La venganza por amor de un hijo de Santa Anna

La venganza por amor de un hijo de Santa Anna

Araceli Medina Chávez
Instituto Mora

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 22

El coronel José María de Santa Anna ayudó a su padre a mantenerse en el poder a base de represión y muerte. Cuando la dictadura cayó, escapó a La Habana a rehacer su vida. Tuvo casas de empeño y una economía holgada. Pero volver a casarse, luego de enviudar, fue una decisión que no se perdonaría.

Santa Anna, hijo
José López de Santa Anna. Col. Particular (Martha Aurelia Margarita O’Really y Pavón. Fotografía inédita)

Según deja leer Antonio López de Santa Anna en sus memorias y otros escritos, amó a sus descendientes y a su manera se preocupó por todos y cada uno de ellos. Aunque pueda suponerse –dada la reputación de mujeriego de la cual gozaba– que procreó numerosos vástagos, solamente reconoció haber engendrado cuatro hijos legítimos con su primera esposa, Inés de la Paz García, y cinco con otras mujeres, según su testamento. José María fue su hijo con Rafaela Morenza. Nació en Xalapa, Veracruz, en 1831. De su infancia nada sabemos. Hacia 1853-1855, figuró en las filas del ejército durante el último gobierno de su padre. Participó en la campaña de persecución que el dictador desató contra todos aquellos que, a su juicio, ponían en peligro la estabilidad de su régimen. A partir de ese momento se convirtió en un instrumento del caudillo para llevar a cabo la política de represión.

En 1854, mientras su alteza serenísima se divertía en corridas de toros, peleas de gallos o ceremonias de Estado, José María cumplía con la comisión de sofocar las sublevaciones y disturbios que se generaron en la provincia de Michoacán después de proclamado el Plan de Ayutla, pero, si bien ocupó Maravatío, no logró contener la insurrección. En México se menciona que su tránsito por el estado fue como el de un sangriento meteoro: viejos, mujeres y niños, que a su parecer eran rebeldes, fueron inhumanamente sacrificados. Por su parte, el diplomático francés Alexis de Gabriac cuenta que el hijo del dictador había sido obligado a dejar secretamente sus tropas después de haber recibido una paliza de manos de sus soldados y oficiales a causa de su cobardía e incompetencia para hacer cumplir sus órdenes. La verdad nunca podrá saberse.

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Francisca Grau de López de Santa Anna.
Francisca Grau de López de Santa Anna. Col. Particular (Martha Aurelia Margarita O’Really y Pavón. Fotografía inédita.)

Tras la caída del dictador en 1855, José María lo siguió en su precipitada salida de la capital. La prensa de oposición publicó acusaciones en su contra y lo señaló como un asesino. Circularon escritos donde lo ridiculizaban y hacían notar su cobardía. Se decía, además, que el coronel había sido sorprendido en Puente Nacional disfrazado de médico, tratando de huir hacia Veracruz. En efecto, salió del país junto con su padre y estableció su domicilio en La Habana, donde se dedicó a la usura. Puso en funcionamiento cuatro casas de empeño y se relacionó con las clases altas de la sociedad adquiriendo cierto prestigio. Nada mal habrán funcionado sus negocios porque José María contribuyó a la economía de don Antonio, sobre todo durante sus últimos años, cuando ya anciano y enfermo vivió modestamente en la ciudad de México. Un día, sin embargo, decidió sobre su destino. El 10 de agosto de 1886 el presbítero Isidoro Serrano y Gómez, cura interno de la iglesia de Término del Santo Ángel Custodio, certificó –en el libro 17 de partidas de defunción de personas blancas de dicha parroquia– haber hecho exequias en el cementerio de Colón y dado sepultura eclesiástica según lo dispuesto por el ritual romano, al cadáver de José María López de Santa Anna. Sin embargo, por la forma en que murió –los médicos debieron practicarle autopsia– no le dio los últimos sacramentos.

