Recuerdos de infancia. Manicomio La Castañeda

Recuerdos de infancia. Manicomio La Castañeda

Francisco Javier Castellanos Cervantes
Ciencias Odontológicas, Médica y de la Salud, UNAM.

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm.  39.

Dos vivencias de la niñez dan cuenta de una vida sosegada entre los muros del edificio que fuera emblemático en la atención de enfermos con discapacidades mentales en la primera mitad del siglo XX. Para algunos empleados y sus hijos, la convivencia con los pacientes no era conflictiva.

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Cincuenta y ocho años habían sido suficientes para que el Manicomio General La Castañeda pudiera lograr que la psiquiatría se profesionalizara en nuestro país. Muchas personas habitaron dentro de sus muros buscando encontrar una cura para sus padecimientos mentales, o simple y sencillamente para hallar un paliativo y hacer la vida más llevadera. Sin embargo, también podemos rastrear la vida al interior de estos muros con otra mirada: la de los trabajadores y los familiares de estos, quienes convivían con los pacientes de forma cotidiana.

La Castañeda fungió por muchos años como una institución de beneficencia. Si bien es cierto que contaba con población pensionista que pagaba para recibir un trato mejor al de los demás, la mayor parte no podía hacerlo. Una gran parte de los internos eran llevados por sus familiares y la mayoría no volvía a salir de ahí y, aunque se sabe poco sobre los niños abandonados en este manicomio, fue un fenómeno relativamente común a mediados del siglo XX. El abandono se debía más que a un problema mental a una cuestión que hoy entra en el terreno de la teratología, esto es, a que algunos niños que nacían con malformaciones encontraban su destino dentro de los muros de La Castañeda.

El carácter de asistencia social del manicomio, acorde con un aparato de beneficencia que duró algunas décadas, también resuelve la interrogante de por qué muchas personas terminaban ahí dentro, pues la carga económica era un aspecto fundamental para que los familiares encontraran un alivio para sus bolsillos y para los malestares físicos de sus enfermos. Sin embargo, la carga social pesaba más que otros aspectos. El abandono era muy recurrente sin consideraciones de género o edad. En este contexto, los niños con malformaciones eran un peso que soportar y que motivaba a sus parientes a dejarlos en el hospital para que pudieran recibir algún tipo de tratamiento.

La infancia no escapó a la mirada eugenésica ni de higiene mental que seguía presente dentro de este tipo de instituciones, ni desde luego de muchas prácticas como la psicometría que se orientó a marcar un cambio en quienes serían futuros ciudadanos. La higiene mental fue la principal herramienta con la que se trabajaba en la psique del niño para poder prevenir desviaciones y desequilibrios, los que se pensaba derivarían en una persona perversa, alienada o criminal. La misma situación se podía ver en la población adulta: desde el retraso mental hasta la imbecilidad o idiotez eran nombres con los que se designaba a varias “enfermedades” mentales y eran motivo de reclusión.

Los textos que se presentan a continuación constituyen una visión poco usual. Son los recuerdos de dos personas que crecieron en el manicomio y para quienes este espacio era algo natural; con personas que catalogan como “diferentes” pero nada más, pues en su momento no comprendían la magnitud de sus padecimientos. Sin embargo, al ser entrevistados, sí mostraron mucha reserva para hablar del que llaman el pabellón de niños, donde la mayoría de sus habitantes no pasaba de los dos años de edad, siendo algunos recién nacidos y su problema un impedimento físico.

Quienes nos brindaron su testimonio habitaron allí entre los años 1955 y 1965, aproximadamente. Se trata de un hombre y una mujer, cuyos recuerdos de la infancia son en su mayoría agradables. Su estancia en este lugar fue de trece a catorce años. Uno se mudó una vez que el manicomio cerró sus puertas, el otro lo hizo antes de que esto sucediera.

