Obreras del tabaco contra la explotación

Obreras del tabaco contra la explotación

Nancy Lizbeth López Salais
Facultad de Filosofía y Letras-UNAM

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 59.

En el México decimonónico, grupos de mujeres desafiantes y transgresoras que trabajaban en la industria del tabaco dieron su lucha por reivindicaciones laborales y sociales. A pesar de los intentos por socavarlas, dejaron una huella que otras mujeres retomarían años más tarde.

Era el año 76 de un siglo convulso de un día caluroso de mayo en la capital porfiriana, en una de sus calles centrales algunas mujeres y otros curiosos pararon su andar al escuchar el clamor de las palabras de una mujer que, con el entrecejo fruncido y el puño en alto, proclamaba:

¡El hombre no puede ser superior a la mujer, puesto que ambos son de una misma materia, del hombre se hace un libre pensador; de la mujer una esclava! Consideremos cuán interesante es la educación de la mujer, y luego examinaremos sus obras y apreciaremos su genio sublime. No queremos ni buscamos libertinaje como algunos creen, queremos la ilustración de la mujer, su educación, su lugar que merece en el banquete social. Yo amo igualmente la libertad y la igualdad; no las concibo divididas, las creo como condiciones esenciales de la justicia. Yo, que habito en un país libre como México, que la ley es igual para todos; yo, ciudadana de la república, en el hogar me encuentro bajo el amparo de la ley que mide a todos por igual, reclamo mis derechos y los de mi sexo, ya que se nos pretenden quitar por unos cuantos. La naturaleza con sus leyes es igual en sus beneficios y en derechos. ¿Por qué las leyes sociales  no lo son? ¿La misión de la mujer está sólo en el hogar, en la familia, en el hospital de caridad y en el lecho moribundo? No, y mil veces no. Si el hombre se ha creído señor de la mujer en la antigüedad, en el progreso no existen más que iguales obreros infatigables en la lucha. Precisa es la emancipación de la mujer, camina, trabaja sin descanso, ¡por sacudir un yugo de siglos enteros que la han privado de un derecho que desde su origen se le concedió!

El discurso se imprimió en las páginas de El Hijo del Trabajo bajo la autoría de Juana, La Progresista, el 22 de mayo de 1876, y se vendió como pan caliente. Los comensales de las fondas escucharon atentos el reclamo de Juana en la voz de Pedro, El Cuentista, que diario iba de fonda en fonda leyendo el periódico a cambio de unas monedas, mientras que en las mesas del restaurante Tívoli de San Cosme, la clase media masculina leyó el periódico entre mofas y olor a café. En otros horizontes, siguiendo la tradición de sus ancestros en las cigarreras cubanas, don Felicio visitó, como cada jueves, uno de tantos espacios tabaqueros para dar lectura a notas chuscas, noticias y poemas a las operarias que se encontraban concentradas torciendo los dedos para lograr el enrollado perfecto del papel. Pero ese día, el famoso “lector de tabaquería”, como se le conocía, comenzó a leer en voz alta el osado discurso de Juana, y como si alguien les hubiera leído la mente, las obreras interrumpieron sus menesteres para prestar atención con cierto asombro y asintiendo con disimulo.

El discurso de Juana fue único por su pensamiento vanguardista y libertario en favor de las mujeres y sus derechos, algo inexistente para esa época, y aunque no hay registros sobre ella, su discurso delata su inclinación por la lucha obrera. Juana pudo ser una obrera como muchas otras que irrumpieron en el espacio público y en la prensa con sus protestas y discursos en favor de la mujer y exigiendo mejores condiciones laborales. En esos años, la ciudad de México atestiguó múltiples episodios en los que las mujeres fueron todo, menos unos ángeles serenos y débiles.

Y es que la marcha  hacia el progreso de nuestro país tuvo un correlato en la vida precaria de las obreras en las fábricas capitalinas durante el siglo xix. En las siguientes líneas repasaremos algunos episodios importantes en la historia de la lucha de las obreras, en específico las tabacaleras, ya que destacan en las fuentes históricas como las primeras en hacerse ver y escuchar fuerte y claro en un mundo que intentaba callarlas y reducir su existencia al hogar.

