Emiliano Canto Mayén / Universidad Autónoma de Yucatán
BiCentenario #16
La ciudad de Mérida, se modernizó a la francesa a finales del siglo XIX y principios del XX. Se afirma lo anterior, debido a que la élite política y cultural yucateca rompió, en este periodo, con las características más emblemáticas de esta urbe de origen colonial y reemplazó esta tradición constructiva con las ideas y preceptos de la metrópoli francesa. Así, el trazado de las calles dejó de ser el que se había cumplido religiosamente desde su fundación, las residencias se ornamentaron con motivos arquitectónicos neoclásicos y los espacios y dependencias públicas se volvieron laicos. En esta misma lógica, la infraestructura, los servicios y medios de transporte que se introdujeron entre 1860 y 1914 buscaron hacer de la Ciudad Blanca una capital limpia, ordenada y cómoda y pregonaron que, en esta localidad, se gozaba del mismo desarrollo que en los países más avanzados.
Para entender cabalmente cómo se inició este cambio, es necesario relatar la introducción de elementos franceses en nuestro país y cómo se fueron adoptando éstos en la región henequenera y en su capital, a fines del siglo XIX y principios del XX.
Lo francés en México
El afrancesamiento de las élites en México representa la expansión del cosmopolitismo. Ideología ecuménica que se recuerda en nuestra república, entre otras razones, por sus anhelos de obtener el ingreso de nuestro país al catálogo de los llamados países civilizados.
Con respecto a las prácticas que lo distinguen, el afrancesamiento consistió en el aprendizaje de la lengua de Moliére, la adopción de modas parisinas y la construcción de paseos, edificios públicos, monumentos y mansiones de estilo neoclásico que rompían con el centenario criollo de la ex colonia hispánica.
Las primeras manifestaciones mexicanas de estas prácticas, se registraron en el siglo XVIII. A inicios de esta centuria, ascendió al trono de España la familia Borbón, casa reinante que implantó en Madrid una corte similar a la de Versalles. A causa de este cambio dinástico, los virreyes nombrados para la Nueva España, trajeron consigo arquitectos, artistas, cocineros y sastres afrancesados, con el deseo de mejorar su estadía en la Ciudad de los Palacios.
Posteriormente a estos antecedentes, el conocimiento y gusto por lo francés incubó como larva entre las élites. Esto se debió a que las prohibiciones, motivaron que los postulados filosóficos y políticos de los pensadores ilustrados, solo se discutieran en el íntimo ámbito de la vida privada, cautela que se recrudeció, a fines del siglo XVIII y principios del XIX, por la reacción en contra de la Revolución francesa y sus secuelas napoleónicas.
El germen del afrancesamiento mexicano se desarrolló después de la Independencia, debido a que toda prohibición cesó con el fin del dominio hispano y a causa de que los puertos y mercados nacionales abrieron sus rutas y escaparates a las mercancías extranjeras. Esta apertura inauguró un proceso de cambio en los hábitos, vestimenta y espacios de la vida cotidiana, en donde los antiguos modelos criollos cedieron ante la imitación y adopción de galicismos y modas importadas de la Ciudad Luz.
La Mérida Porfiriana
Durante el siglo XIX, el desarrollo material y político de Francia fue admirado en América Latina como la cúspide de la elegancia y del progreso. En esta centuria en la cual el vapor, el hierro y la electricidad extendieron sus adelantos a través del hemisferio occidental, París se convirtió en la ciudad moderna por excelencia.
Lo anterior se debió a que las universidades, los hospitales, la iluminación, el drenaje, el metro, el cine y demás adelantos que tuvieron como cuna la Ciudad Luz, fueron proyectados al mundo en las exposiciones universales y permitieron, a su vez, que se erigiera en hierro, el más increíble monumento al progreso humano: la Torre Eiffel.
En nuestro país, el afín del gobierno porfiriano y la sociedad civil por igualar a las capitales de las naciones consideradas “civilizadas”, motivó la remodelación de los espacios públicos y privados de la ciudad de México y de las principales localidades estatales. A causa de este afán modernizador, la capital del estado de Yucatán acogió durante la llamada Bella época, la influencia francesa que se extendió a través de todo el mundo occidental.
Dos factores primordiales provocaron el despliegue del afrancesamiento en Mérida: en lo político, esta ciudad fungía como la capital de Yucatán desde su fundación, en 1542, y en lo económico, las fabulosas ganancias del henequén –industria que alcanzó su auge a finales del siglo XIX– se invirtieron en construcciones y mejoras materiales que embellecieron a esta urbe.
A lo largo del periodo que va de 1860 a 1914, Mérida registró un crecimiento sin precedentes. Entre 1860 y 1870, distintos gobiernos yucatecos, ante la imposibilidad de disponer de fondos para construir edificios ex profeso, fundaron el Hospital General en un convento abandonado, el Instituto Literario de Yucatán en la sede del Comisariato imperial de Yucatán y el Instituto Literario de Niñas en el ex convento de monjas concepcionistas.
En la siguiente década, en el porfiriato temprano, se inauguró un periodo constructivo inédito: en cuanto a la obra pública, se comenzó a erigir un nuevo palacio de gobierno (1879-1892), se inauguró el servicio de tranvías entre los suburbios meridanos (1880), se concluyó el ferrocarril Mérida-Progreso (1881) y se proyectó el Paseo Montejo (1888-1906).
Entre 1886 y 1889, las líneas férreas y telegráficas (y alguna que otra telefónica) se extendieron de la capital peninsular hacia Temax, Campeche, Valladolid, Espita y Tizimán y comenzó a funcionar la primera planta eléctrica que iluminó las cuadras en torno a la Plaza Grande.
En esta época, los liberales yucatecos tuvieron una manía por rebautizar el nombre de lugares públicos con el de próceres de la Guerra de Castas y de la lucha contra el Segundo Imperio, las calles y las poblaciones del interior del estado recibieron el nombre de militares y políticos distinguidos, el teatro de San Carlos se renombró José Peón Contreras (1879), el Hospital General se llamó Agustín O’Horán (1883) y las plazas de los barrios recibieron apelativos como Andrés Quintana Roo (barrio de Santa Anna) o Vicente María Veláquez (barrio de San Juan).
Ya en las postrimerías del porfiriato, las plazas se embellecieron con estatuas como las de Manuel Cepeda Peraza (1895), Justo Sierra O’Reilly (1906) y Benito Juárez García (1910), y los edificios emblemáticos de la urbe yucateca se decoraron con bustos de próceres como Agustín O’Horán, José Peón Contreras, Olegario Molina Solís, Norberto Domínguez Elizalde, Crescencio Carrillo Ancona, Rita Cetina Gutiérrez, Porfirio Díaz y Francisco Cantán entre muchos otros.
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