Coinciden en describir una infancia inolvidable en varios aspectos, siendo el primero cuánto se divertían en los jardines de la institución. Los rememoran como bastante amplios, hermosos y siempre cuidados, como un espacio donde pudieron jugar con libertad. La arquitectura, por otra parte, les brindó la posibilidad de imaginarse todo un mundo. También contó el haber crecido y convivido con personas “anormales” que se hallaban allí por causas diversas, que les parecían “normales”, habituados tanto unos como otros a la convivencia. Concuerdan en que los pacientes que observaban y con los que muchas veces hablaban, eran personas tranquilas; cada uno en su universo, sin generar conflicto alguno. Describen también un sitio con diferencias internas, causadas sobre todo por razones económicas, pues los pacientes pensionistas recibían siempre un trato “mejor”, pero en el que, sin importar el motivo de ingreso, se tornaba igualitario al interior, ya que estar allí dentro significaba que la normalidad y la razón ya no se encontraban en ellos.

En suma, lo que vale la pena resaltar es que la convivencia entre estos niños y los pacientes mostraba que el principal obstáculo con el que se tropieza para tratar la locura es cómo se mira a la otra persona. También es un indicativo de que la convivencia entre unos y otros podría orientar a la sociedad a mirar estos padecimientos con un enfoque más humanizado.

“Algunos los declaraban locos por las herencias”

Relato de un hombre de entre 65 y 70 años de edad

La gran mayoría de los chavos que nos juntábamos nos conocimos en la escuela. Después mi papá compró un terreno, por medio de mi tío Abel Vázquez y mi tía Esperanza Peña, que vendió un empleado, y nos cambiamos de Zurbarán a Merced Gómez a la altura de donde está Audiología. Todo lo que es Plateros era baldío, no había nada, sólo hortalizas, inclusive allí había un enfermo que remendaba zapatos, se llamaba Uribe, ponía unos clavos grandes en la suela que era de llanta, y con eso se mantenía. Le pagaban 10 o 15 pesos. Allí terminaba el manicomio, donde se encontraban los servicios y los filtros –de agua– en una especie de piletas. Cerca de donde trabajaba Uribe se hallaba un tanque rústico, lleno de agua, y los niños se metían a nadar. Una vez tenía zapatos nuevos y con el lodo se perdió uno, y ya sabrás cómo nos pusieron los papás. Disfrutábamos del manicomio porque entrábamos donde trabajaba mi tía en el Pabellón de Observación de Enfermas, y había de todo: unas estaban amarradas, otras gritando, otras encerradas como en cárcel porque eran agitadas, las locas que ya estaban más sanas, por decirlo así, o que ya no tenían secuelas. Teníamos seis o siete años, y mi tía nos mandaba allí, nos bañaban las locas, y cuando salíamos bañados nos daban café, con un pan grande, pero muy sabroso, después nos daban pan con un huevo, a otros pan solo o el café.

A la hora que salía mi tía acostumbraba llevar la ropa sucia para que las enfermas la lavaran; ya lavada y seca, la llevábamos de regreso con ella a la casa. Mi tío era velador y trabajaba cada tercer día, bueno en ese tiempo dizque trabajaban, nada más se iban a dormir, o sea, ya iba en decadencia el manicomio. También nos divertíamos en los sótanos, había como unos arcos, nada más que ahí echaban los colchones de los enfermos, los que ya no servían. Se metían allí los perros y también se aliviaban las perras, y ahí íbamos a jugar, a echar maromas y todo eso, por eso al menos yo tengo muchas defensas para la enfermedad, por tanta porquería que había ahí. Después andábamos de canijos con las enfermas que estaban en las ventanas. Tenían su reja, había como un balconcito donde estaba la reja y las puertas de la ventana y luego las loquitas empezaban, pasábamos nosotros jugando, y nos llamaban: […] y pues nosotros de canijos ahí estábamos con ellas, pero luego pasaban los enfermos y por medio de la reja tenían sexo con las enfermas […].

Mi papá trabajó, supuestamente, no supe cuánto tiempo, pero sólo fue un tiempo, porque fue cuando Estados Unidos estaba dando contratos para ir a trabajar allá y se fue, estuvo muy poco tiempo, pero mi mamá no trabajó nunca en el manicomio. Estaba César Puente –un amigo– su papá trabajaba en el Pabellón de Hombres donde estaban los viciosos, y él les repartía la marihuana; también estaban los tíos de Arturo García, mi cuñado, sus tíos trabajaban en la cocina, y sacaban de todo, carne, frijoles cocidos, de todo, y a los enfermos no les daban.