Fortuna perdida

Días después, el cónsul mexicano en La Habana, Andrés Clemente Vázquez, escribió una serie de informes –de carácter reservado y confidencial– al secretario de Relaciones, Ignacio Mariscal, con respecto al suicidio del coronel y su compromiso en el caso, dado que había dejado huérfanos a sus cuatro hijos menores (Octavia, Alicia, Rafaela y Antonio) sin haber dictado testamento. Pero eso no era lo más grave a solucionar, sino que el problema resultaba en extremo delicado por las responsabilidades que tenía el ciudadano mexicano difunto con el erario cubano y la legislación local, en tanto propietario del más importante negocio de empeños de La Habana y como prestamista. Asimismo, porque antes de morir hizo desaparecer las joyas y valores depositados en sus negocios y nadie sabía acerca del paradero de dicha fortuna. Aunque José María dejó una carta donde se declaró responsable de la desaparición, el suceso provocó innumerables interrogantes. En vista de las acusaciones que hizo en contra de su esposa y su suegra en dicha carta –las señalaba como autoras de los delitos de robo y homicidio en contra de un joven por cuestión de galanteos–, reconocía que por ser su deseo que dichas mujeres no volvieran a ver un sólo céntimo de su peculio, decidió sobre su destino y el de las prendas y capitales. Por tal motivo, se abrieron varias averiguaciones en torno al caso, que se convirtieron en un verdadero enigma. Vázquez refirió a Mariscal que se decía que el occiso era poseedor de más de 500 000 pesos, y le pidió su ayuda para que publicara un bando en la ciudad de México anunciando dicha muerte, por si surgiera alguna reclamación de otros hijos, sí es que los hubiere, cosa que no sucedió.

A medida que transcurrió el tiempo y se fue adentrando en las averiguaciones, Andrés Clemente Vázquez consideró que el coronel había decidido quitarse la vida a causa de su caótica situación financiera. A su juicio, el hombre estaba quebrado; él mismo se había encargado de realizar el inventario de sus bienes y pudo constatar que en manos de la viuda sólo quedaron unas cuantas camas y muebles destruidos, que presuntamente José María acuchilló. Asimismo, podía confirmar que otras casas estaban bajo embargo. El acertijo a resolver seguía siendo entonces descubrir el paradero de la fortuna. Durante el transcurso de los siguientes días el juez consiguió la carta que dejó para explicar las causas de su suicidio. Hizo una copia del manuscrito que tuvo en sus manos y la anexó al informe que envió a Mariscal; en él es posible leer la trágica confesión de una vida atormentada por las culpas, los desaciertos, los errores y la desilusión de un hombre deprimido en extremo.

Seducción y ruina

José María señaló en su confesión como la causa de su desgracia el hecho de haberse dejado seducir por una cubana que, más tarde, se convirtió en su suegra y no lo dejó vivir en paz hasta el día de su deceso. Confiesa que sostuvo relaciones sexuales con Octavia Poublé, una criada costurera que trabajó al servicio de su esposa enferma –Nestora de Rugama–, y quien se entregaba a él a cambio de abundantes billetes del banco español que [él] le regalaba, hasta que tras la muerte de la mujer a quien servía, en 1873, partió de esa casa. Al poco tiempo de haber enviudado, el coronel se sintió tan solo que resolvió volver a contraer nupcias. Recordó que Octavia había comentado acerca de Francisca Grau, su hija de trece años, muy estudiosa y de talento, y decidió pedirla en matrimonio. Rápido fue en su búsqueda a los barrios bajos de la ciudad. No escuchó el consejo de los amigos que le hicieron notar lo apresurado de su decisión y cómo imitaba a su padre por no guardar luto en la viudez y desposar a una niña, y que además sabían de los antecedentes de Octavia, e incluso de los de la madre de ella, Desideria Cabé, originaria de Güines (región al sur de la isla).

José María afirmaba que perdió la cabeza y se casó con Francisca el 1 de agosto de 1874. Esa noche, apuntó, un gran número de gente indignada del pueblo de La Habana se manifestó contra su suegra, tanto a la salida del templo de San Ángel, como frente al festejo, y que él no entendía el por qué de esa actitud. Hasta que las descubrió como ladronas. Al mes de casado, José supo que Octavia presionó a su esposa para que lo robara; cuando él la descubrió, Francisca se disculpó con el argumento de la extrema miseria en que su madre vivía. Los hurtos continuaron hasta que se acostumbró a que le extrajeran billetes de la cartera. Pero la situación se agravó cuando desaparecieron unos anillos de brillantes que más tarde José María encontró en una casa de préstamos y pudo averiguar que en esa ocasión la autora del robo había sido la abuela de su esposa, Desideria Cabé.

