Arturo Sigüenza
Taller de Artificios
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 14.
1894. Hacienda “Los Tres Zapotes”. Un cigarrillo y otro más. El patio entero donde se secaba el fruto de higuerilla se le hacía chico y las cuatro horas de espera le parecían veinte minutos. ¿O era al revés? No lo sabía y mandaba por más tabaco para liar unos cuantos. No estaba seguro de que ese doctorcito que trajeron de la ciudad pudiera hacer el trabajo de día Crescencia (la partera más confiable del poblado), quien se había encargado de recibir a sus siete hijas. Alguno de sus compadres le había aconsejado: “confía en la ciencia, Rogaciano, no seas tan ignorante, los doctores estudiados en la capital pueden hacer que nazca un machito”.
Sacó su reloj de oro más por presumir que por ver la hora. Aunque sabía leerlo, siempre le pedía a alguien más que lo hiciese por él, de hecho se le había vuelto un tic nervioso. Se alzó un poco el sombrero para limpiarse el sudor con la mano, y se aflojó el cinturón de cuero de víbora que él mismo había matado, cuando la encontró debajo de su cama. Los gritos de su mujer eran más desesperados que de costumbre, quizá porque el tener un varón sea más doloroso — pensó– o porque el méndigo doctorcito no sabía traer un niño al mundo.
“¡¿Qué esperan para ir por doña Chencha!? ¿No oyen a mi mujer chillando como puerco?” gritó don Rogaciano. Uno de sus mozos de confianza cogió un caballo con la advertencia de mejor no regresar si no era con la partera. Don Rogaciano estaba tan encabritado que no sintió, sino instantes después, cuando el cigarrillo le quemó los dedos. Lo pisoteó maldiciéndolo y con premura encendió otro. Se dirigió a la recámara, abrió de un golpe las dos altas puertas de madera y las dejó de par en par.
“¿Qué carajos pasa? ¡Llevan horas con este griterío!” refunfuñó palmoteando en una puerta. El doctor y su ayudanta se sintieron algo más que intranquilos con la amenaza que hizo don Rogaciano pistola en mano. Tenían que traer un varoncito al mundo o ¿quién sabe qué les podía pasar, verdá de Dios?. Mas allá de la preservación del apellido, estaba en juego la preservación de la Hacienda y la de su honra, pues sus parientes y amigos le machacaban cada que podían ¿para cuándo el varoncito, para cuándo?. Don Rogaciano sabía que su problema de erección era cada vez más severo, y que la edad y los problemas de la Raya lo tenían al tope de sus cabales.
El padre de don Rogaciano escuchó los gritos y caminó pronto a la recámara, se acercó por detrás y lo sacudió por los hombros. Le dijo que se dejara de pendejadas y que mejor se fuera a atender al turco que lo esperaba hacía ya un buen rato. Don Rogaciano salió del cuarto, pero antes dejó el revólver encima de la mesa donde el doctor tenía sus utensilios. “Varoncito, doctor, varoncito” advirtió con sus ojos de lince enfadado.