La barbacoa en el siglo XIX

La barbacoa en el siglo XIX

Blanca Azalia Rosas Barrera
El Colegio de México

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 44.

El método mesoamericano de cocción de carne en horno de tierra perdura hasta nuestros días. Su salubridad siempre fue cuestionada, especialmente al finalizar el siglo XIX cuando se adoptaron medidas más eficientes para regular la higiene de los alimentos, lo que provocó la modificación de las técnicas y utensilios para la preparación y venta de barbacoas en el ámbito urbano.

Casimiro Castro, Teatro Nacional – México [Detalle], litografía a color, [s. f.]. Colección de Ramón Aureliano Alarcón
Casimiro Castro, Teatro Nacional México [Detalle], litografía a color, [s. f.]. Colección de Ramón Aureliano Alarcón

La preparación de alimentos no es una actividad exclusiva del ámbito privado del hogar, sino un fenómeno público relacionado con tradiciones y la expresión de diferencias sociales y de género que requiere del uso y control tanto de utensilios como del fuego en espacios abiertos. En este sentido, el presente ensayo documenta el mestizaje culinario que propició el desarrollo de la barbacoa mexicana durante el periodo colonial y su adaptación al comercio callejero mediante la invención de un horno portátil, el cual estaría presente en las calles de la ciudad de México durante todo el siglo XIX. Finalmente, se analizará cómo el desarrollo de nociones modernas de salubridad e higiene durante el Porfiriato propició un control más efectivo del comercio callejero de alimentos y del consumo de carne, provocando la desaparición gradual del horno portátil y el establecimiento de formas y espacios más regulados para elaborar y vender barbacoa.

Mestizaje culinario

La formación de una cultura culinaria mestiza se inició en los años inmediatos a la conquista de Tenochtitlán por los españoles, no sólo con nuevos nombres para los alimentos, sino con la introducción de productos, técnicas y utensilios, que pronto se combinaron con los existentes. Fray Bernardino de Sahagún, quien llegó como evangelizador en 1529, refiere que los indígenas comenzaron a vender y cocinar las carnes de Castilla, “aves, vacas, puercos, carneros, cabritos: véndela cosida o por coser, y la cecinada y asada debajo de tierra.” Por su parte, el naturalista Francisco Hernández relataba que “la traza y modo de aderezar la carne debajo de tierra, han tomado los españoles de esta tierra, y se usa mucho en la Nueva España, para que pudiésemos también tomar experiencia de este regalo, y no se nos encubriese cosa de las que en cualquiera manera puedan servir al apetito y gusto del paladar”.

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Casimiro Castro, Las cadenas en una noche de luna [Detalle], litografía en México y sus alrededores, México, Imprenta de Debray, 1869. The New York Public Library.

La palabra barbacoa, de origen caribeño, fue adoptada por los españoles para nombrar la técnica de cocción mexica tapextle, la cual consistía en cavar un hoyo en la tierra, colocar piedras en el fondo cubriéndolas con madera, misma que se encendía hasta formar brasas. A continuación, estas se eliminaban y sobre las piedras calientes se ponían pencas de maguey, hojas y encima la carne condimentada con sal y hiervas, cubierta a su vez con más hojas o pencas para protegerla, además de tierra seca para sellar el hoyo y conservar el calor por varias horas. En el caso mesoamericano la carne horneada era de conejo, perro, venado, pescado, pato, guajolote y otras aves.

Pese a que la carne de res y ave era muy estimada entre los españoles, su alto costo ocasionaba un mayor consumo de carne de oveja, cabra, carnero y cerdo, lo que puede relacionarse con la costumbre más generalizada de preparar barbacoa de borrego y chivo, que persiste en la actualidad. Con la carne llegó la manteca para freír y las especias, además del cilantro, pimienta, ajo y cebolla que se integraron a las salsas molcajeteadas, los lácteos para las quesadillas y postres, la lechuga y el rábano para acompañar pambazos y barbacoas como ensalada. En cuanto a los utensilios, los españoles introdujeron la cerámica vidriada, enseres de hierro, cobre y bronce que convivieron en las cocinas con trastes de barro, piedra y palma.