No hay mal que dure cien años…

Desde tiempos de la colonia, muchas mujeres andaban por las calles de la capital de Nueva España forjando y llevando a domicilio el nuevo invento del cigarrillo, que, según cuenta el historiador Guillermo Céspedes, fue el resultado del ingenio de un señor llamado Antonio Charro, quien encontraría en este enrollado producto la fortuna que esperaba desde niño. La novedad fue que, a diferencia del puro, el cigarrillo era más sencillo de liar y transportar, no requería de manos expertas, lo que representó una oportunidad de trabajo para las mujeres pobres y sin experiencia, ya que la legislación gremial sólo admitía varones. El gusto de ganarse la vida sin horarios y sin descuidar a sus hijos terminó con el estanco del tabaco por parte de la corona española, cuando estipuló que toda producción y venta de esta materia prima era de su propiedad. Un buen día de 1769 se fundó La Real Fábrica de Puros y Tabaco, primera en su tipo en toda Nueva España que, entre varias mudanzas y un siniestro, quedó ubicada en lo que ahora se conoce como La Ciudadelade la ciudad de México.

La fábrica real, a diferencia de los gremios, empleó mayoritariamente a mujeres en lugar de los hombres, bajo el argumento de que eran más cuidadosas, honestas, menos dadas a la revuelta, al robo y a los vicios; no obstante, poco antes de concluir el siglo XVIII, Gertrudis Barrios y otras operarias inconformes con las condiciones, tratos, horarios y estrictos reglamentos de la fábrica, se organizaron para cambiar la precariedad del nuevo sistema de trabajo y planearon un motín que se vio frustrado por la indiscreción de un párroco que, en medio de una confesión, le había sido revelada la intención de las forjadoras y denunció de inmediato el plan a las autoridades de la fábrica. Las inconformes fueron despedidas por “alborotadoras”, remarca en su investigación el historiador Arturo Obregón. Gertrudis nunca imaginó que ese y otros episodios de ese tipo serían el germen de una historia de rebeldía y desobediencia que continuaría a lo largo del turbulento siglo XIX.

Hacia los años setenta del régimen de Díaz, la situación económica del país cambió al compás del arribo de capitales e inversiones extranjeras que dinamizaron la economía mexicana, permitiendo así la creación de la primera línea ferroviaria que iba de la capital a Veracruz. La expansión de los transportes y las noticias de oportunidades de trabajo desterró del campo a muchos hombres y mujeres que, en busca de oportunidades de trabajo, migraron a la capital. La estación de trenes Buenavista, por ejemplo, recibió a mujeres de todas las edades que buscaban un lugar de trabajo en alguna fábrica o como empleadas en alguna casa. La ciudad se ensanchó más allá de sus antiguas fronteras los últimos 20 años del siglo XIX y nuevos barrios como la Guerrero, la Morelos, la Bolsa, el Rastro, Santa Julia, la Candelaria, Hidalgo, Peralvillo y La Viga se agregaron a la traza urbana.

Calles y avenidas del centro de la ciudad y sus alrededores protagonizaron el nacimiento y reapertura de fábricas, sobre todo de la industria de los cigarros. A diario, las forjadoras se despertaban al cantar del gallo para acomodarse el pelo como Dios les daba a entender, cubrirse con su rebozo y dirigirse a paso redoblado rumbo al callejón de San Antonio (ahora calle Ernesto Pugibet) donde se encontraba la fábrica El Buen Tono, vecina de la plaza y del famoso, desde entonces, mercado de San Juan. A otras se les veía enfilarse sobre la calle Puente de Alvarado en espera de un lugar en la fábrica La Tabacalera Mexicana o alguna otra como La Principal, en la actual calle de Zaragoza; La Rosa de Oro y Del Río, en la calzada de la Teja; así como El Modelo, El César, El Gallito, La Mexicana, El Borrego, El Triunfo, Los Aztecas, La Bomba, La Bola, El Negrito, El Profeta, La Campana,    La Sultana y el Moro Muza.