El coronel refería que a raíz del nacimiento de su primer hijo, su suegra se hizo dueña de la casa. A su decir, se creyó con derechos de ex querida y comenzó a mal aconsejar a Francisca. Le inculcó que sólo dos o tres veces se arrimase a mí, al mes, para no llenarle de hijos y chupara su juventud porque era un anciano. Con todo, como llegaron dos vástagos más, aconsejó a la hija meterse una esponjita para evitar la concepción. Aunque él se sublevó contra –a su decir– tan inmoral y soez práctica que sólo ligan las mujeres públicas, desde hacía cinco años que Francisca se había rebelado a que no volviese a tocarla.

La confesión explicaba que el futuro suicida vivió ignorante de la perfidia de Octavia hasta que en el último carnaval recibió pesadas bromas por parte de sus amigos, quienes le hicieron partícipe del Rum Rum que corría sobre [su] suegra y esposa, esto es, que seguido se las había visto tomar vapores hacia Guanabacoa y no era para rezar el rosario. Le entregaron, además, una serie de documentos que las involucraban en el asesinato de un joven a quien habían envenenado y abandonado en una quinta, tras desfalcarlo. Él mismo encontró documentos que le permitieron comprobar que Francisca y su madre habían estado tramando con sus predilectos amigos DLB y JMV la manera de pedir la interdicción de [sus] bienes o cuando menos el divorcio para quedarse con su casa.

Más que atacado en el sentido económico, José María se sintió herido en su ego y en el terreno de lo moral, y se deprimió al punto de no querer vivir. A los 55 años de edad se sentía viejo y enfermo. Así lo dejó escrito: He vivido demasiado. Estoy enfermo. Nada importa en este caso mi vida. Sin embargo, mi esposa debió ser buena. La Habana entera sabe cómo la presenté a la mejor sociedad, ya que era hija de una criada. Que la llené de lujo y de brillantes, hasta llamar la atención. Que le di una libertad grande para bailar y gozar. Que mi casa fue centro de magníficas reuniones para hacerla brillar, en lo cual hasta recibí amargas críticas. Que concurría a los más espléndidos bailes, y a los teatros, en “n a todo lugar donde pudiese ser halagada su edad y hermosura, descendiendo yo a su edad para no hacerla sufrir mi ancianidad.

En esta carta, José María explicaba los motivos de su decisión final. Lo que estaba viviendo era el castigo de Dios por la falta de escrúpulos e inmoralidad que mostró al haberse casado con la hija de su amante. Señala: Pretendí por esposa a una joven cuya madre había sido mi querida, de lo cual debí de haberme abstenido para que no resultara un matrimonio verdaderamente inmoral y monstruoso. Esta razón hiere mi alma a cada momento, es lo que me ha obligado a sacrificarme.

López de Santa Anna también se muestra furioso y desea vengarse. Se preguntaba si merecía lo que estaba viviendo. Tampoco quería que la sociedad lo considerara un babieca y las personas se rieran de él, por lo que tenía que evitar a toda costa que esas mujeres se salieran con la suya y se quedaran con alguno de sus bienes. Por ello, decidió romper y destruir su correspondencia y todo papel de interés: los comprobantes de su valiosa cartera, acciones, títulos de la deuda, libros de comercio y los bonos de Ayuntamiento. Hizo desaparecer todo el dinero en efectivo, las alhajas y todas las prendas empeñadas para evitar que cayeran en manos de ellas. Pero si castigó a las mujeres, José María afirmaba no olvidarse de sus hijos, legítimos poseedores de su fortuna, para quienes había apartado valores que obtendrían a su debido tiempo –por medio de honorables personas con quienes [había] concertado lo conveniente. Aseguró haber depositado 100 000 pesos en bancos extranjeros, para que cada uno de ellos los cobrara al cumplir la mayoría de edad. En la carta también se disculpa con amigos y clientes por haber engañado su confianza. Sugiere a los afectados disponer del importe de la venta de sus casas de Tejadillo 39 y 43. Desamparados 324 y Picota 80 para cobrar sus indemnizaciones.

