmente mezclada fuera cada vez más significativa y comenzara a ser conocida colectivamente como castas. No obstante, la misma categoría étnica de indios fue una invención española para denominar a todos los habitantes de lo que primero creyeron ser las Indias orientales en el extremo asiático, de modo que también en el marco legal del régimen colonial, el nuevo gentilicio se constituyó como identidad étnica.

En el caso de los negros, como grupos de origen africano cuya diversidad interna no resultó menor, su incorporación como raza inferior fue igualmente compleja. Fueron capturados como esclavos sobre todo entre los siglos xvi y xvii en un número de alrededor de 100 000, a causa de la necesidad de mano de obra tras la muerte de miles de indígenas con las epidemias, y si bien se mezclaron con otros grupos humanos y su presencia ha sido culturalmente significativa por siglos, lo cierto es que su dilución dentro de las equívocas denominaciones de las castas, no los hizo escapar de la categoría étnica de negros esclavos.

Los términos mestizo (referente a las uniones entre españoles e indios) y mulato (aplicado originalmente a la naturaleza híbrida de las mulas, y por lo tanto, para describir la unión de españoles y negros) fueron populares desde el siglo xvi, las denominaciones de zambo y zambaigo (que en general se usaron para describir las uniones entre indios y africanos) aparecieron poco después. Ya en el siglo XVII aparecieron términos como castizo (un mestizo de piel clara y por lo tanto casto) o morisco (un mulato de piel clara que recordaba a los moros, quienes, por cierto, tenían prohibido viajar a América).

El siglo XVIII fue el más prolífico en denominaciones, cada vez más populares, peyorativas e inspiradas en la fisonomía animal, tales como lobo, coyote, albarazado (manchado de blanco), barcino (con manchas, como los caballos), cambujo (tan negro como algunas aves) y chamizo (chamuscado o medio quemado). Además de las denominaciones que hacían de la incógnita de un origen incierto una agudeza no menos cargada de un efecto discriminatorio, como tente en el aire, no te entiendo o torna atrás, clara regresión en la ascendencia racial hacia el español blanco.

Lo más importante, como se ha dicho, es que no se trataba de un rígido sistema étnico de castas, sino de la diferenciación de castas sociales. Es muy posible que el reconocimiento social, el acceso al trabajo o la adhesión a determinadas creencias y prácticas culturales no estuvieran fundados sólo en la raza. Y, sin embargo, esto implica pensar que el color de la piel y los caracteres biológicos son independientes de los elementos étnicos, considerados como un precipitado de creencias, relaciones y costumbres. Los estudios genéticos parecen haber demostrado que, desde un punto de vista biológico, las diferencias entre los diversos grupos humanos son mínimas y que no existe nada parecido a una raza pura, pero si bien la cultura y la identidad étnica no se basan en la raza, no es menos cierto que nuestros comportamientos frente a la raza, como apariencia física visible, tampoco se basan en las investigaciones genéticas. En todo caso, si un rasgo particular como el aspecto físico sirve para definir la categoría étnica a la que pertenecemos, surge la incógnita de saber cómo es que las costumbres y tradiciones de una población mestiza pueden ser los cimientos históricos de una nación que se fundó como orgullosamente criolla.

La desigualdad política y social del orden colonial, fuera institucionalizada o no, descansaba en las diferencias raciales derivadas de la pigmentación de la piel, que según fuera más o menos blanca, decidía el rango social. Mientras que los estamentos protegían los privilegios de los más poderosos, otras corporaciones como el gremio, la cofradía, el Consulado, la provincia religiosa, el cabildo o la comunidad indígena, representaban al resto de los grupos étnicos. Así lo observó Alejandro de Humboldt en 1811, para quien tal situación no contrastaba con las diferencias raciales, aparentemente ocultas bajo una nomenclatura barroca, sino que era corroborada por la cientificidad ilustrada y liberal.

Tal razonamiento aparece más o menos articulado en las inscripciones de las pinturas de castas. Por eso resulta indispensable recuperar las descripciones de las “gentes diversas en color, en costumbres, genios, y lenguas” que se dice nacían en América, de acuerdo con la serie de José Joaquín Magón, pues su olvido revela cómo, en el afán de negar su realidad documental, su consideración científica y su aplicabilidad social, se ha sobreentendido su verdad más íntima: la vigencia histórica y el ocultamiento de nuestro racismo presente.

Nomenclatura y características

Mestizo

Del español y la india nace el mestizo, por lo común humilde, quieto y sencillo.

Albino

De español y morisca nace el albino, corto de vista, débil, suave y benigno.

Cambujo

Lobo e india, cambujo es de ordinario pesado, y perezoso de ingenio tardo.

Castizo

Mestizo y española, dan al castizo la afición al caballo desde niño.

Torna atrás

Albino y española, los que producen de torna atrás en figura, genio y costumbres.

Sambaigo

El indio y la cambuja, sambaigo engendran, el que no hay maturranga que no la entiendan.

Fruto bello

De español y castiza, el fruto bello se ve igual a su padre ya pelo a pelo.

Calpa mulato

Mulato e india engendran calpa mulato, de indócil genio, fuerte cuerpo fortinacho.

Cuarterón

El cuarterón cabelloso, a luz dimana del mestizo sencillo y la mulata.

Mulata

El orgullo y despejo de la mulata, nace del blanco y negro que la dimanan.

Cíbaro

De india y calpa mulato, cíbaro nace, inquieto, de ordinario arrogante.

Coyote

Cuarterón y mestiza, siempre peleando engendran al coyote fuerte y osado.

Morisca

Español y mulata, ser y doctrina dan conforme a su genio a la morisca.

Mala ralea

De negro e india lobo, mala ralea, Herodes son de bolsa y faltriqueras.

Albarazado

De coyote y morisca el albarazado nace, y se inclina siempre a burlas y chascos.

La coherencia clasificatoria de los cuadros de castas, lo que tiene por seguro desde su nacimiento hasta ahora, es mostrar la diferencia, mostrar en persona la casta a la que, según una taxonomía blanca, pertenece cada miembro de la sociedad. Y en el México actual, a pesar de su marcado regionalismo, como ocurrió con las castas, lo que nos define a unos y a otros no es un hecho biológico, pero tampoco nuestras identidades culturales o étnicas por separado, sino la apariencia racial, que los discriminatorios “privilegios de la vista” han afirmado como parte de un malentendido sentido común. ¿Será que la mayoría de nosotros ha contribuido también a mantener la superioridad epistémica de una mirada blanca, que mantiene su vigencia en el presente? No es fácil poner en duda todos nuestros prejuicios raciales respecto a la esencia de nuestro país, pues ello exigiría poner a prueba nuestras historias más personales y prestar a examen los más íntimos documentos de identidad personal.

PARA SABER MÁS

  • Alberro, Solange Y Pilar Gonzalbo Aizpuru, La sociedad novohispana: estereotipos y realidades, México, El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos, 2013.
  • Navarrete, Federico, Alfabeto del racismo mexicano, Barcelona, Malpaso, 2017.
  • Pintura en Hispanoamérica: 1550- 1820, edición de Luisa Elena Alcalá y Jonathan Brown, con textos de Ilona Katzew y otros autores, Madrid, El Viso, 2014.
  • Visitar La Galería de Castas Mexicanas del Museo de Historia Mexicana de Monterrey, https://bit.ly/2GISW8z