Este desarrollo industrial danzó a un ritmo inversamente proporcional al del bienestar social de sus obreras. Mientras que el presidente presumía un México desarrollado y próspero en el escenario internacional, campesinos y obreros lejos estaban de gozar las mieles emanadas del progreso. Aunque en la parte central de la capital confluía un mar de gente de todos los estratos, lo cierto es que las trabajadoras y sus familias vivían en barrios periféricos y en condiciones insalubres de hacinamiento y pobreza. Después de extensas jornadas de trabajo, el refugio hogareño que las recibía no contaba con sanitario, drenaje, ni agua corriente. Lo que algún día fueron conventos y mansiones coloniales, ahora eran vecindades cuyas habitaciones albergaban familias enteras. Las condiciones laborales eran peligrosas  e insalubres. Tanto la prensa como los reglamentos de la época señalan que la jornada laboral promedio para 1892 en la ciudad de México era de 16 horas con 45 minutos de comida, no se abonaban días de descanso ni festivos y a las mujeres se les pagaba mucho menos que a los hombres por considerar que su ingreso era complementario para el hogar.

La relación entre el capital y el trabajo no se encontraba reglamentada jurídicamente de manera precisa ni siquiera en la Constitución de 1857, por lo que los salarios dependían del capricho de los patrones, quienes, en muchas ocasiones, de manera injusta, bajaban el salario y aumentaban   las cuotas de cigarros por día y amenazaban con contratar mano de obra cautiva del Castillo de Tlatelolco o de la cárcel de Belem, según lo expresaron desesperadas las mismas cigarreras en un ocurso publicado en El Correo de las Señoras, en octubre de 1885.

Las cigarreras estaban inconformes también por los descuentos al jornal que les imponían por la ruptura o extravío de herramientas, además de las revisiones corporales a la salida del turno que, desde su parecer, “vejaba su dignidad” y su moral. A la lista de agravios se sumó años más tarde el desplazo de la mano de obra por las máquinas modernas como las Comas, Bonsak y Decouflé, que hacían miles de cigarros en poco tiempo. Los años ochenta del siglo xix fueron años de gran agitación social; las jefaturas de policía, las cárceles, los mercados y las fábricas de la ciudad fueron las escenografías de la frustración y la sed de justicia. Tan sólo en 1885 hubo cerca de 17 huelgas en la capital, cuenta Moisés González Navarro en su Historia moderna de México, y muchas de ellas fueron protagonizadas por las obreras del tabaco. 

Calladitas no se ven más bonitas

Un viernes por la tarde, las cigarreras de la fábrica El Moro Muza salieron de su centro de trabajo con el pago a destajo en monedas de cobre en vez de plata. Molestas pero resignadas, acordaron encontrarse el domingo en el mercado para comprar lo que les alcanzara con la mísera compensación. Al llegar y querer pagar se encontraron con que las vendedoras de pan rechazaron el pago en cobre por su poca valía. Furiosas, las cigarreras increparon a las vendedoras y se armó una rebatinga. Entre migajas de pan y mujeres despeinadas, la gendarmería intervino cuando se le notificó que estaban apedreando un inmueble en la avenida Plateros por la que “pasaban varias mujeres gritando hechas unas furias”, narró el cronista de El Monitor Republicano el 25 de diciembre de 1883. Otros tantos sucesos como este pudieron tener lugar en los mercados de El Volador y La Merced, pues al ser puntos de venta de productos básicos y con basta concurrencia de mujeres de clases populares, eran perfectos focos de conflicto.

Los hornos de la frustración y la rabia se fueron calentando paulatinamente. Una mañana de 1887, Federico Álvarez llegó como siempre a la fábrica El Negrito un tanto taciturno, caminó hacia su oficina a paso lento y respiró aquel conocido aire impregnado a olor de papel y tabaco, el suelo de madera crujió al contacto con sus pasos, rodeó su escritorio, se sentó en su silla, miró de reojo el reloj y acomodó sus lentes para disponerse a leer el informe dentro de un sobre firmado por su patrón. Sus manos huesudas sacaron el documento y leyó con rapidez la orden de avisar a las obreras que a partir de ese día se les aumentarían las tareas diarias por el mismo pago. Álvarez no fue el único que en ese mes dio la misma nueva a las cigarreras de otras fábricas, la suerte estaba echada. Unas horas después del anuncio, las cigarreras de El Negrito se juntaron para iniciar un paro, armaron una comisión para alertar a otras trabajadoras y convencerlas de unirse a la huelga. La convocatoria tuvo gran aceptación y varias obreras detuvieron sus labores durante 20 días en las fábricas El Negrito, El Modelo, La Niña, El Buen Tono, El César, La Mexicana, El Gallito, El Borrego, La Sultana, Los Aztecas, El Moro Muza, La Tuya,   La Sociedad del Antiguo Estanco y La Bomba. A este paro de labores se le conoció como la Huelga general de las cigarreras.

