Tres leyendas del Soconusco

Tres leyendas del Soconusco

Antonio Cruz Coutiño
Universidad Autónoma de Chiapas

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 38.

Como un rompecabezas, los mitos ancestrales se van reconfigurando siempre a partir de reconstrucciones verbales y relatos previamente escriturados. Fragmentos y retazos que a partir de un paciente trabajo de intersección pueden hilvanarse como historias. He aquí una selección de leyendas fantásticas del estado de Chiapas.

image002

Hace más o menos 35 años leí por primera vez un texto publicado por el arqueólogo maestro Carlos Navarrete, centroamericano de origen, aunque chiapaneco por adopción, relacionado con algunos mitos de origen, propios de Mesoamérica, propios del Soconusco, Guatemala y Chiapas. La versión que leí se encuentra en el número 9 de la revista del ICACH, publicada en diciembre de 1962 y se intitula Cuentos del Soconusco. Tiempo después supe que el pasaje, recortado, provenía de alguna revista llamada Lanzas y Letras y, finalmente, por esos años descubrí su versión “original” en un ejemplar de Summa Anthropologica, de 1966.

Los tres relatos principales a los que se refiere el texto son a tal grado perfectos, representativos del pensamiento mesoamericano, que desde ese tiempo decidí indagar sobre ellos y descubrir su vigencia. Hurgar en la conversación, en el recuerdo y en la rememoración de la gente del Soconusco, aunque en especial en la memoria de la gente grande, los más ancianos de los municipios de Tapachula, Tuxtla Chico y Cacahoatán.

Por esos años iniciaba mi interés por descubrir, leer, comprender la esencia de los mitos ancestrales contenidos en las leyendas contemporáneas de los pueblos de Chiapas. Emprendía la tarea de compilar leyendas previamente escrituradas, aunque incluía también, registrar por primera vez, algunas, directamente. Debido a ello con el tiempo reuní versiones varias, síntesis, trozos desfigurados y fragmentos. Todos relacionados entre sí, acordes con los relatos originalmente publicados por Navarrete. Así que “decidí” hacer con ellos labor de tru-tru: recortar, pegar, entretejer, modelar. Y por fin ahora me animo a divulgarlos. Se trata de tres leyendas: 1. El origen del volcán Tacaná y los seres humanos; 2. La historia del hombre que busca al sol; y 3. El sol, la luna y las estrellas. Expreso las gracias a mi suegro, el león cronista de mayor fama en el Soconusco, don Armando Parra Lau, por facilitarme algunos contactos.

El origen del tacaná y los humanos

Hace mucho, mucho tiempo, despuesito que el sol todavía ni pensaba alumbrar; cuando Dios, después de tanta preocupación por todos nosotros, terminó de hacer la tierra junto con los ríos, los animales y todas las montañas, dejó a todos los hombres. Unos por un lado y otros por otro. Para que trabajaran la tierra, para que hicieran sus milpas, consiguieran su comida y lo quisieran como un padre. Desde ese tiempo los animales y los árboles andaban de un lado para otro, sin rumbo andaban, y los hombres no tenían nombre de persona, ni les preocupaba que todo el día estuvieran trabajando; que fueran de una sola pieza para el trabajo como si todos fueran una sola mano.

Dios, de tanto trabajo para hacer la tierra y de tanta cabeza para hacer cuanto hombre que dejó en la tierra, se cansó y regresó a su casa para descansar. Bien confiado regresó al cielo, creyendo en la honradez de la gente que había dejado. Nunca más se preocupó por acordarse de ellos, no de lo que hacían, ni de lo que decían; digamos que más bien pensaba que su trabajo había sido bueno y que sería respetado.

