Faustino A. Aquino
Museo Nacional de las Intervenciones, INAH
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 56.
Si el traje de charro es considerado el símbolo de la masculinidad mexicana, el vestido de china poblana lo es de la feminidad, sólo que este último, a diferencia del primero, se encuentra envuelto en el mito y la suspicacia.
El mito fue inventado por el coronel Antonio Carreón quien, en su Historia de la ciudad de Puebla (1896), afirmó que la mística poblana Catarina de San Juan (1613-1688) era de origen chino y, por ello, fue conocida como la China Poblana. Se trataba de una princesa india quien, luego de ser secuestrada por corsarios portugueses hacia 1622-1623, fue llevada a Cochín, en la costa de Malabar, donde la bautizaron como Catarina de San Juan; posteriormente fue llevada a Manila, donde la vendieron como esclava a un agente del capitán poblano Miguel Sosa. Llevada a la ciudad de Puebla hacia 1625, sirvió en la casa de Sosa y en la del sacerdote Pedro Suárez, al tiempo que llevaba una vida de ascetismo, al grado de que el pueblo llegó a considerarla santa. A la mentira de que Catarina era de origen chino, el escritor Ramón Mena añadió que las criollas de aquella ciudad, por honrar la memoria de la mística, imitaron su manera de vestir y que ese fue el origen de las chinas poblanas.
La última mentira es fácil de probar pues, a los trece años de que muriera, la Inquisición prohibió sus retratos y culto, so pena de excomunión: tales imágenes ponen en evidencia que vestía como monja y, por tanto, el vestido de china poblana no tiene nada que ver con ella. Además, es un hecho que dicho atuendo fue usado cotidianamente por las mexicanas (no sólo poblanas) desde fines del siglo XVIII hasta mediados del XIX, por lo cual es de suponer que en Puebla se habría perdido de Catarina hasta el recuerdo, por no hablar de su indumentaria.
Pero, entonces, ¿de dónde sale la china? China es una voz quechua que significa hembra y que, a raíz de la conquista, tuvo el de sirvienta, india, mestiza, mujer del pueblo. Con este significado se difundió por toda Hispanoamérica, y es de notar que hasta hoy se llama china a la pareja de todos los jinetes del subcontinente, representantes de las diversas nacionalidades: el gaucho argentino y uruguayo, el huaso chileno, el llanero colombo-venezolano, el chagra ecuatoriano, el chalán peruano y el charro mexicano.
En el caso mexicano abundan las descripciones, plásticas y escritas, del vestido de china; por ejemplo, la de Niceto de Zamacois (1855): “Enaguas con lentejuelas, hasta media pierna, dejando ver el pie sin media, calzado por un zapato de raso verde, ceñida la estrecha y mórbida cintura por una banda bordada caprichosamente con sedas de colores.” Tal descripción se refiere a las chinas de la plaza de San Juan de la ciudad de México, las cuales eran poblanas, pero, según Gutierre Tibón (Aventuras en México 1937-1983), no por ser angelopolitanas (es decir, habitantes de la Puebla de Los Ángeles), sino por la acepción que en el siglo XIX tenía el adjetivo poblana: aldeana, villana, pueblerina, mujer del pueblo. La frase “china poblana” viene a ser entonces una especie de pleonasmo. Por la convergencia de poblano-pueblerino y poblano-gentilicio de Puebla, aclara Tibón, se ha creado una evidente confusión; por tanto, una china poblana podía ser de cualquier región de México. Se considera que el área donde se acostumbraba vestir de china iba desde Oaxaca al Bajío, hasta que el atuendo comenzó a caer en desuso hacia la década de 1850.
En un artículo del diario capitalino El Monitor Republicano, del 14 de febrero de aquel año, puede comprobarse que, en efecto, las chinas pertenecían a la clase social más baja, y que no eran exclusivas de la Angelópolis: “Como a las cuatro de la tarde comenzaron a aparecer los coches [durante un carnaval en la capital]: todas las familias más distinguidas concurrieron ocupando sus elegantes carruajes; la mayor parte de las lindas mexicanas de la clase media ocupaban los modestos simones, y las provocativas chinas mezcladas con lo más pobre y repugnante de la población.”
