Luis Ozmar Pedroza Ortega
Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 43.
Hubo un tiempo, hacia principios del siglo XX, en que por el propio desconocimiento científico y nutricional sobre las bondades del maíz, el frijol o los chiles, la cocina de origen indígena y campesina se desechaba entre las élites gobernantes. En cuatro décadas esta concepción se revirtió. Fue entonces que surgió la desigualdad como la razón principal por la cual la nutrición adecuada ha estado ausente en muchos hogares mexicanos.
En su obra El porvenir de las naciones hispanoamericanas, publicada en 1899, Francisco Bulnes argumentaba que el retraso de México se debía a una combinación del tradicionalismo ibérico y de la debilidad indígena. Explicaba la endeblez de los nativos a partir de parámetros nutritivos con los que dividió a la humanidad en tres razas, de acuerdo con su alimento base: el trigo para Europa y Norteamérica, el arroz para Asia y el maíz para el resto de América. Aseguraba que la raza del trigo era la única progresista, mientras que el consumo de maíz sólo había pacificado a los indígenas y contribuido a su resistencia por “civilizarse”. La obra de este intelectual, tal como señala el historiador Jeffrey Pilcher, sirvió para poner a discusión la idea de que la alimentación de la población mexicana jugaba un papel importante en el progreso de los pueblos indígenas; aunado a ello, el uso del lenguaje de la incipiente ciencia de la nutrición impregnó estas aseveraciones. La alimentación popular mexicana, identificada como toda preparación basada en maíz, empezó a verse como insuficiente, incorrecta e insalubre, lo cual hizo apremiante su modificación, así como la concepción de que indígenas y campesinos eran holgazanes y con potencial para la degeneración.
Estudios de higiene, como el del médico Samuel Morales Pereira de 1883, concluían que los hábitos alimentarios de los estratos populares eran precarios y malsanos, criticaba el alto consumo de tortillas de maíz, la poca ingesta de líquidos y la afición por “picotear” durante el día. Otros autores, como Esteban Maqueo Castellanos y Francisco Flores, opinaban que la falta de espíritu trabajador de los indígenas se debía a sus paupérrimas condiciones de vida y a la alimentación. Es importante comprender que todos estos juicios –etiquetados como estudios y ensayos– sobre los hábitos alimentarios de la población popular, se inscribían en el clima intelectual de la época, en donde hallar una explicación al atraso productivo del país, provocado por los indígenas y campesinos, era importante para contribuir al progreso nacional. Sin embargo, estos argumentos no podían ser comprobados, a pesar del desarrollo de la ciencia química desde principios del siglo XIX. Aún era difícil medir el contenido nutritivo de los alimentos, así que muchas ideas consideradas científicas y defendidas por varios autores e intelectuales, provenían más de un prejuicio sociocultural que de una certeza científica.
Las autoridades dejaban de lado el poco acceso a la riqueza y las consecuencias que provocaban los bajos salarios en las condiciones de vida. Si bien es cierto que médicos, políticos e intelectuales se jactaban de conocer cómo debía ser la dieta de la población para que pudiera convertirse en una masa trabajadora y productiva, no se preocupaban por considerar a qué productos alcanzaban los sueldos de entonces. La dieta estaba compuesta por tortillas de maíz, manteca, frijoles, chile, hortalizas y algunas frutas, comestibles tradicionales. Sólo los directivos de la administración pública o profesionales podían adquirir otro tipo de insumos como azúcar y chocolate, además de cubrir totalmente sus necesidades de vivienda, vestido y ahorro. Esta situación muestra que la canasta básica popular estaba muy reducida, tanto en diversidad alimentaria como en poder adquisitivo.
Trigo por maíz
A pesar de la evidente desigualdad, a la alimentación popular se le adjudicó una inferioridad nutricional desde finales del siglo XIX y la primera década del XX. Como medida para cambiar las prácticas alimentarias, se impulsó el consumo del trigo en detrimento del maíz. Así, se trató de aumentar la producción de aquel para que el pan fuera sustituyendo a la tortilla y a los platillos basados en el maíz de la cocina mexicana. Esto fue medianamente exitoso ya que, si se comparan algunas cifras sobre la producción agrícola del periodo, es posible observar que gran parte del trigo estaba destinado a la exportación, mientras que las tierras de temporal, en manos de los campesinos mestizos e indígenas, se utilizaba para el autoconsumo sobre todo de maíz, frijol y algunas hortalizas, y el excedente se vendía en los mercados de los pueblos o era intercambiado por otros productos.