Debido al crecimiento de la capital del reino y sus demandas durante los siglos XVI y XVII, alrededor de las plazas públicas de mercado se desarrolló todo tipo de comercio ambulante. Esta actividad se asociaba con las clases populares carentes del capital social y económico para aprender un oficio o montar un negocio establecido, pero con el ingenio necesario para desarrollar diversos medios para trasladar y ofrecer al público infinidad de productos. Respecto a la venta de alimentos, la pintura de castas del siglo XVIII muestra detalladamente el expendio de guisos en los que destacaba el uso de chile, manteca y menudencias (nenepile), cocinados en cazuelas de barro sobre anafres improvisados; de igual forma se aprecia la venta de barbacoa, cabezas de ternera y pato preparados en horno.

Hombres sacando barbacoa del horno, ca. 1950, inv. 160773, sinafo. Secretaría de Cultura- INAH-Méx. Reproducción autorizada por el INAH
Hombres sacando barbacoa del horno, ca. 1950, inv. 160773, SINAFO. Secretaría de Cultural INAH-Méx. Reproducción autorizada por el INAH

El Discurso sobre la policía en México de 1778, atribuido al oidor Baltazar Ladrón de Guevara, expresaba que estos establecimientos eran la principal causa de incendios, malos olores, del consumo de carne adulterada, de desórdenes suscitados al congregarse gente de baja calidad que acompañaba la comida con pulque. En este contexto, los funcionarios Borbones emitieron nuevas disposiciones, de corte ilustrado, para mantener el orden y limpieza de los espacios públicos de la ciudad, vigilar la calidad de los alimentos, integrar a los ambulantes a la administración de mercados, así como evitar incendios en calles y plazas. Sin embargo, la permanencia de dichas prácticas y costumbres alimenticias fue inevitable, debido no sólo a los intereses económicos que mantenía el Ayuntamiento sobre el comercio de comida, sino por tratarse de una importante fuente de trabajo para las clases populares que, a la vez, satisfacía una necesidad básica de la numerosa población capitalina.

Un horno ambulante

A comienzos del siglo XIX en la ciudad de México prevalecía una cultura culinaria que no desperdiciaba nada. En 1828 el pintor italiano Claudio Linati ilustró cómo los “cuartos de ternera y de carnero” eran ofrecidos junto a “las cabezas, patas, etcétera, las llevan todas asadas y se destinan, en general, para alimento de la gente común”. Incluso los primeros libros de cocina que recopilaban recetas europeas elaboradas con productos locales incluían platillos de menudencias de res. Aquellos publicados entre 1831 y 1845 mostraban por lo menos dos formas de preparar la cabeza de ternera, una, denominada “a la mexicana”, se hacía en horno:

Despellejadas las cabezas se cuecen con saltierra; estando bien cocidas, se parten por el centro para sacarles los sesos, que se sazonan con sal y pimienta y cebolla, tomillo y orégano, mezclándolos bien. Se untan las cabezas con un adobo de chiles anchos remojados, ajo, cominos, sal y cebolla, todo molido, se untan de manteca, y luego de aquel adobo; se meten al horno, cuidando se doren bien por todos lados. Después, en cada cavidad se vuelven a colocarlos sesos, se atan con un hilo fino y se sirven, adicionándolos con una salsa hecha con chile ancho y pasilla, remojados y molidos groseramente con un poco de pulque, sazonada la salsa con sal, pedacitos de queso añejo, zumo de naranja agria, aceitunas y chilitos en vinagre.