Por desgracia, el hambre no supo de justicias y algunas cigarreras desistieron de la huelga y volvieron a las fábricas. Pero no todo fue en vano, días antes de que terminara la huelga general, reunidas varias obreras, una de ellas –dedicada a los hilados– comentó que estaba en una organización mutual en la que sus integrantes organizaban colectas, bailes y eventos para recaudar fondos y ayudar a quienes lo necesitaran, sobre todo si caían en la enfermedad, lo que despertó el interés de las operarias, porque constantemente padecían enfermedades como tifoidea u otras relacionadas con el sistema respiratorio, producto de la constante inhalación de polvo de tabaco, y no contaban con recursos para pagar asistencia médica. Al final de la reunión acordaron organizarse y hacer los trámites necesarios en el Congreso Obrero para crear su propia mutual. Luego de un trámite aquí y muchos por allá, la sociedad mutualista Las Hijas del Trabajo quedó conformada un 4 de diciembre de 1887 en la ciudad de México y su presidenta honoraria fue nada más y nada menos que Carmen Romero Rubio de Díaz, a quien se le conocía por sus actividades filantrópicas y quien fundaría también en ese mismo año una estancia de cuidado para los hijos de las obreras mejor conocida como la Casa Amiga de la Obrera.

La fiesta de inauguración se organizó en el Teatro Hidalgo y aquella noche Las Hijas del Trabajosacaron de sus roperos sus mejores vestiduras para asistir al baile, pero el gusto duraría poco, pues a pesar de que la mutual fue un camino pacífico para paliar sus problemáticas y apoyó a muchas mujeres ante eventualidades desafortunadas, no logró tener un alcance mayor para detener los abusos en las fábricas. Tres meses después de creada la organización, La Paz Pública, en una nota del 2 de septiembre de 1888, señaló que Julio Pugibet, dueño de la fábrica La Ideal, había anunciado que les descontaría a las trabajadoras de su jornal para pagar la luz. Más pronto que un rayo, 44 cigarreras tomaron valor y se presentaron en la oficina y pidieron hablar con el dueño para pedirle que se retractara. Al verlas, Julio Pugibet se puso de pie, les devolvió una mirada furiosa, sacó su mano izquierda de su chaleco, apuntó con el dedo índice hacia la salida y con improperios rechazó sus peticiones sacándolas de la habitación. No hubo otro camino, volvieron a organizarse para irse a huelga junto con las obreras de la fábrica La Sultana, que por los mismos motivos se unieron a la suspensión de actividades.

La situación no se resolvió pronto. Casi seis años después, una mañana los vecinos de la fábrica El Modelo tropezaron en el camino con piedras y avanzaron por la calle entre polvo y vidrio, intrigados instintivamente, levantaron la mirada y observaron los cristales rotos de las ventanas de la fábrica de cigarros, algunos ignoraron que horas antes las torcedoras, ante la amenaza de la introducción de maquinaria, habían apedreado el establecimiento. Entre los observadores hubo obreras que lamentaban “la violenta determinación de sus compañeras”, pues decían que todas esas cosas les perjudicaban, y suplicaban a los dueños de la fábrica que no se les considerara “revoltosas” a todas, recordó el periódico El Noticioso un año más tarde.