La suspicacia
De lo que no se tiene certeza es sobre el carácter o calidad de las mujeres que portaban el vestido, duda que fue sembrada, sin querer, por Frances Erskine Inglis, mejor conocida como madame o marquesa Calderón de la Barca, en su conocido libro La vida en México durante una residencia de dos años en ese país. Cuenta ella que, al ser invitada a un baile de disfraces, recibió como obsequio: “un hermoso traje de china poblana […] que consiste de una falda de lana [a esa tela de lana se le llamaba castor] color marrón, con fleco de oro, galones dorados y lentejuelas, y enagua bordada y adornada de ricos encajes, y que debe llevarse debajo de la falda.”
Días después, en una carta a su familia anotaba que había gran expectación en la ciudad por saber si, de verdad, la esposa del ministro español asistiría al baile vestida de china:
Me quedé más bien sorprendida de que todo el mundo se preocupe tanto por ello […] Poco después llegaron más visitas, y justamente cuando suponíamos que habían terminado y nos disponíamos a comer, nos avisaron que estaban en la sala el Secretario de Estado, los ministros de la Guerra y de lo Interior, acompañados de otras personas, ¿Y cuál creereís que era el propósito de la visita? Conjurarme, por todo cuanto hay de más alarmante, a renunciar a la idea de aparecer en público en traje de poblana. Nos aseguraron que las poblanas eran, por lo general, femmes de rien, que no llevan medias, y que la esposa del ministro español no debía, por ningún motivo, vestir semejante traje ni una sola noche siquiera […]
Puesto que tales escenas transcurrían en la capital, se confirma que el término poblana no era equivalente al de angelopolitana. Pero si la frase femmes de rien (literalmente, mujeres de nada) deja dudas sobre su significado, el señor José Arnáiz fue un poco más específico en una esquela que le fue entregada a madame Calderón momentos después de la visita del gobierno: “El traje de poblana es el de una mujer de reputación dudosa. La señora del ministro español, es una damaen toda la expresión de la palabra.”
Lo de “reputación dudosa” igual se puede prestar a muchas interpretaciones, pero, según Ricardo Pérez Montfort, desde entonces existe entre los historiadores la duda de si el traje de china poblana no sería un atuendo de prostituta. Tal hipótesis parece estar apoyada por varios factores: 1) eran mujeres que gozaban de mucha libertad para moverse en la calle -de ahí tal vez el dicho popular “¡anda de china libre!”-, cuando las mujeres “decentes” no podían salir a la calle sin compañía, y las de clase alta ni siquiera bajarse del carruaje para entrar a una tienda, de donde tenían que salir los empleados a mostrarles las mercancías; 2) todas las descripciones de las chinas coinciden en que se les consideraba coquetas, salerosas, atractivas y provocativas, 3)su vestimenta permitía apreciar el contorno del cuerpo y dejaba piel expuesta en las piernas y el busto; ya hemos visto la consternación que producía el hecho de que no usaran medias, y a Zamacois fijándose en “la mórbida cintura”.
Mujeres bravías
Como contrapeso de las evidencias atentatorias del honor de la china, en la prensa de la época es posible encontrar otras que apuntan en una dirección distinta a la de la prostitución: la violencia que caracterizó a las clases bajas, no sólo de México, sino de todo el mundo. A partir de la década de 1880, encontramos artículos de El Monitor Republicano en los que se expresa una nostalgia por los trajes y las costumbres de la primera mitad de ese siglo, y en especial -hoy parecería increíble- por la violencia con la que generalmente terminaba toda clase de festividad. Por ejemplo, el 24 de julio de 1881, el diario comentaba:
A lado de ellos [los charros] veíanse las chinas de negros ojos, de tez de terciopelo, de pies inverosímiles, luciendo sus enaguas bordadas de lentejuelas de oro, con cortes amarillos, su rebozo de finísima bolita, sus zapatitos verdes que aprisionaban el desnudo pie, y sus sartas de corales que ondeaban sobre el mórbido seno, como si el zoofito que en aquellas rojas cuentas viviera, se despertara al calor de las miradas de la terrible china.