Hubo prensa que se dedicó a difundir las “bondades del trigo”, mientras señalaba lo inadecuado que era el consumo de maíz para los humanos. Empezaron a ofrecerse nuevos productos para el consumo que suprimieran a las tortillas, siendo un ejemplo las galletas y el pan francés. Por otra parte, la difusión del uso del trigo provocó la creación de combinaciones entre este y los ingredientes tradicionales de la cocina mexicana. Un caso emblemático fue la torta. De acuerdo con José N. Iturriaga fue inventada por una vendedora de chalupas del centro de la ciudad de Puebla, quien agregó un guisado al pan francés o bolillo y lo vendía como un refrigerio para los trabajadores industriales. Su logro fue subvertir el discurso de la élite, ya que adaptó el trigo a la alimentación popular y no reemplazó el maíz.
Esta situación plantea que, si bien existía un discurso de la élite en contra de la alimentación popular, también había una clara resistencia a la idea del rezago que, se decía, lo provocaba la dieta popular. Un ejemplo se aprecia en los banquetes del centenario de la Independencia, en el que el menú estuvo a cargo del francés Sylvain Dumont y consistió en una amplia oferta de platillos franceses. La cocina mexicana brilló por su ausencia en las mesas de la élite, aunque el convite popular fue muy diferente. En el Zócalo de la ciudad se ofrecieron tamales, mole de guajolote y enchiladas, lo cual se consideró apropiado para el pueblo, a pesar de los ataques a los ingredientes de la alimentación popular.
Es posible observar cómo el discurso del rezago era retórico, pues no se incrementaba la producción de trigo para el consumo interno –sólo para la exportación–, ni se ofrecían festines de gala con comidas afrancesadas para la mayoría de la población, sino que se seguía reafirmando la idea de que ciertos alimentos eran propios del pueblo. A pesar de la crítica al maíz, en muchos de los recetarios utilizados por las elites porfirianas, como el Cocinero mexicano (1831) y La cocinera poblana o el libro de las familias (1872), era importante para la preparación de múltiples alimentos que se servían en las mesas de las familias más acomodadas. Estos recetarios se siguieron utilizando hasta la primera mitad del siglo XX, por lo que se continuó difundiendo el uso de maíz como base de muchos platillos.
Revalorización
Ahora bien, la alimentación popular mexicana, que había sido objeto de acusaciones sobre su valor nutritivo y sus nulas aportaciones para el progreso del país, se vio fortalecida por nuevas propuestas de invención y difusión que originaron cocineras y maestros de cocina entre 1910 y 1920, quienes adaptaron múltiples preparaciones provenientes de recetarios decimonónicos a la realidad alimentaria del país. Se inició así una nueva etapa en la que, si bien no desapareció la crítica al supuesto déficit nutritivo de la alimentación mexicana, esta se revalorizó como instrumento para educar e instruir a la población –campesina e indígena– en actividades productivas, higiénicas y culturales.
Los enfrentamientos de las facciones revolucionarias tuvieron como consecuencia la caída de la producción agrícola e industrial de alimentos, problemas de abasto de comestibles e inflación monetaria que perjudicaron el consumo de muchos artículos de primera necesidad. La población echó mano de los productos a su alcance, de ahí que varios cocineros rescataran las formas culinarias tradicionales que resultaban baratas y sencillas de preparar.
Durante la década de 1920 la alimentación fue un elemento importante en la labor de las misiones culturales impulsadas por José Vasconcelos. En el ámbito alimentario, estas misiones tuvieron el objetivo de transformar las prácticas higiénicas de la población. Los maestros pronto empezaron a denunciar que la gente vivía con un nivel mínimo de subsistencia, basado únicamente en tortillas, chiles y frijoles. Con la instauración de la Casa del Pueblo en distintas regiones, se empezó a resolver la preocupación por establecer programas educativos dirigidos a aumentar la lectura y escritura, así como enseñar conocimientos “modernos” de agricultura, industria e higiene.