El descontento era general. Una tarde de abril de 1895 las operarias de El Premio iniciaron un paro de labores cuando les redujeron el pago de las tareas a 37 centavos en lugar de 50. Después de intentar hablar con el dueño se fueron a huelga y la agitación estalló cuando un grupo de huelguistas de El Borrego, La Unión Obrera y El Modelo trataron de entrar a la fábrica El Premio para sacar a las trabajadoras que habían aceptado trabajar por 37 centavos por cuota; les gritaron que no les permitirían trabajar hasta que a todas se les pagase lo mismo. El dueño de El Premio las acusó de atacar propiedad privada y las denunció ante las autoridades, quienes, al llegar, consiguieron detener a trece mujeres, no sin antes lastimar a dos gendarmes.

Para sacar a las presas, sus compañeras decidieron hacer un baile de beneficencia que parecía ir bien, todas convivían sin más contratiempos, hasta que la música pausó y se dio la triste noticia de que el hijo de la cigarrera huelguista Cipriana Boadilla había muerto de hambre. La rabia y la impotencia no tardaron en hacer efecto y al día siguiente más de un centenar de mujeres de fábricas de toda la ciudad se dieron cita afuera de las instalaciones de El Premio para apedrearlas en nombre de aquel niño. Se les vio cargar en las enaguas piedras, y tal fue la trifulca, que se llevaron a prisión a varias mujeres imputándoles sentencias de dos meses de cárcel o multas de 50 pesos a cada una. Desde luego, una cifra impagable para ellas.

Don Felicio, El Lector, contó la noticia a las forjadoras de otras fábricas sobre las sentencias publicadas en El Tiempo un 8 de mayo y pronto convocaron a una tertulia artística con música afuera de la cárcel para recaudar fondos y pagar la multa de 650 pesos. También la Sociedad Fraternal Militar y el Congreso Obrero hicieron un esfuerzo por pagar, pero de todos modos las cigarreras fueron enviadas a la cárcel de Belem, ubicada en la esquina de lo que ahora es la calle Arcos de Belem y la avenida Niños Héroes. No fueron las únicas, en el año 1900 la cárcel de Belem había recibido a casi 100 mujeres de la fábrica La Cigarrera Mexicana aprehendidas por haber hecho un paro momentáneo debido a que los propietarios iban a unificar los salarios y, por lo tanto, el jornal de algunas bajaría. La situación ya estaba como agua para chocolate.

Ante esta última situación, las afectadas discutieron con sus compañeras su inconformidad, encolerizadas se envalentonaron olvidando “la debilidad de su ser” y tal fue la querella, que las autoridades de la fábrica llamaron a la gendarmería para que se las llevara. Cabe mencionar que el Código penal del Distrito Federal de 1871 tipificó a las huelgas como delito y castigo de ocho días a tres meses de cárcel y multa de 25 a 500 pesos a quienes pretendieran el alza o la baja de los sueldos o impidieran el libre ejercicio de la industria o del trabajo por medio de la violencia física o moral, muy en conformidad con la política de orden público y pax porfiriana. Incluso el propio Congreso Obrero condenó a las operarias huelguistas que, dicho sea de paso, en más de una ocasión optaron por la vía pacífica para resolver sus demandas mediante la petición epistolar al presidente Díaz y su esposa Carmen Romero Rubio, pero al no tener éxito, la huelga fue el recurso que más las visibilizó.

Dentro de la prisión, las cigarreras fueron bien acogidas y se les denominó “las presas políticas”, según señalan los documentos sobre las presas de Belem de la época. No ocurrió lo mismo afuera, la animadversión de la opinión pública hacia las obreras fue en aumento de manera escalonada después de cada disturbio, de hecho, la prensa les retiró el apoyo al pretender quedar del lado de la ley, a favor de la moral y el comportamiento femenino “adecuado”. La sociedad no miró con buenos ojos a las huelguistas y creó un prejuicio alrededor de la obrera del tabaco. Nadie ofrecía trabajo a las mujeres que habían estado en prisión, pues la transgresión penal, en las mujeres, implicaba siempre una transgresión social mucho más severa que la de los hombres.

