Antonia Pi-Suñer Llorens – Facultad de Filosofía y Letras, UNAM
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 15.
Manuel Payno y Cruzado fue un hombre de mundo. Lo fue no sólo por sus intereses intelectuales y políticos sino también porque se interesó y viajó por el mundo, cosa que no era tan fácil en aquellos tiempos. Su elegante y fluida pluma conforma una literatura de viaje que se puede considerar como única en el México decimonónico, pues don Manuel se distinguió por ser un gran observador y un excelente narrador. Basándome en sus propios relatos “prácticamente transcribiéndolos” los invito a que lo acompañemos en dos de sus viajes, el uno en 1851 a Inglaterra y el otro a España, en 1888.
En el primero, iremos a Veracruz en diligencia, puesto que todavía faltan muchos años para que se concluya la construcción del ferrocarril que unirá a la ciudad de México con aquel puerto y que tanto impulsa Payno. La diligencia consistirá en un coche pesado tirado por ocho o diez mulas flacas y macilantes, y cargado hasta el techo de cuanto puede imaginarse necesario para el servicio de una casa. En él, nos encontraremos en la amable y desconocida compañía de nueve individuos, entre los cuales habrá un párvulo y dos hembras. Por ello será menester acuñarse pierna con pierna, brazo con brazo, espalda con espalda, pues de otra suerte no será posible ir en un carruaje de seis asientos, donde el empresario [habrá] acomodado a nueve gordos o flacos, además del cochero y del postillón en el pescante, el correo y dos o tres más que irán en el techo. Después de hacer dilatadas jornadas y pasar por esos caminos llenos de rocas, montañas y precipicios, cuando no de lodazales y ciénagas y pararnos en unos mesones de una fisonomía tan particular, donde los mejor acomodados serán los caballos, llegaremos a Veracruz. Allí nos embarcaremos hacia Southampton, a bordo de un enorme buque de vapor perteneciente a una transatlántica británica, al que Manuel le gusta llamar el paquete inglés.
La travesía durará un mes y nuestra vida cotidiana se desarrollará de la siguiente manera: A las tres y media o cuatro, cuando apenas comience la luz dudosa de los primeros albores de la mañana a penetrar por entre los vidrios gruesos y opacos de los camarotes, nos despertará una batahola infernal que alarmará sobremanera al que no está acostumbrado a ella. El segundo capitán, y tres o cuatro guardias marinos descalzos, en pechos de camisa y seguidos de doce o catorce marineros, recorrerán toda la embarcación, arrojando cubetas de agua por todas direcciones, barriendo y limpiando la cubierta, los gallineros, las escaleras, las puertas de los camarotes, todo en una palabra, no siendo nada extraño el que despertemos todos mojados, pues suele caer una cubeta entera de agua sobre el desgraciado pasajero que no tiene la precaución de cerrar bien la vidriera de su camarote.
A las siete de la mañana, el mozo entrará a dejar una taza de té o café, tan detestablemente confeccionados, que igualarán en el mal sabor al medicamento más desagradable de una farmacia. A las diez, el sonido de una campana indicará la hora del almuerzo. Los pasajeros, aseados y rasurados, que han estado esperando con impaciencia el sonido de la campana, se precipitarán por las escaleras como si se tratara de acudir a un pronunciamiento o de apagar un incendio, y se apoderaran inmediatamente de los mejores platos devorando cuanto está al alcance de su mano. Notaremos que es verdaderamente prodigiosa el hambre de que se encuentran atracados muchos de los que navegan. Otros por el contrario, pálidos, extenuados y macilentos con el mareo, apenas podrán mantenerse en pie. Será un contraste verdaderamente notable el que forman en la mesa esta especie de pasajeros que parecen unos esqueletos salidos de la tumba, que todo les repugna y que todo les molesta, con el de algunos ingleses rojizos, encarnados como el sol, que de cada sorbo se vacían en el estómago una botella de cerveza y en cada bocado hacen desaparecer un cuarto de pollo o una rebanada de jamón.