Un libro acusador

Al año siguiente, en carta reservada al ministro de Relaciones, el cónsul Vázquez comentó: Sólo para que usted se forme una idea lo más exacta posible de las pequeñeces que ha dado lugar el suicidio de D. José López de Santa Anna remito en cuaderno aparte una especie de novela que publicó aquí el periódico La Lucha. Publicación que acoge y que propala todo cuanto tiene asomos o ribetes de escandaloso bajo el nombre de Misterios… Es un libro escrito, según se ve, para denigrar la memoria del muerto y procurar rehabilitar ante la sociedad a la joven viuda de nuestro compatriota, y en especial a la madre de esta, que es la más atacada por las denuncias del “nado y por la opinión en general.

Un pequeño libro que anuncia ser parte de un tiraje de 10 000 ejemplares ¡Misterios! Episodio histórico de un suicida (hojas arrancadas de la cartera de un reporter) cuyos editores presentan al autor, Aquiles Solano, como un activo e inteligente reporter, autor de una narrativa fascinante, capaz de despertar en el público lector la ansiedad por llegar al desenlace de las historias verdaderas que contaba.

Solano describe a José María como un viejo que un día llegó a tocar a la casa de una familia de indigentes decidido a tomar por esposa a una niña. Lo pinta como un hombre pervertido que aunque pretendiera ocultar sus arrugas con la eficacia del poderoso cosmético que usaba, era 20 años mayor que ella. Un hombre de pequeña estatura, trabado de su cuerpo [que] ostentaba sobre sus hombros una cabeza de grandes dimensiones y en sus labios tenía siempre dibujada una eterna y sarcástica sonrisa. El reportero afirma que era un hombre de extraordinaria inteligencia, gran conocedor de piedras preciosas, que en su negocio no tenía rival, un mentiroso e hipócrita que detrás de la eterna sonrisa de un calavera y la expresión fina y cortés, ocultaba a un ser depravado. Formaba parte de su vida una serie de páginas negras, debidas a las inconsecuencias de su carácter y su inmoralidad. Se lo acusaba de que, entre sus pasiones desenfrenadas, estaba la afición a la lectura de las novelas de Xavier de Montepin y sobre amores incestuosos, acusándoselo de asediar a su propia hija, a quien prodigaba caricias fruto de un insano cariño y despojadas del amor paternal. El libro proclamaba que ante la sociedad, José María aparentaba ser un hombre rico y productivo, pero que de hecho se iba apoderando de las gruesas sumas que le confiaban en depósito los incautos casados con la idea de la fortuna que presuntamente poseía. La verdad era que el señor López de Santa Anna estaba quebrado y a fin de esconder su terrible condición pecuniaria descendió al fango de la calumnia, de manera que, con el objeto de distraer la atención en sus malas finanzas, hizo circular la idea de que su esposa le era infiel y quería exigirle el divorcio. Solano afirma que José María murió loco y señalaba: El viejo estaba muerto [y] su cuerpo inanimado descansaba sobre un sillón que había junto a la cama. Se hallaba vestido de negro. A sus pies se veía un revólver con una de sus cámaras vacías. Sobre la cama había tres revólveres cargados, un pequeño trozo de papel donde, escrito con lápiz decía que la explicación de los motivos que le impulsaban a quitarse la vida se encontrarían en la caja de hierro, [junto a] su cédula personal y la propiedad de dos bóvedas que tenía en el cementerio cuyo terreno adquirió el año de 1873 para depositar los restos mortales de su primera esposa.

Dudas por resolver

La versión del reportero provocó en el cónsul serias dudas: ¿realmente se suicidó? o ¿lo asesinaron con verdadero lujo de vileza? Decía reconocer que tenía tantos datos para creer lo primero como para suponer que lo mataron. A través de la correspondencia que estableció con Mariscal, Vázquez desarrolla una trama en la que toma parte activa como detective e investigador. Afirma que, a raíz de un comentario que le hiciera de manera confidencial el juez de primera instancia de Belén, en relación a su opinión respecto a que José María pudo haber sido asesinado por amigos perversos que lo obligaron a escribir ese texto, decidió tomar cartas en el asunto porque también tenía sospechas. Según las declaraciones que le hizo la viuda, ese día del suceso dos individuos que nunca se separaban de Santa Anna estuvieron encerrados con él ayudándolo a romper sus libros y correspondencia.

El cónsul sugirió al juez iniciar una investigación: Por indicación privada mía, el juez los mandó buscar con agentes de orden público, les interrogó y ellos con aparente impasibilidad –aunque en mi concepto no la tenían– contestaron que Santa Anna les había dicho que tendría que batirse a muerte al siguiente día con un hombre que había atacado su honra, y que por eso trataba de arreglar todos sus negocios pendientes, pidiéndoles su concurso. Añadieron que sabían que Santa Anna sólo dejaba en su caja una declaración haciendo terribles acusaciones en contra de su familia.