Nosotros andábamos más por donde estaban las mujeres, por mi tía. Luego íbamos al cine, los jueves iban todos los enfermos y a nosotros nos dejaban entrar por ser hijos de empleados […]. Los enfermos se sentaban alrededor y nosotros a la entrada teníamos tres bancas y nos metíamos con ellos, no había ningún problema. Veíamos las películas mexicanas; cuando salía una imagen, la Virgen o Cristo, todos los locos aplaudían y nosotros nos contagiábamos y también aplaudíamos. Todos los pacientes estaban tranquilos, regularmente todos eran tranquilos.

Había un pabellón de pura gente de dinero, artistas, todo había ahí. Los empleados iban a jugar baraja con los enfermos, cuando ganaba el empleado todo bien, pero cuando ganaba algún enfermo, entonces había supervisión y los pasaban a amolar, les hacían supervisión y otra vez. Era el ritmo de vida, como no había una organización de vigilancia para controlar a los empleados, hacían lo que querían, porque luego sacaban a los enfermos y se los llevaban a la franja, y los enfermos estaban a gusto porque era otra comida, aparte les pagaban una lana, era diferente, los ocupaban como albañiles o como barrenderos y ahí los ponían a trabajar. Los sacaban a las 7 de la mañana y los regresaban a las 6 o 7 de la tarde al pabellón para que alcanzaran la cena y durmieran, así muchos ya no querían regresar.

Unos no tenían familiares o ya no los frecuentaban, vivían allí día y noche. Nadie los procuraba, había muchos enfermos que por envidias los declaraban locos y ahí los metían por las herencias, y decían “yo no estoy loco”, pero no podían salir, no los dejaban salir, tenían doctores pero no había nadie que dijera que estaban sanos. Muchas veces pagaban para que los tuvieran ahí, por ese lado está canijo.

Vivimos en Merced Gómez muchos años, fueron como 25 o 30 años. Mi papá, que había trabajado en el correo 35 años, falleció después de que un día en que iba al trabajo se bajó de palomita, como se dice, del trolebús, y se resbaló y se cayó. Al mes le empezó como una convulsión y se fue agravando. Los doctores dijeron que era un tumor inoperable de cuando era chico, que se activó en la caída. Ya cuando falleció se vendió esa casa y se fue mi mamá a vivir a la Piloto […].

Sobre “la franja”, cualquier persona te dice, hay muchas historias y vivencias. En ese tiempo más o menos todos éramos sanos porque no había nada de drogas, y a los 18 o 20 años, ya empezaba la cerveza y a fumar, pero era tranquilo en ese aspecto. A la altura de la escuela se formó el club 14 Aztecas; y nosotros fundamos el club Cedami. Había enfrentamiento de bailes y de canciones, pero en ese tiempo los de abajo se juntaron con nosotros y hacíamos bailables enfrente de la iglesia. Hicimos “La Reina de la Colonia”, pero no armamos bien la tarima y se cayó Leopoldo, “El Polines”, cuando estaba bailando. Tuvimos que suspender el festival ese día y ya lo reforzamos y se volvió a hacer. También hacíamos campañas de alfabetización en la colonia, entre Centenario y 5 de Mayo, excursiones cada año en Semana Santa y en diciembre a Acapulco, y en el resto del año a Morelos a balnearios. Así, más o menos, la cotorreábamos.

Andaba un loquito ahí, “El Chihuique”, que cuidaba los carros en la entrada, algo retirado de la Castañeda. Hasta allí, donde estaba ese edificio, numeraron las piedras y se las llevaron –a Amecameca–. Lo hicieron igual, piedra por piedra, y todo eso eran jardines por donde entraban los carros y había un árbol bastante alto que tenía una casita que le decíamos que era de Tarzán. Todo eso lo tiraron, a la altura de donde está ahora el WalMart estaban las oficinas del manicomio. Y donde está la avenida –Periférico– me metía yo a nadar […], ahí estaba el río y pura tierra, también el puente […]. Comíamos charales allí. Cuando vivíamos en Zurbarán, estaba la estación de trenes, pero no nos dejaban pasar, ni por debajo de los vagones. Que “los van a atropellar”, nos decían, y quién sabe qué más, ya sabes, las mamás. La estación estaba en Giotto y el río, allí estaba la vecindad blanca, como lo decíamos, pasando Giotto […] Caminábamos bastante de un lado para otro en el tren, nos bajábamos hasta San Antonio, y nos regresábamos.