En 1828, un ciudadano preocupado, “El cuchara” Marcos Bruno de la Cruz, se dirigió al “Arquitecto de la ciudad” respecto a las bancas instaladas en el paseo de la Viga. Burlándose de su forma, las llamaba “braseri-asientos” y pedía que se les agregaran “unas hornillas para que las vendedoras del pato en pipián, las de los envueltos, buñuelos y otras muchas puedan calentarlo”, así como hacerlas más altas “con el objeto de que sirvan también de carboneras, pues me parece muy feo que teniendo dónde guisar, no haya dónde echar el carbón, aunque sea en un polígono o en un medio pañuelo.” Con reservas sobre su sentido original, el comentario da luz sobre la normalización del uso de utensilios de hierro y hojalata, cada vez más pequeños y eficientes, entre las clases populares y su adaptación a los espacios públicos, es decir, su salida de las cocinas de la élite. Además, expresa la preocupación de la población por consumir los alimentos calientes, hasta aquellos ofrecidos en la calle, pues era creencia general que comerlos fríos “les descompondría el estómago”.

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Tipos populares. Los vendedores de cabezas, dibujo en La Patria Ilustrada, 28 de septiembre de 1885.

En el caso de la carne, la cocción al horno facilita llegar al centro de las piezas y mantener su humedad, pues su función es transmitir el calor por medio de corrientes de aire que concentran la temperatura por mucho tiempo. De esta manera, parece lógico que la venta de carne asada al horno requiriera de una alta temperatura constante, necesidad que sería cubierta con la adaptación de “una pequeña hornilla” para la venta ambulante de barbacoa, pato y cabezas de carnero, ofrecidas “humeantes aún, al hambriento comprador”. Al igual que muchas tecnologías domésticas de uso cotidiano, las fuentes documentales no hacen referencia a la fabricación o función del horno móvil, puesto que era el resultado del trabajo colectivo e individual de hombres comunes, quienes modificaron y adaptaron materiales accesibles para hornear en la calle.

Debido a su peso y el peligro de transportar un recipiente caliente lleno de brasas o líquido hirviendo, el horno portátil facilitó la participación masculina en la venta de alimentos, que siempre estuvo dominada por mujeres. El artefacto debía tener un plato o división metálica que separara la fuente de calor (brasas, leña o carbón encendido) de la carne, función parecida a la de las hojas y pencas de maguey en el horno de tierra o las hornillas de los hornos domésticos. La forma abovedada, el aparente sellado hermético, salvo de la puerta, en los hornos ambulantes parece ser también resultado del cumulo de conocimientos y experiencias sobre la concentración y circulación del calor. Por último, el horno se transportaba sobre mesas o tablas cargadas a veces por dos hombres, o en una tabla colocada en la cabeza de una persona seguida de otro individuo que llevaba las tortillas, salsa y ensalada en canastas.

Tradición y alimentos

Durante el siglo xix diversos viajeros extranjeros y literatos mexicanos describieron los pregones y variedad de alimentos ofrecidos por los vendedores ambulantes de la capital del país; los “tapabocas” o refrigerios incluían gorditas de horno, castañas asadas, dulces, buñuelos, empanadas, nieve, pasteles, cabezas, patos y tamales. En cuanto a los consumidores, fondas y figones (puestos) improvisados en las calles y plazas más transitadas ofrecían alimentos acordes con diversos presupuestos, sin olvidar aquellos que satisfacían los antojos de los asistentes a las diversiones públicas. El uso del fuego para cocinar seguía presente en las calles, pero era más común en el invierno, para que la gente reunida en cafés, bares y en sus casas salieran sin padecer el frío.

Si bien se podía encontrar a los vendedores ambulantes de barbacoa en diferentes épocas recorriendo las calles de la ciudad, aparentemente en la segunda mitad del siglo xix este alimento se fue asociando cada vez más con las fiestas religiosas invernales, desde Todos Santos hasta Navidad. Entre 1857 y 1860 al finalizar el mes de octubre el Diario de Avisos de la ciudad de México publicó el siguiente anuncio:

¡Atención!