Para Andrés Clemente Vázquez, esos hombres eran sospechosos, pero el juez los declaró inocentes. Por lo demás, hubo diversos obstáculos que le impidieron llevar a cabo diligentemente la administración de los bienes de la sucesión. Incluso creía ver la existencia de segundas manos interesadas en favorecer las reclamaciones de la viuda en detrimento del último deseo de su conciudadano de pagar a los acreedores. Mientras las peticiones del cónsul ante la justicia cubana tomaban curso, innumerables dudas lo asaltaban. Por un lado, no dejaba de preguntarse si se enfrentaba a un suicidio o a un asesinato y, por el otro, cómo proceder en su gestión diplomática de la mejor manera y sin contravenir las leyes españolas que regían en la isla. Respecto a lo primero, juzgó casi imposible evitar que las sombras del misterio [cubrieran] para siempre, la repugnante realidad de tantos horrores, aun cuando decidió seguir el caso de cerca. A su juicio, amigos infieles del difunto habían tomado posesión de sus valores y la viuda el control de las propiedades.

Cuando el juzgado de la primera instancia del distrito de Belén declaró a Vázquez como administrador legal de los bienes que dejó José María, el cónsul expresó a Mariscal que el caso era problemático dado que estaban hipotecados o embargados y se debían pagar las contribuciones a la Hacienda. Los acreedores que pretendían abrir juicio para ver saldada su deuda eran bastantes, además de que el valor de las casas no cubría el monto a pagar. Afortunadamente para él, dos meses después se declaró herederos de José López de Santa Anna a sus hijos legítimos y se resolvió que, por derecho, Francisca debía administrar los bienes del intestado y con eso parecía terminada la misión del diplomático.

Las joyas recuperadas

Cinco años después sucedió lo inesperado: las joyas y el dinero aparecieron. El cónsul, que era adicto a la pluma, no desaprovechó la ocasión de recabar fuentes que le permitieran formarse una idea de lo sucedido. Con una actitud divertida y haciendo uso de la ironía, Vázquez informó a Mariscal que las alhajas y el dinero habían sido encontrados en el canal de las aguas negras, literalmente en medio de heces fecales. Quedó así eliminada toda sospecha de que hubieran sido sustraídas las riquezas por un supuesto asesino. El hecho no dejó de causar revuelo y enfrentamientos entre las autoridades gubernativas y judiciales por cuestiones de competencia jurisdiccional. Por su parte, Vázquez prefirió mantenerse al margen y no demostrar ningún interés en las peticiones del tesoro. Con el Cn de transmitir de la manera más objetiva posible la noticia al secretario de Relaciones de México, y dar la oportunidad a que se formase un juicio sobre lo sucedido, el cónsul Vázquez anexó varios recortes del Diario de la Marina del mes de agosto de 1891.

Bajo el título Prendas de un avaro se presenta la crónica de los sucesos donde puede leerse que quienes encontraron el tesoro fueron dos hombres encargados del servicio de limpieza de letrinas. No obstante, no pudieron disfrutar de su hallazgo porque intervino la policía. Esta tuvo conocimiento del hecho por las denuncias por robo que la gente del cascajal hizo cuando las joyas comenzaron a circular entre ellos, de allí que la mano de la justicia y el orden se hiciera presente. Las autoridades competentes tomaron cartas en el asunto. Se llevó a cabo otra campaña de búsqueda de riquezas entre los excrementos y aseguraron haber hallado joyas preciosas y monedas de oro. El periódico publicaba relaciones de las piezas encontradas, por si algún afectado tenía en su poder la papeleta de empeño que acreditara la propiedad de su prenda.

La trágica muerte de José María López de Santa Anna daría mucho de qué hablar…

para saber más

  • Fowler, Will, Santa Anna, Xalapa, Universidad Veracruzana, 2010. “Los placeres y pesares de Antonio López de Santa Anna, 1794-1876” en Gozos y sufrimientos en la historia de México, México, El Colegio de México/Instituto Mora, 2007, pp. 261-288.
  • Serna, Enrique, El seductor de la patria, México, Joaquín Mortiz, 1999.