Mi hermano hacía paletas y las vendían en el manicomio los días de visita. Ya más grande le hacíamos burla, porque gritaba “palidas”… “palidas”, junto con mi primo, Miguel Sandoval. Donde está la refaccionaria había una bodega de vinos que tenía muchas barricas, ahí nos robábamos las brevas. Y de la calle Sassoferrato para arriba, agarrábamos los carritos de baleros en la bajada. Ya para arriba no había nada, era puro cerro, esas eran nuestras aventuras. Le ofrecieron a mi papá un terreno por donde está el jardín como a dos cuadras, y un hermano suyo le dijo que no, que son puros cerros, qué vas a hacer ahí, y luego en la noche que regresas de trabajar te pueden asaltar. No lo dejó que comprara, pero su hermano sí compró, o sea que como que no funcionó eso […] También otro hermano compró por ahí, pero no dejaron que comprara mi papá en ese tiempo. Fue un sacrificio de mi papá porque fuimos once hermanos, a todos nos puso nombres con “r”: Rafael, Rosa María, Raquel, Roberto, Rebeca, Rosaura, Rodrigo, Reyna, Rubén y Ramón, así que para que tuviera dinero y comprara el terreno estaba canijo. En ese tiempo a mi papá le vendían un terreno también en la Postal –ahora entre el Eje 5 y Xola– y le decían “no, que está solo, que quién sabe qué”, y lo mismo, no lo dejaron comprar.

“El pabellón para niños era deprimente”

Relato de una mujer de entre 64 y 68 años de edad

Mi mamá trabajaba en la farmacia del manicomio, era la encargada y quien hacía fórmulas magistrales y también supervisaba que estuvieran bien hechas. Papá era jefe de enfermeros y trabajaba en las noches cada tercer día, visitaba todos los pabellones para ver si no había ningún problema, si se ofrecía algo. […] Nosotros estábamos chicos e íbamos a jugar ahí, mi mamá nos metía debajo de la mesita donde hacían las cápsulas y las preparaciones y allí nos poníamos a jugar mi hermano y yo. Luego nos íbamos atrás de la farmacia, a un patio muy grande donde sacaban a los enfermitos a que hicieran gimnasia, y estaba también ahí el cine. Nosotros veíamos cómo hacían la gimnasia y nos metíamos al cine con ellos a ver las películas. En el cine había una enfermita que se llamaba Karime y nada más tenía un brazo, pero tejía canastitas con una mano, y todo lo que se encontraba en el cine, canicas, pelotitas, iba y se lo llevaba a mi mamá y le decía “ten güerita, lávaselos a los niños y dáselos”. También había un enfermito que se llamaba “El Chihuique”, él nos bailaba la jota, pero se ponía a bailar arriba de la cisterna que estaba atrás del patio, y siempre bailaba, decía “vénganse mis niños, véngase mis güeritos”. También estaba el papá de “Beto el Boticario”, que siempre andaba bien trajeadito, era un señor alto, siempre con su veliz. Saliendo de la farmacia, enfrente, había una fuente muy bonita, en medio, y a los lados corredores. Hacia el lado derecho estaba la ropería y hacia el lado izquierdo el archivo; tenía una escalera que daba a muchos jardines bonitos y se bajaba a los pabellones. Sin bajar la escalera estaba un corredor que daba al comedor y a la cocina; ahí trabajaba Carmelita […] y en el archivo mi madrina […]. Acabando la cocina y nutrición empezaban todos los pabellones y dentro un quiosco que era una tienda que atendía un tío. Creo que él vivía ahí, le daban casa, duró años con ese quiosquito, pero nos platicaba una de sus hijas que en una ocasión murieron muchos enfermos porque les dieron cianuro, en vez de azúcar. Como el azúcar la compraban con mi tío, se lo llevaron preso, hasta que se dieron cuenta de que con lo que habían endulzado el café era cianuro y no azúcar, pero de eso tuvo la culpa una de las empleadas.