¿La terrible china? Eso no suena a prostituta, más bien a mujer de carácter, lo cual se confirma con otro artículo del 9 de diciembre de 1894:
Aquí, en el país de Cuauhtémoc, cuando teníamos aquella gran bronca que se llamaba el Corpus de Santa María, pespunteaba la guitarra, reía el jarabe en su repicar constante, gemía el arpa, estremecíase el pulque colorado en sus enormes vasos, y pasaba la garbosa china, con su castor que chisporroteaba en lentejuela, sus enaguas con cortes, su camisa con raudas y relindos, y a la hora horada, la terrible morena ya empulcada, requería la navaja ¡Cristo con todos! Se armaba el jaleo, los cuchillos salían a relucir, y al poco rato ¡Jesús bendito! Los vencidos de aquel mitote, paseaban cadáveres yertos […]
Tal descripción de las costumbres no parece exagerada si se recuerdan los óleos, de manufactura popular, que representan el final a puñaladas de los fandangos de la época, la leyenda de “El rosario de Amozoc” o el caso de Ignacia Ruiz, La Barragana, capitana de un escuadrón de chinacos en la intervención francesa, quien murió apuñalada por otra mujer en un baile que terminó con la acostumbrada reyerta. Sin embargo, el citado redactor no dudaba en lamentar que las costumbres se hubiesen suavizado un poco pasada la media centuria:
Esta es una nación, digámoslo aquí internos, sin costumbres nacionales, nos parece de mal tono conservar esos tipos, esas costumbres que mecieron, válgaseme la palabra, la cuna de nuestros mayores.
Ya apenas si el jarabe resuena en el teatro en detestables cuadros de los antiguos usos, ya la china se ha evaporado y apenas si nos queda la gatita relamida que no es de chile ni de dulce, porque le falta el garbo y la sal y el alma y hasta el cuchillo, porque usa ¡horror! El botín de cuero en vez del zapatito verde.
En efecto, la china poblana se estaba convirtiendo en parte de las funciones teatrales, donde el jarabe, bailado por un charro y una china, despertaba furores entre un público amante de la música nacional. Al mismo tiempo, el uso de su traje estaba adquiriendo carácter tradicional, pues, si siguió usándose, sólo fue para bailar el jarabe en las fiestas religiosas que se celebraban en la ciudad de México, en los pueblos que bordeaban el canal de la Viga, y cuyos eventos principales eran los desfiles de chalupas tripuladas por músicos e incansables chinas zapateando el jarabe. Todavía pueden encontrarse fotografías y películas de fines del siglo XIX y de las primeras décadas del siglo XX en las que pueden apreciarse tales escenas. Lo mismo ocurría en otras ciudades; por ejemplo, en la fiesta de Lagos, Jalisco, el 28 de agosto de 1896 “Se siguió la antigua costumbre de alumbrar por la noche con farolillos venecianos las calles que siguen la dirección de Sur a Norte, y en muchas de las cuales se bailaba el ‘jarabe tapatío’ por las ‘chinas’ de rebozo de ‘bolita’ y los charros de pantalón de cuero.”
Una vez que el traje de china poblana se consolidó como el prescrito para bailar el jarabe, comenzó a convertirse también en la imagen de la mujer mexicana ante el extranjero gracias a que, en la Exposición Universal de París de 1889, el charro y la china fueron presentados al mundo como tipos representantes de la nacionalidad mexicana.
La proyección internacional de la china y el charro -e incluso de las bandas de músicos vestidos de charros, quienes serían conocidos como mariachis-, fue tan exitosa que, al finalizar el siglo XIX, no faltaron periodistas y escritores mexicanos que señalaron lo absurdo de que se pudiera llegar a pensar en otros países que en México todo el mundo vestía de aquellas maneras. Lo que no es absurdo es que mucho de aquella violencia popular de la primera mitad del siglo XIX dejara su impronta en el folklore nacional, al grado de que, ya en el siglo XX, el cine consagrase al charro bravucón, a la mujer machorra y a la canción bravía, los cuales podían, en efecto, reclamar carta de autenticidad, justificada en el pasado del país:
Sangre brava y colorada
Retadora como filo de puñal
Es la sangre de mi raza
Soñadora y cancionera
Sangre brava y peleonera
Valentona y pendenciera
Como penca de nopal
(Coro de “Tequila con limón”, Ernesto Cortázar y Manuel Esperón)
PARA SABER MÁS
- “La china poblana”, Artes de México, núm. 66, 2003.
- Castillo Morales, Adriana Catarí, “El jarabe tapatío”, BiCentenario, 2014, en https://cutt.ly/jImsaWa.
- Olivares Chávez, Anabel, “Una mujer peculiar: La china poblana en el siglo XIX”, en BiCentenario, 2008, en https://cutt.ly/wIma6u0.
- Tibón, Gutierre, Aventuras en México, 1937-1983, México, Diana, 1989.
- Visitar la colección de textiles del Museo Nacional de Antropología. Paseo de la Reforma s. n., Ciudad de México.