Cabezas de horno adobadas y barbacoa. En la antigua casa del callejón de Santa Gertrudis número 1, se hallan de venta, como los años anteriores, de buen gusto y bien condimentadas; advirtiéndose que por ningún motivo faltará la venta de ellas los domingos, habiéndolas con especialidad el 2 de Noviembre, por ser época en que dicha casa se ve más frecuentada por sus numerosos parroquianos.

Al tratarse de un local establecido, es muy probable que las cabezas se prepararan con la barbacoa en horno de tierra, técnica más desarrollada en el campo que en la ciudad, pero que no estuvo ausente del ámbito urbano caracterizado por una continua recepción de migrantes y costumbres rurales. Aunque es posible que la casa de Santa Gertrudis y algunos otros expendios contaran con el espacio y los medios para improvisar el horno, aún requerían de la publicidad para atraer a la clientela, mientras que los hornos móviles tenían mayor facilidad para buscar a los comensales por las calles. Si bien, debido a la demanda de la población, ambas tecnologías culinarias pervivieron en la capital en mayor o menor proporción, no se libraron de la censura pública motivada por novedosas nociones de salubridad.

Una vez lograda la estabilidad nacional en el último tercio del siglo xix, la ciudad de México sufrió un importante proceso de reorganización espacial y modernización de las prácticas alimenticias. Nuevos organismos encargados de la salubridad, los rastros y los mercados surgieron para solucionar las exigencias de una sociedad que se estaba europeizando. Si bien el reconocido escritor costumbrista Guillermo Prieto reconocía desde 1842 que mucha de la comida vendida en las calles era poco saludable a la vista y el olfato, a partir de la década de 1880 aparecieron en la prensa diversas notas sobre la venta de cabezas de horno, pato, menudencias y hasta chicharrón “en estado de descomposición”, en el caso de las primeras agusanadas y hasta suplantadas por cabezas de perro. En este sentido, una nota de La Voz de México del 9 de julio de 1902 expresaba con orgullo:

Los esfuerzos de las autoridades sanitarias para evitar la venta de alimentos adulterados, empieza a verse coronada con el éxito. Las repetidas visitas de inspección a bizcocherías, panaderías, expendios de leche, carnes y manteca, depósitos de semillas, tiendas de abarrotes y demás establecimientos mercantiles, vienen deteniendo la punible práctica de adulterar los artículos de primera necesidad, y si a las visitas se agregan las multas, primero, y después la clausura de los establecimientos de propietarios reincidentes en la adulteración […]

En este contexto, nuevamente la necesidad y la tradición fueron el motor que movió el ingenio particular para mantener la barbacoa a disposición de los capitalinos. Aprovechando el interés de las autoridades por controlar la venta de carne cruda y cocinada, el 7 de octubre de 1895 Julio Lailson solicitó permiso al Ayuntamiento para construir y administrar hornos de tierra. Para sustentar su proyecto expuso los problemas de salubridad asociados con las prácticas tradicionales. Aseguraba que los agujeros llegaban a hacerse “donde tal vez ha sido anteriormente cementerio, albañal, basurero, o atarjea” o cerca de estos espacios, propiciando su contacto con “los miasmas pútridos que forzosamente son nocivos a la salud”. La carne, denominada “maquila”, era de dudosa procedencia, al ser decomisada por las autoridades se corroboraba su descomposición y adulteración con “fetos de res, perros o animales muertos”. Además, se dejaba a medio cocer “en sancocho” para conservar su peso y poder recalentarla “después de cuatro o más días […] limpiando las aberturas o grietas, para desalojar a los microbios visibles o gusanos que llegan a formarse, lavándola y limpiándola con grasa, para su mejor vista y mayor consumo”. Finalmente, para economizar, se ocupaban “basura, osamentas, deshechos de petates viejos, leña de palos y camas” como combustibles.