Pero va sucediendo que de repente, un día se le ocurrió bajar a la tierra para ver cómo estaban sus hijos. Cómo les había ido en sus milpas y en su trabajo. Quería averiguar si lo sabían venerar, si todavía lo respetaban. Y así observó todo a tinta y papel, al derecho y al revés, y ya que terminó de echar su vuelta, ya que terminó de ver tantas cosas, se puso triste; tal vez nunca sería visto tan apenado como ese día y ¿Cómo no? Si las milpas estaban abandonadas. La muchachada y los chamaquitos no hacían caso a los viejos, y de él casi nadie se acordaba. Contimás que lo adoraran.

Lo que hizo Dios no fue castigarlos de una vez. Mejor pensó echarles una ayudadita para ver si se componían, por si volvían a agarrar el rumbo: primero se puso delante de ellos y con ojos de miranube no lo supieron ver; después se presentó como un ruidito y los testarudos creyeron que era el río; otra vez llegó con ellos como en forma de nube y plumas, y menos que lo sintieran. A pesar de estas cosas tan malas que le hacían a Dios, él todavía no daba su brazo a torcer, todavía no quería condenarlos.

Por eso es que una mañana, otra vez les dio prueba de su voluntad; todo su poder amaneció arriba de la montaña, como otra montaña todavía más grande pero en medio de retumbos, truenos y temblores; como un volcán sin boca. Al ver este gran terremoto los hombres se asustaron, temblaron de miedo, corrieron de un lado para otro de tanto espanto y hasta parecía que habían visto al mismo diablo. Después de todo el alboroto no les quedó más que cultivar sus siembras y cuidar sus trabajos abandonados; ahí iban con la cabeza agachada, todos miedosos iban arrepentidos. Así fue como nació el Tacaná, volcán que siempre nos mira.

Pero como siempre ha de pasar una pendejada, aquí también hubo una de buen tamaño. Sucede que apareció un muchacho muy atrevido, un chamaco con bastante valor que fue y le dijo a la gente:

—Regresen hermanos, para qué hacen caso de tanto escándalo, tiren su miedo por el suelo, total que toda la tierra es de nosotros… y si es como dicen, que fue regalada, no puede volverse a quitar. Así fue que les habló y todos pararon las orejas, a cuál más le hizo caso al muchacho y todo el día se pusieron a echar trago, bailando hasta que ya no podían; se acostaron como quisieron con las mujeres y se durmieron hasta que ya el sol se quería levantar de nuevo.

Entonces, Dios volvió a llegar, volvió a hablar con ellos, pero para su desgracia ya estaba como agua pa’ chocolate. Entonces les habló, pero ya no como antes, con palabras buenas, con voces de hombre. No. Les habló, pero con fuego, con piedras, con chapapote, con terremotos, con temblores y chiflones. Estaba esta tierra como un sartén hirviendo. Así fue como nuestro Dios contestó; todo lo que había por este rumbo se quemó, todo se estaba muriendo y hasta los ríos se comenzaron a secar.

La gente se murió pero por carretadas; sólo de imaginarlo, uno hasta se orina, y aún con esto, muchos todavía se salvaron; algunos porque se metieron en el agua fresca para aguantar el calor, aunque se convirtieron en pescados; otros que se subieron arriba de los árboles para descansar del suelo que hervía, se transformaron en monos; algunos hombres que por miedo brincaron hasta paredones altos, volaron y se hicieron pájaros y algunos hasta zopilotes, de esos pescuezudos. Los que se agacharon, se acurrucaron, se arrastraron o se pusieron en cuatro patas para meterse en las cuevas y esconderse, son los que se volvieron culebras, tlacuaches, taltuzas y todo ese animalero que perjudica y anda escondido en los zacatonales.

