Sergio Hebert Caffarel Pérez
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 44.
El emperador francés intentó encontrar un aliado en sus cuatro años de reinado en México, en la Iglesia católica. Pero las desconfianzas siempre minaron la relación. Ni siquiera su acercamiento a la devoción popular por la Virgen de Guadalupe logró romper la frialdad del vínculo.
El martes 12 de diciembre de 1865, el emperador Maximiliano I de México se levantó de madrugada en el Castillo de Chapultepec. Era un día muy especial para él y sus súbditos por lo que vistió el uniforme más elegante. A las siete de la mañana abordó un coche que lo llevaría hasta la villa de Guadalupe, un poblado al norte de la capital, en donde se llevarían a cabo los festejos de lo que los católicos mexicanos llamaban “La maravillosa aparición de nuestra Señora de Guadalupe.” El emperador estaba acompañado por el oficial de órdenes de servicio y por una pequeña guardia. Su esposa, la emperatriz Carlota, se encontraba de viaje por la península yucateca y su regreso estaba programado para finales de esa semana.
En toda la villa había una estricta vigilancia policiaca y las vías del ferrocarril estaban despejadas para que el tren que lo trasladaba no tuviera ningún contratiempo. Salió a las nueve de la mañana de la estación de México, con algunas personalidades de la corte que formaban el gran séquito que lo acompañaría en los festejos. Al llegar a la casa del cabildo de Guadalupe, el emperador ocupó el cuarto-tocador que se preparó especialmente para él. El plan, que el periódico El Pájaro Verde había publicado tres días antes, marchó a la perfección.
El gran séquito estaba formado por los oficiales de la guardia palatina, los capellanes honorarios de la corte, los caballerizos honorarios, el tesorero y el secretario de la intendencia, el primer médico del emperador, los grandes cruces de la orden de Guadalupe, el gran maestro de ceremonias, “F. S. Mora”, entre muchas otras personalidades cortesanas y gubernamentales. Los militares llevaban su “gran uniforme, collares y condecoraciones”, los civiles un “frac negro y corbata blanca.” Acompañaron a Maximiliano por su camino al templo de Guadalupe a las 9:45 de la mañana, el cual estaba siendo resguardado por una valla de soldados imperiales, quienes le presentaban honores cuando pasaba por la alfombra de recepción. En el fondo se escuchaba a la banda militar tocando el himno nacional y en los alrededores del templo se congregó una muchedumbre para participar en la festividad religiosa y ver, aunque fuera de lejos, al emperador.
Cuando llegaron a la puerta del templo, el arzobispo los roció con agua bendita y se incorporó al grupo que acompañó a Maximiliano hasta el interior. Ahí, todos tomaron su lugar, el cual fue minuciosamente asignado, según el plan: “S.M. [estaría sentado] en el lugar correspondiente, al lado del Evangelio. El clero enfrente, al lado de la Epístola. A la derecha del altar, el gran mariscal de la corte. A la derecha del dosel de S.M. el gran maestro de ceremonias. Más abajo el segundo secretario de las ceremonias. […] A la izquierda del altar: Mariscal comandante en jefe, presidente del Consejo de Estado, ministros, consejeros de Estados efectivos y honorarios”. La ceremonia cantada por el arzobispo duró una hora y cuando terminó el séquito se retiró solemnemente del templo despidiéndose del clero presente. En la casa del cabildo sólo una parte seleccionada por el Emperador se quedó a almorzar con él y regresaron en tren a la capital luego de las 12:30 horas. Quienes no fueron invitados retornaron una hora antes.
Al final del día, Maximiliano I de México se sentó en su escritorio y dirigió a su esposa una carta en la que le decía: “La fiesta de Guadalupe salió muy bien, fue un maravilloso día veraniego y en consecuencia hubo una cantidad incontable de personas. La población estuvo muy simpática”.
Cruce de intereses
Pese a que las guerrillas republicanas seguían acechando múltiples ciudades, había problemas en general con el clero tras las fracasadas negociaciones por la restitución de los bienes eclesiásticos que la Iglesia perdió con las leyes de Reforma. El emperador Napoleón III ya le dejaba entrever al emperador que se acercaba el plan de retirada de las tropas francesas.
Tras una sangrienta guerra civil que duró tres años, el sector conservador sufrió una dura derrota, pero siguió buscando otras formas de gobierno que le permitieran restablecer sus propiedades, desmanteladas por las reformas liberales. Esta vez, el clero mexicano decidió apoyar el proyecto monárquico que algunos conservadores estaban planeando en la corte de Napoleón III, el cual desembocó en una intervención extranjera a finales de 1861 e inicios de 1862.