A fin de remediar estos males, Lailson proponía acondicionar un espacio para hacer agujeros “de tres metros, poniendo suficiente cascajo y una lámina de fierro, la que se cubrirá con barro ladrillo o adobe siendo muy limpias las materias componentes”. Esto permitiría construir “la cantidad de hornos necesarios para la fabricación de barbacoas, de carneros, chivos, reses, venados, liebres, cerdos y de otros animales” en buen estado. Se comprometía además a llevar el control del abasto de la carne del rastro, examinar la de origen foráneo, emplear solo madera como combustible, nombrar inspectores “para vigilar en todo el Distrito Federal las carnes cuya fabricación no sea en el lugar que este destinado al efecto”. A cambio pedía la colaboración del Consejo Superior de Salubridad y confiaba en que el Ayuntamiento “prohibirá toda fabricación clandestina y castigará a los infractores de la manera que estime conveniente”.

Aunque la petición no progresó porque el interesado no volvió a presentarse y tampoco había aclarado dónde quería construir los hornos, debe reconocer que su propuesta ofrecía ciertas novedades sobre el horno de tierra tradicional, pues sustituía los componentes naturales como la tierra, hojas y pencas con un agujero recubierto de ladrillo y adobe, donde el combustible quedaría separado de la carne por una lámina de metal. Pese a que los diferentes animales y su preparación (carnes compuestas y adobadas) aún tenían mucha relación con las barbacoas coloniales, este ambicioso proyecto respondía a una nueva concepción de salubridad e higiene en los alimentos, misma que empezaba a expresarse constantemente en la prensa de finales del siglo xix y que determinaría la elaboración de nuevos reglamentos sobre la venta de carne y una reforma gradual del tradicional comercio ambulante de alimentos.

Vigencia

Al inicio de siglo xx, la ciudad de México estaba regida por reglamentos más eficientes de comercio y abasto alimenticio, comenzaban a aplicarse novedosos principios de salud e higiene, las élites despreciaban la comida local ante la cocina europea y las clases populares volcaron su interés hacia los prácticos tacos y tortas. Aunque esto propició la desaparición paulatina del horno portátil en los años inmediatos, sobre todo porque encubría la calidad de la carne y el combustible, las barbacoas y cabezas asadas se aferraron a la cultura alimenticia local, fueron integradas a los tacos hasta recobrar su autonomía con la adaptación de vaporeras de metal cubiertas por “una manta blanca y humeante” que se retira para tomar la carne, a veces también resguardadas por vitrinas que permiten ver, oler y saborear el platillo.

Por su parte, el horno de tierra sigue usándose casi sin variaciones en el ámbito rural y los alrededores de la capital del país. Algunas razones pueden ser la necesidad de un espacio amplio para mantener el agujero, la disponibilidad de animales para obtener carne fresca y, sobre todo, el interés de la población por mantener sus tradiciones y satisfacer su gusto alimenticio aprovechando la disponibilidad de determinados productos agrícolas y ganaderos de su localidad. Al tratarse de un platillo tan popular se ha reproducido con pequeños cambios como símbolo identitario en algunas regiones del país y, como tal, llevado a las ciudades receptoras de la migración rural; de esta forma, fue constantemente integrado y adaptado entre paisanos a la cultura alimenticia urbana hasta establecerse como platillo típico con una técnica de cocción específica que asegura su singularidad.

PARA SABER MÁS

  • Pilcher, Jeffrey, “‘¡Tacos, joven!’ Cosmopolitismo proletario y la cocina nacional mexicana”, Dimensión Antropológica, 2006, https://www.dimensionantropologica.inah.gob.mx/wp-content/uploads/03Dimen37.pdf
  • Pilcher, Jeffrey,, ¡Vivan los tamales! La comida y la construcción de la identidad mexicana, México, Conaculta-Ciesas-Ediciones de la reina roja, 2001.
  • Quiroz, Enriqueta, “Del mercado a la cocina. La alimentación en la ciudad de México”, Historia de la vida cotidiana en México, México, El Colegio de México, Fondo de Cultura Económica, 2005, v. 3, pp. 17-44.