Ahora, de todo ese gentío que murió, de todos los que cambiaron de cuerpo para convertirse en animales y de todos los que el diablo se llevó… aquellos hombres que se arrepintieron de corazón fueron perdonados, y Dios hasta permiso les dio para que se casaran de nuevo. Fue de ese acuerdo que nacieron todos los hombres, de los que ya se dan pocos: los que saben trabajar como barraco y aprendieron a respetar a Dios. Por eso es que hasta la fecha, el que es vagabundo muere mal y nadie lo guarda en su memoria; el de corazón malo muere de enfermedad, el que a hierro mata a hierro muere, la mala culpa se lleva en la conciencia y Dios mejor se quedó a cuidarnos cerquita de nosotros y para siempre. Desde arriba del volcán Tacaná, que es el mejor de todos los volcanes; el que vigila a todos los hombres para que nunca vuelvan a salir del camino.

El hombre que buscó el sol

De esto ya hace bastante tiempo, tanto, que nadie se acuerda del año en que sucedió. De cuando las palabras de los jóvenes que ahora ya son viejitos; de sus tíos, de sus abuelos primeros. En esa época hubo un hombre que vivía en su rancho, antes que se hiciera Tuxtla Chico. Era común y corriente, pero decidido, inteligente, de buen tanto… fornido él, empezó a pensar que quería saber en dónde vivía el sol, cuál era su casa, de qué puerta salía y con quién se miraba por las noches.

Como un mes lo estuvo pensando, le daba una vuelta y le daba otra, hasta que se decidió: se fue a su cantón –porque estaba en su milpa– y se lo contó todo a su mujer. A ver si estaba de acuerdo… pero ¡qué va a ser! Ella no lo consintió; pensó que el sol podía enojarse y podía castigar al marido por andarse metiendo onde no lo llamaban. Por andar de shute. En ese tiempo no había Dios como el que ahora tenemos. El sol era el mero Dios y era como un padre que siempre se respeta. Pero como siempre, la curiosidad del hombre pudo más que los ruegos de la mujer. Se fue y luego encontró ayuda de otras fuerzas, de seguro las fuerzas del mal. ¡Quién lo creyera! Luego-luego se volvió gavilán; según esto para poder volar y así encaminarse rumbo a la casa del sol. Pero va ocurriendo que por más que volaba, ni siquiera se acercaba a donde estaba el sol, sus fuerzas no le alcanzaron y él estaba más allá todavía, más lejos que el vuelo de los pájaros y… entonces el hombre regresó a su casa.

Al otro día volvió a hacer otro esfuerzo, de seguro con ayuda del cachudo. En un acto se convirtió en águila y ya así, se fue volando derechito pa’onde está el nacimiento del sol.  Llegó hasta allá, divisó el lugar que buscaba pero pa’su desgracia no lo encontró; había salido como siempre, tempranito, a regar las siembras y las milpas con sus rayos y su calor. Volvió a regresar. Esperó el otro día en su casa y se fue temprano para encontrarlo antes de amanecer, ahí donde se esconde, donde duerme el sol.

Llegó hasta allá y pa’su desgracia lo que encontró fue el final de la tierra, ahí mero onde principia el mar. Susto que se pegó este hombre. Se escondió detrás de un árbol y desde ahí comenzó a mirar; se dio cuenta cómo el sol iba dejando bastante oro en medio del agua de esos mares, de esa agua que se lo estaba tragando. El hombre rápido pensó en cómo recoger todo ese oro, pensó que el oro pesaba mucho y que sólo no iba a poder recogerlo. Fue así que fue a buscar gente para que lo ayudara, gente que quisiera también un poco de riqueza, un poco de tesoro. Fue al cantón y nadie le hizo caso, nadie se quería comprometer. Pero de regreso se encontró a unos enanos que le invitaron a pasar a su casa que era una cuevona, grande y profunda. La cuevona era la puerta del centro de la tierra.