Todas las esperanzas de la Iglesia mexicana para que el nuevo modelo de gobierno tuviera éxito fueron depositadas en el relativamente joven archiduque austriaco Maximiliano de Habsburgo, quien llegó al país en mayo de 1864. Sin embargo, el novel emperador y su esposa Carlota poseían una imagen negativa de la Iglesia católica debido a su ideología más liberal. La pareja vio en el clero un lastre para el progreso material de México.
Lo que ellos buscaban, al igual que Juárez, con sus claras diferencias respecto a la forma de gobierno y otros asuntos jurídicos, era la implantación de un capitalismo que pudiese desarrollar gran parte de las fuerzas productivas mexicanas, cosa que era casi imposible si se restituían las formas de propiedad clericales. En una carta de ese año la emperatriz Carlota dijo: “Las máquinas de vapor y un catecismo en el que se diga que el hombre debe de trabajar, esto es lo que necesitan los indios y no conventos contemplativos y dominación eclesiástica”.
De hecho, tan pronto Maximiliano dio a conocer que no solo no echaría atrás las reformas liberales, sino que las ratificaría, la relación entre el clero mexicano y la corona mexicana empezó a presentar abundantes desavenencias. Intentó arreglar el problema con el nuncio papal monseñor Meglia, de perfil ultraconservador y, en palabras de la emperatriz de Francia, con un carácter poco conciliador. Y es que el papa Pío IX se encontraba al frente de una Iglesia católica en crisis y buscaba contrarrestar a todo movimiento por mínimamente liberal que fuera.
El representante del vaticano fue recibido con grandes honores por el emperador el 10 de diciembre de 1864 y el periódico L´Ere Nouvelle, escrito en francés para los extranjeros que se encontraban en el país, publicó al día siguiente que su llegada era una prueba de que “el Santo Padre […] quiere el arreglo definitivo y si es necesario de los difíciles asuntos pendientes entre nuestro gobierno y la Santa Iglesia apostólica.”
Aunque al inicio se esperaba que su llegada pudiera poner fin a las dificultades surgidas, la realidad fue distinta. El emperador propuso un concordato de nueve puntos que presentó el 26 de diciembre en donde se establecía, entre otras cosas, que la Iglesia tendría que renunciar a todos los bienes que habían sido nacionalizados y al cobro por la administración de sacramentos a cambio de que todos los sueldos del clero fueran asumidos por la corona. Este fue rechazado tajantemente por el enviado de Roma, ya que el propio Papa le había dado instrucciones de oponerse a toda ley de reforma. De hecho en ese mismo mes el Santo Padre publicó la encíclica Quanta cura junto con su anexo Syllabus errorum, en donde daba una lista de errores que se estaban cometiendo a nivel mundial. A grandes rasgos se oponía al racionalismo, a las nacientes ideas del socialismo, al liberalismo moderno y a las modificaciones entre las relaciones Iglesia-Estado, por lo cual, en este último punto fue en donde el Segundo Imperio se vio afectado directamente ya que las negociaciones se truncaron. Maximiliano reafirmó su posición liberal con la publicación del Estatuto provisional del Imperio Mexicano el 10 de abril de 1865; el artículo 58º estableció la libertad de cultos como una garantía individual para todos los ciudadanos, y esto motivó a la Iglesia a marcar una mayor distancia con el gobierno imperial.
Símbolo de unidad
Pese a estos problemas, Maximiliano supo muy bien que en la Iglesia y en sus símbolos había un punto de cohesión nacional por lo que quiso integrarse a las festividades religiosas. Para acercarse a sus súbditos, que lo veían muy distinto respecto a ellos, tenía que aproximarse a la religión y a la imagen más popular de la Iglesia. Durante las misas se exaltaban las virtudes de los emperadores y la pareja imperial hacía acto de presencia para mostrar su apoyo al culto católico. A pesar del disgusto entre la corona imperial y la Iglesia, mantenían el vínculo y presionaban a la otra parte a la espera de que cediera, pero esto nunca ocurrió.
