Elios Mitre
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 31.
M’hijo, he decidido desobedecer, a ver qué se siente.
¿A qué se le puede decir no a los 96 años?, ¿a la memoria inacabada?, ¿a las letras de un libro que la vista ya no distingue?, ¿a los pies cansados?, A?a los placeres del paladar?
Visito a mi abuela cada quince días, es un tributo a las enseñanzas que recibí en mi niñez y a la cálida protección que nos brindó al enviudar mi madre. Pero también es un deleite escuchar su lucidez al recontar sus andanzas.
“Sírveme una copita de oporto, te platicaré cómo a mis seis años, mi madre casi me pierde en la inundación de Pachuca, al reventarse la presa allí por 1923. Al ver el afluente desbordado, en vez de escapar prefirió rescatar sus mercancías que estaban en el suelo. Confundida, me solté de su falda y corrí hacia la escalera donde se subía la gente.” De su trinchador tomé dos copitas, las llenó a medias y con un brindis ella reanudó sus maravillosas vivencias.
“Mi papá me llevaba libros y revistas que yo hojeaba sin descanso, pero al incendiarse la ferretera en 1930, esa noche todo se perdió, aunque alcancé a rescatar algunos de mis libros favoritos, hasta que un peón me salvé de entre las llamas. No sentí cuando me quemó, aunque me quedó la cicatriz que tengo en el mentón. No sentí cuando me quemé.”
Mi abuela aún tiene esa suave firmeza, es, como decía mi abuelo, como la gota en la piedra: cuando se decide nada la detiene.