Era muy bonito ahí. A mí me gustaba mucho irme a los baños de cirugía, porque había regaderas por todos lados y nos daban permiso para bañarnos. También sembraban lechugas, rábano, zanahoria, y había muchos árboles y filtros donde almacenaban agua, era muy grande. También había canchas de futbol, jugaban basquetbol, beisbol. Todavía no estaba construido Plateros, y hasta el fondo había casitas de los trabajadores y terminaba donde estaban los enfermitos. También por allí estaba el anfiteatro. Había el pabellón de pensionistas que eran los que pagaban, otro que era el de agitados, donde estaban los alterados. La entrada al manicomio eran unas escaleras y una rampa preciosa, tenía un reloj a la entrada, y sus jardineras, me encantaba ir a jugar ahí. Bajando por la rampa, a mano izquierda estaba el pabellón de niños, pero era deprimente. Fui una vez a hacer una práctica que me llevaron de la universidad, yo lo conocía por fuera, pero nunca había entrado. Y en esa práctica que fui, qué cosas tan deprimentes, personas que uno no se imagina que existieran, triste, triste. Y de ese pabellón hacia enfrente había mucho jardín, aunque se me figuraba que ahí era un panteón: había tipo jardineras pero del tamaño de un ataúd, de ambos lados del camino. Y bajando mucho pasto, aunque estaba muy descuidado, había unos árboles enormes que eran los que daban a la cascada y saliendo hacia la calle estaba otro jardín hermoso. Ahí había otro quiosco que cuidaba el papá de Irma, el señor se apellidaba Ruiz, y tenía unos rosales muy bonitos. Nos gustaba mucho ir a jugar porque el quiosco tenía banquitas, y en un árbol vivía un empleado, tenía su casa en uno de los árboles, era muy grande. Saliendo hacia la calle estaba la oficina del checador y del vigilante, y del otro lado las vías del tren. Pasábamos nosotros diario porque íbamos a ver a mi mamá a la farmacia. Hasta los 12 o 13 años fue andar ahí y jugar. Nuestros papás nos dejaban jugar porque nadie nos hacía nada, podíamos correr para allá y para acá sin peligro, yo pasaba corriendo y sacaba las zanahorias, nada más las limpiaba y me las comía. Íbamos a comer al comedor, hacían un café y un pan muy ricos, los trabajadores tenían una hora de alimentos y les daban su ración. A nosotros nos regalaban porque Carmelita, la mamá de Irma, trabajaba ahí, y era amiga de mi mamá. Como siempre andábamos nosotras metidas allí, decía “mándame a los niños para darles de comer”. Riquísimo. Enfrente de la farmacia, pero en el primer piso, estaba la dirección y oficinas, era como un cubo, tenía un patio con fuente, y alrededor estaba construido.

Yo me vine a vivir aquí a los nueve años. La colonia no tenía pavimento ni luz ni agua. Estos terrenos se los vendió Salubridad a los empleados, a precios muy económicos y con escrituras. Aquí casi todos somos hijos de trabajadores. Pero yo no me iba a meter con los loquitos, me daba miedo. En el manicomio se puede decir que eran libres, estaba precioso. Los niños era una cosa triste, muchos tenían deformidades. Mi abuela trabajaba en uno de los pabellones, creo que era en agitados, y mi tía hacía gorditas y las iba a vender. Yo iba con ella a venderlas, mi abuela […] trabajó ahí toda su vida hasta que se jubiló, mi mamá no, la incapacitaron porque le dieron varios infartos […], pero trabajó años en la farmacia y era muy bonita.

No me acuerdo mucho de los pacientes. Una vez se aventó un enfermito por la ventana de la dirección, se mató. Del único paciente que me acuerdo era de “El conde Boby”, así le decían al papá de “Beto el Boticario”: muy guapo el señor, alto, blanco y de ojos azules, siempre andaba con su maleta, yo creo que a él le pagaban su estancia ahí y siempre andaba limpio y bien perfumado, y se sentaba y se ponía a platicar con nosotros, también estaba Mechita, muy perfumada y bien pintadita, no recuerdo si era enfermita o ahí trabajaba.

Mi papá también trabajaba en la universidad, era maestro de geografía en el día y en la noche, cada tercer día, trabajaba en el manicomio. Mi mamá se retiró en el año 60, más o menos. En las tardes jugábamos todos los niños, a la reata, el beisbol, y nos encantaba. Todos nos conocíamos y nos llevábamos bien, y nuestros papás nos dejaban porque sabían que no corríamos peligro y no nos podíamos salir por ningún lado.