La imagen religiosa más popular era la Virgen de Guadalupe, que por su color moreno fue tomada como punto de partida para una nueva identidad criolla durante la colonia. Como explica Margarita Zires, el inicio y difusión de la imagen comenzó durante la segunda mitad del siglo XVI, cuando fray Alonso de Montúfar dio la autorización a los predicadores españoles de usar el nombre de la diosa Tonantzin para referirse a la Virgen María en sus labores evangélicas. La nueva imagen incluso poseía rasgos indígenas, lo cual acercó a varios de estos a la religión católica volviéndose además un símbolo de identidad que a inicios del siglo XVII ya estaba consolidado. Incluso se retomó para la formación de la nueva nación cuando Miguel Hidalgo y Costilla la adoptó como su estandarte en la guerra de independencia. Por lo mismo, la peregrinación hacia el santuario mariano en el Tepeyac era la acción material más importante de su devoción. Por esto mismo, Maximiliano decidió realizar un peregrinaje ese 12 de diciembre de 1865 y asistir a la respectiva ceremonia: para retomar este símbolo nacional e integrarlo a su gobierno como un medio de legitimación ante los mexicanos y ante los franceses, así como de unión en su reino, aún cuando tuviera conflictos internos muy fuertes con el clero y la autoridad papal. Los festejos de la Virgen de Guadalupe no pasaron inadvertidos para las fuerzas extranjeras. Ese día, el periódico L´Ere Nouvelle escribió una versión acerca de la aparición de la virgen a “Saint Jean Diego”, para explicar su importancia a los franceses.
Fracaso de una alianza
Durante el nacimiento y vida del Segundo Imperio, la Iglesia católica mexicana tuvo una constante y muy activa participación a favor de este en varios aspectos, principalmente en lo simbólico, dando opiniones ante sus fieles a través de sermones y celebrando ceremonias religiosas a favor del emperador. Por esto mismo puede explicarse el porqué era muy importante mantener una relación cercana con la Iglesia. En buena parte esto motivó a que la virgen fuese seleccionada como una insignia de la corona y como su elemento legitimador en el plano religioso. Cabe mencionar que se retomó la Orden del mismo nombre, originaria del primer imperio, siendo ésta la más alta condecoración que la segunda corona imperial podía otorgar.
Maximiliano había realizado estudios sobre la historia del país en su castillo en Miramar, y allí hizo conciencia de la importancia de la religión católica en México, en la que quiso encontrar un posible apoyo y aceptación social ya que la Iglesia católica ejercía una dominación tradicional, un modelo que, como explica Max Weber, tiene como característica la aprobación social por la santidad misma de las tradiciones.
Con esta lógica, y a pesar de que no buscó el regreso de los fueros ni la restitución de los bienes eclesiásticos, el joven austriaco confió en que la Iglesia mexicana terminaría aceptando las condiciones liberales que impuso y que sus intentos por acercarse a la religión y al clero serían suficientes para alinear a su proyecto su soporte moral. Los festejos imperiales por la aparición de la Virgen en la Villa de Guadalupe son muestra clara de esta maniobra. Sin embargo, no fue así ya que el clero mexicano se mostró reacio a las medidas imperiales y su relación fue en declive, sin que ni las más grandes fiestas guadalupanas pudieron mejorarla.
El festejo del 12 de diciembre de 1865 fue una forma del emperador de decir a la sociedad mexicana que no buscaba romper con sus tradiciones y que se asumía como parte de la comunidad, si bien al mismo tiempo pretendía consolidar su poder político y económico a costa de la Iglesia, mediante las reformas liberales. Fue en esto donde se generó una gran contradicción puesto que, para el clero mexicano, someterse a la autoridad moral eclesiástica implicaba no combatirla, cosa que Maximiliano no hizo puesto que su proyecto era otro. Aunque intentó hacerle algunas concesiones, como asistir a sus ceremonias religiosas, no pudo resolver la paradoja y el imperio jamás logró mejorar la relación con el clero y el sector conservador. Esto abonó a la caída del imperio en 1867, cuando la pareja imperial se había quedado sin aliados.
PARA SABER MÁS
- Conte Corti, Egon Caesar, Maximiliano y Carlota, México, Fce, 2002.
- Estatuto provisional del Imperio Mexicano, México, 1865, http://www.ordenjuridico.gob.mx/Constitucion/1865.pdf
- Moreno Chávez, José Alberto, Devociones políticas. Cultura católica y politización en la arquidiócesis de México, 1880-1920, México, Colegio de México, 2013.
- Visitar el Museo de la Basílica de Guadalupe, alcaldía Gustavo A. Madero, CDMX.