Allá en el pueblo de los enanos la vida era más bonita, se vivía mejor que en la tierra de arriba, donde se da el aire y se da el sol. En esas grandes cuevas todos trabajaban con ganas y vivían contentos; aparte tenían sus ratas y taltuzas especiales para buscar la comida arriba, donde hay plantas y frutas. También tenían sus sompopos que eran algo parecidos a los cochis de aquella gente. Se pusieron de acuerdo para ayudarlo a cargar el oro. Después, juntos se fueron a esperar en la orilla del mar, a mirar cómo se escondía el sol en el agua. Cuando bajó el sol, el hombre y los enanos se alistaron con sus redes y costales para recoger el oro que dejaba sobre las olas. Se pusieron en la orilla del agua, listos para recoger todo lo que las olas traían hasta la arena. Y así, aunque no lograron cargar cuanto oro había escupido, sí rejuntaron bastante y a cual más regresó contento.

Pero no vayan a creer que la historia ahí había acabado. Este hombre tenía otro defecto: no sólo era argüendero, sino también de mala semilla. Tenía su corazón podrido, su corazón era negro como la pepa del chicozapote. Cuando calculó que ya estaba cerca de su casa se puso a toser recio sobre los pobres enanos, los que rápido se cayeron al suelo y se lastimaron y se machucaron con los costales; en eso aprovechó el hombre para rejuntar todo el oro de los enanos, todo lo echó en su costal grande y con el bulto cargado se fue a su casa.

No había caminado mucha vereda cuando empezó a sentir que el costal iba pesando más. Bañado en sudor iba y hasta la carga se resbalaba… ya casi no lo aguantaba y no era porque se hiciera más grande el bulto. Era que el hombre se estaba achaparrando, se iba poniendo más chiquito, como del tamaño de un chucho. Así fue cambiando de color; negro y morado se fue poniendo, le nacieron alas grandes, pico sucio le salió, y en lugar de pies le crecieron tamañas uñotas y escamas y arrugas. En vil zopilote se convirtió el pobre hombre; pobre desgraciado, porque eso y más se merecía.

Los enanos al ver esto, lo que hicieron fue recoger el oro que había tirado, fueron con la mujer del hombre-zopilote y le regalaron su parte que le tocaba, principalmente porque era muy pobre y tenía varios hijos y porque ahora ni de marido había esperanza.

Los enanos, con los desconocidos eran muy buenas gentes; tanto es que decían que el corazón lo tenían de azúcar: con el resto del oro se fueron a su casa, llegaron a la cueva y bajaron rumbo al centro de la tierra. Ya estando ahí, descargaron su tesoro y lo fueron colocando en montoncitos bajo unas raicitas que crecían para arriba hasta llegar a la tierra de afuera. Y va sucediendo que estas fueron las primeras matitas de maíz. De esto sale que las mazorcas de maíz tengan pelitos y granos del color del oro; porque los enanos de la tierra son como los rayos del sol que se meten en las rendijas, y desde ese tiempo se la han pasado trabaje y trabaje, haciendo elotes y todas las frutas y alimentos de la humanidad.

Del hombre que se hizo zopilote, se sabe que de zopilote no pasó. Mala suerte lleva, pues fue castigado por el mismo sol. Es por eso, por su mala acción, por ser tan ventajoso y por argüendero, que onde quiera le va mal y le pusieron color negro, color de muerte. Hasta ahora no se convence: sigue buscando el oro que los enanos se llevaron. Lo bueno es que por más que busca, lo único que encuentra sobre la tierra son animales muertos y podridos; la mierda vil.

El sol, la luna y las estrellas

De esto ya nadie se acuerda, sólo la plática queda. Hace mucho tiempo hubo una señora que era bien pobrecita ella. Tenía una hija grande, morena; decían que bastante hermosa… estaba lista para encasamentarse, pero no encontraba hombre bonito. No quería casarse con ninguno porque era presumida –creída y alzada la pobre– y pensaba que no había hombres de su tamaño y ni uno pa’l gusto de ella. Muchos llegaban, le querían hablar pero lueguito los corría. Si tanto es que un día se presentó el mismito Dios, vestido de milpero, o de peón, para pedirle la mano, para que se casara con él, aunque también fue rechazado por no ir vestido como catrín.