Todos los sectores de la sociedad porfiriana tuvieron algo que decir al respecto de “El asunto de las cigarreras”. La opinión pública masculina llenó las notas de los rotativos con argumentos cientificistas que apelaban a la inferioridad natural de la mujer y denostaban con recelo el trabajo de las cigarreras. El mismo hecho de que convivieran en un mismo espacio hombres y mujeres levantaba suspicacias moralinas a las que se sumaban las ideas de que las mujeres decentes no andaban en las calles, no gritaban, no hablaban fuerte, no se quejaban, no violentaban, no hacían borlote; por el contrario, debían estar en sus hogares procurando el bien de la familia, encargándose de formar buenos ciudadanos. Amas y reinas en la casa, pero ante la sociedad atentaban contra la moral, pues al “ser débiles” y pobres eran proclives a “caer en las garras de la prostitución”, subrayaron revistas, diarios, manuales y discursos políticos. El filósofo Ignacio Gamboa alegó que el trabajo las debilitaba físicamente y eso desembocaba en su incapacidad para competir con los hombres en la fuerza de trabajo y tal “fracaso” sólo las llevaría a una “sangrienta marcha al socialismo y así se habrá hecho de la mujer el enemigo más peligroso”. Según este hombre, la mujer que trabajaba era casi un enemigo público. No obstante, sí hubo quienes defendieron el trabajo femenino de liar cigarros como una actividad honrada que ayudaba a las mujeres a alejarse de otras formas “poco dignas” de obtener plata para vivir.

El camino de lucha por una vida mejor les dejó a las trabajadoras un sin número de aprendizajes en los que se demostraron, a sí mismas y al resto de la sociedad, que eran capaces de organizarse y hacerse visibles dentro de una sociedad que intentaba borrarlas tras el ideal de una vida decorosa y apacible al servicio de su familia y el hogar, fuera de las discusiones políticas y de la vida pública designadas al hombre. Los paros, los discursos, los apedreos, los ocursos violaron los códigos de la buena conducta femenina y la familia burguesa que tomó mucha fuerza durante el siglo xix. La conducta transgresora de las obreras representó no sólo un desafío social a su papel de género, también hacia las autoridades de las fábricas y del Congreso Obrero. Demostraron su capacidad para movilizar a otras mujeres y evidenciaron su fuerza, su capacidad de agenda y que no necesitaban el permiso de un marido o de sus colegas obreros. Los “ángeles del hogar” caídos en desobediencia desafiaron incluso el orden y la paz porfiriana que intentó por todos los medios socavar cualquier tipo de protesta. El espacio urbano de la ciudad de México fue el escenario en el que se suscitó el despertar de las mujeres cigarreras, porque a las demandas por mejores condiciones laborales se sumaron paulatinamente las demandas por la educación y escuelas para mujeres trabajadoras, entre otros.

Los días llegaron y se fueron, las noches estrelladas cayeron despidiendo un siglo de agitaciones para dar luz a otro en el que las cigarreras no dejaron de forjar, pero tampoco de protestar. Su historia y semilla quedó guardada entre archivos, periódicos, recuerdos y notas viejas que verían la luz a manos de otras mujeres que, al igual que ellas, jamás se cansarán de hacerse ver y abrir caminos entre humos de ciudad y tabaco.

PARA SABER MÁS

  • Céspedes del Castillo, Guillermo, Tabaco en Nueva España, Madrid, Real Academia de la Historia, 1992.
  • Gutiérrez, Florencia y Vanesa E. Teteilbaum, “De la representación a la huelga. Las trabajadoras del tabaco (ciudad de México, segunda mitad del siglo XIX)”, Boletín Americanista, 2009, en https://cutt.ly/CNFydHH
  • López Salais, Nancy Lizbeth, “De la lucha laboral a la lucha política. Una mirada a las mujeres obreras tabacaleras en la ciudad de México en el porfiriato”, tesis de licenciatura, México, UNAM, 2020, en https://cutt.ly/cNFyn6r
  • Obregón, Arturo M., Las obreras tabacaleras en la ciudad de México, 1764-1925, México, Centro de Estudios Históricos del Movimiento Obrero Mexicano, 1982. Saloma Gutiérrez, Ana María, “Las hijas del trabajo. Fabricantas cigarreras de la ciudad de México en el siglo XIX”, tesis de doctorado en Antropología, México, Escuela Nacional de Antropología e Historia, 2001.