Graziella Altamirano
Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 31.
Una de las actrices más emblemáticas del cine nacional fue Sara García Hidalgo (1895-1980), conocida como La Abuelita del cine mexicano por sus estereotipadas interpretaciones de una abuela, lo mismo severa y regañona que protectora y tierna, una figura imprescindible de la época de oro del cine nacional. Recuperamos dos entrevistas don de la propia actriz habla de su llegada al cine, los escenarios compartidos con Pedro Infante y Jorge Negrete, así como la huella que quería dejar para las futuras generaciones de actores y actrices.
Actriz de teatro por vocación y por intuición, Sara García se vinculó a la carrera cinematográfica y transitó casi a la par con la historia del cine nacional del siglo XX, a partir de la aparición del cine sonoro en los años 30, cuando este se fue perfilando y desarrollando en las décadas siguientes, como uno de los entretenimientos con mayor producción y diversidad de géneros.
Surgieron por entonces los melodramas con actuaciones exageradas como una herencia tanto del teatro como del cine mudo, se dio impulso a las películas musicales, fue inaugurado el género de comedia ranchera y apareció el cine cómico con artistas procedentes de las carpas populares. Fueron años en los que proliferaron los directores y el cine experimentó un importante crecimiento debido a la instalación de los grandes estudios cinematográficos. Todo ello habría de dar forma y brillo a la época de Oro del cine mexicano en la que se realizaron obras de enorme calidad de distintos géneros y alcanzaron su máximo esplendor las grandes estrellas y los ídolos populares que se volvieron inmortales, entre ellos, Sara García.
La abuelita del cine mexicano se ganó este mote a pulso, sacrificando juventud y apariencia al hacerse extraer los dientes para dejar a un lado las actuaciones de dama joven y convertirse en actriz de carácter representando papeles dramáticos. Como ella misma expresó, siendo joven quiso ser vieja y así llegó al cine, adaptándose a los modelos que se impusieron entonces, con estereotipos de personajes que representaban una sociedad que no siempre era un fiel reflejo de la realidad.
Sara fue lo mismo la madre y esposa sumisa, dulce y abnegada de un matrimonio ejemplar, que la mujer recia, dominante y mandona que impone su voluntad; la abuelita dulce y tierna o la abuela regañona que fumaba habanos. Se adaptó en el cine a lo que Carlos Monsiváis llamó la dictadura de gestos y palabras donde la maternidad es la partera del melodrama. Para él, Sara fue insuperable en el cine como madre y abuela y en el melodrama tuvo su espacio vital.
La actriz actuó bajo la dirección de renombrados directores de la época de Oro y en su trayectoria participó de los tiempos de auge, decadencia y crisis del cine nacional. Aparte de su carrera cinematográfica, también trabajó en radio y televisión. Compartió créditos con reconocidos actores como Fernando y Andrés Soler, Mario Moreno Cantinflas, Joaquín Pardavé, Jorge Negrete y Pedro Infante, de quien decía orgullosa que lo había impulsado en la actuación.
Las páginas siguientes corresponden a la edición de dos entrevistas que reflejan su personalidad y su trayectoria en el cine mexicano, las cuales forman parte del Archivo de la Palabra del Instituto Mora. Fueron realizadas por Aurelio de los Reyes, el 7 de marzo de 1974; y Eugenia Meyer, el 23 de agosto y 2 de septiembre de 1975 (PHO/2/5).
Sara García en primera persona
Mi padre era ingeniero arquitecto y escultor. Él era de Córdoba, España, [y] mi madre de Granada. Nací en Orizaba, Veracruz. Después nos fuimos a Monterrey, porque a mi padre lo llamaron para restaurar la catedral. Ahí hizo diversas obras, pero le dio un ataque de parálisis. Por ese motivo, la colonia española lo mandó a México a lo que era antes la Beneficencia Española, ahora el sanatorio español. Me eduqué en el Colegio de las Vizcaínas. Ahí hice mi instrucción primaria, secundaria y luego la preparatoria, porque en el mismo colegio fui maestra de tercer año y de cuarto […] Fue cuando nos tocaron los trancazos de la revolución, durante la Decena Trágica. Como el colegio estaba en la zona de fuego, porque estaba La Ciudadela, el Palacio Nacional y de ahí eran los cocolazos, pues se incendió la física [el laboratorio], uno de los dormitorios, la enfermería. Nos llevamos un susto espantoso. Fue una cosa terrible. Tan es así que le fueron a pedir a la directora, doña Cecilia Mallet, las azoteas del colegio para estar más cerca de La Ciudadela y la señorita se negó y con todo el valor les dijo: Por ningún motivo. Aquí no entra nadie. Se fajó las enaguas la directora y no entró nadie.
A mí me encantaba todo lo que fuera teatro, era una gran aficionada porque desde mu pequeñita vi teatro, y buen teatro. Me aficioné muchísimo al grado de que cuando era colegiala, en el santo de la directora, hacíamos comedias, fiestas, y yo era la primera actriz, ¡imagínese, nada más una muchachita! Después, cuando ya fui maestra, les daba de premio a mis discipulas, ponerles versos, comedias. Era el premio si salían bien en el colegio […] Ahí conocí de cerca a Porfirio Díaz, porque en aquella época él repartía los premios. Iba cada año a la repartición de premios.