Así pasó el tiempo y de repente una tarde aconteció algo extraño: estando esta muchacha lavando ropa en el río, se presentó Dios pero agarrando forma de pajarito; llegó y se paró en las piedras de lavar.

—¿Qué haces aquí, pajarito molestoso? —le dijo esta mujer, y el pajarito en lugar de contestar siguió haciendo travesura. Entonces la muchacha agarró una ramita y le dio un golpe en la mera cabeza. Por eso el pajarito rodó entre las piedras y se murió. Al ver lo que había hecho, la muchacha se asustó ante el pajarito patas pa’rriba y se compadeció. Lo agarró con sus manos y, para darle calor, lo pegó a sus pechos y a su corazón, pues no encontraba un guacal para esconderlo debajo y golpearlo encima, que así es como se reviven estos animalitos. Y van a ver qué pasó: que en cuanto sintió el calor, el pajarito se revivió, picó las puntas de los chiches de la muchacha y en tropel se huyó con sus alas.

Pasaron algunos días y otra vez fue esta muchacha al río con su mamá. Ella se llamaba Viento. La mamá al ver a su hija desnuda como estaba… que se va espantando al ver que se estaba hinchando su barriga.

—¡De seguro ha de ser sin padre! —le regañó, y nunca le volvió a dirigir la palabra.

Con el trajín y el trabajo de la casa luego se pasó el tiempo; de la muchacha nacieron dos preciosos chamaquitos, pero al estar pariendo no aguantó todas las fuerzas y el dolor, y así fue que se murió. Pero es que muriendo y lueguito se convirtió en todo lo que miramos, en todo lo que es la tierra. La abuela que se llamaba Viento, luego-luego trató muy mal a los hermanitos; les hacía la vida imposible y los quería abandonar. Eso fue lo primero, porque después los quiso comer y de último hasta los quería matar.

Esta malosa mujer tenía más hijos; unos los tenía aquí, otros los tenía allá. Digamos que los tenía regados en todas partes, y un día los llamó a todos para que le ayudaran a desaparecer al par de nietos, porque también esos hijos eran malos, tenían las entrañas podridas. Y de todas partes fueron llegando: había unos negros como el carbón, otros pálidos que vivían en tierra caliente y otros colorados de tierra fría. Unos altos, otros chiquitos como sacos de maíz. Llevó a los hermanitos a la orilla de un barranco para que los tiraran los tíos, los hermanos de la muchacha, sus hijos regados que ya estaban juntos. Y de la tierra salió un grupo de hormigas que hablaron a los hermanitos:

—Somos la palabra de su madre, las letras de su nombre, sus pensamientos chiquitos. No tengan miedo y salten. Ella los va a recoger.

Pero sólo uno saltó, el más listo, aunque cuando ya se caía le salió fuego y, enrojecido, ardiendo, subió hasta el cielo, pero… al pasar cerca le quemó el pelo a su abuela. Desde entonces el viento es como la noche porque tiene la cabeza negra. La viejita dio un grito y saltó para seguir al sol, para castigarlo, aunque… hasta ahora, nunca lo ha podido alcanzar; sólo lo empuja, aunque siempre lo persigue con su cabeza negra.

El otro hermanito, al ver el milagro, saltó al barranco porque ya casi lo tenían agarrado los tíos, los hijos de la abuela, los que habían venido de todos los rincones. Ya estaba cayendo cuando se puso blanco, le salió luz, y se fue para arriba convertido en la luna. Los tíos se enojaron y para castigarlo se tiraron también, y ya casi lo detenían de su ropa –de donde lo habían agarrado– cuando se rompió su camisa. Por eso es que les quedó en la mano un poco de luz y entonces los tíos subieron convertidos en estrellas. Ahora las estrellas rodean a la luna, pero no la pueden tentar; no la pueden alcanzar.

Y fue así como Dios formó la tierra, el viento que es cabeza de noche, la luna y las estrellas del cielo.