A partir de 1924, las misiones contaron con un grupo de trabajo compuesto por profesores, médicos y una maestra de economía doméstica para que impartiera clases de corte, confección y cocina. La Secretaría de Educación Pública hizo diversas campañas de nutrición rural basadas en los programas que se llevaban a cabo en la capital del país. Ejemplo de ello fueron los desayunos gratuitos para niños pobres, a quienes se daba pan, frijoles y café con leche en las escuelas. De igual manera, en 1926 fue importante que Elena Torres, antigua normalista a cargo de la Dirección de Misiones Culturales, integrara a maestras de economía doméstica por sus conocimientos en alimentación infantil e industrias caseras. Mientras en el campo las misiones culturales se abocaban a inculcar nuevas prácticas alimentarias, con recetas para hacer pan y pastas, y cultivar el trigo, en los estratos medios urbanos empezaba un ascenso de la cocina mexicana como elemento de la cultura nacional. Esta paradoja revivió la vieja discusión en torno al valor nutritivo de la alimentación mexicana, la cual ahora era defendida en el discurso de revalorización de los elementos culturales que constituían al México posrevolucionario, y criticada por un sector conservador que seguía catalogándola como la causante del subdesarrollo del país y propugnaba al trigo como el grano nacional en detrimento del maíz.
Polémica
El principal debate en torno a la idoneidad de la alimentación mexicana se dio entre algunos intelectuales y el escenario fue la prensa de la capital. El artículo que comenzó la discusión fue la columna “Gastrónomos y glotones”, de Francisco M. de Olaguíbel, en El Universal, donde criticaba que la cocina nacional tuviera raíces en la dieta indígena, pues no tenía originalidad frente a otras cocinas como la española y francesa. Luis Castillo Ledón le respondió en otra columna titulada “Gastronomía mexicana” que apareció en el mismo diario. El entonces director del Museo Nacional defendía la idea de lo culinario como rasgo inherente de México y que tenía el mismo nivel de complejidad que cualquier otra cocina del mundo. Posteriormente, Rafael Heliodoro Valle trató de balancear las opiniones opuestas de Olaguíbel y Castillo. Apuntó que los platillos “nacionales” tenían una historia que se vinculaba con la del país; a través de recetarios antiguos resaltó la necesidad de hacer evidente lo que México había dado al mundo y pedía que preparaciones como la sopa de tortilla, el mole de guajolote y otros platillos merecieran la distinción nacional. Esta discusión logró que el tema culinario se volviera un elemento de polémica, ya que, si se tiene en cuenta que los gobiernos posrevolucionarios buscaban cambiar la alimentación de campesinos e indígenas, los debates que generaba el mismo mito del mole adquirían preponderancia y aún más si se vinculaba con las normas de salubridad e higiene propias de la época.
Para la década de 1930, los debates en torno a la alimentación continuaron, muy influidos por la adopción de ideas sobre salud e higiene, las cuales se vieron reflejadas en las acciones del Departamento de Salubridad Pública. Este organismo estableció centros y brigadas ambulantes de higiene rural y se diseñaron programas contra las enfermedades intestinales, que eran la primera causa de mortalidad en el campo. Se distribuyó gratuitamente la cartilla de salud, con información sobre cómo las personas podían cuidar y mejorar su salud a partir de los deportes y la buena alimentación. También se combatía el consumo de chile y pulque, y se aconsejaba comer frutas y verduras para tener una alimentación balanceada, sobre todo en los niños y las mujeres embarazadas.
El discurso continuó exaltando la necesidad de una buena salud que se promovió a través de instancias como la Comisión Nacional de Alimentación, fundada en 1936, y encargada de difundir recetas que procuraban el consumo de vegetales, frutas, legumbres y carnes a través de la cocción a vapor con el fin de conservar el valor nutritivo de los alimentos. También ofreció cursos y conferencias, y publicó folletos informativos.
Salud alimentaria
Comer a tiempo y con medida fue la base práctica del lema del gobierno: alimentarse mejor. Esta tendencia, que propugnaba la ingesta de productos naturales y la preocupación por adquirir los nutrientes básicos que ayudarían al crecimiento de los niños, a la maternidad y al buen trabajo de los individuos, se convirtió en el objetivo más importante de estas campañas de nutrición, pues con ellas se transformaban poco a poco las prácticas alimentarias del campo que ayudarían a mejorar la salud y productividad de la población rural.
A principios de la década de 1940 se emprendió el proyecto de un instituto que se encargara de realizar análisis y experimentos de nutrición. Con la fundación del Instituto Nacional de Nutriología en 1943 y del Hospital de Enfermedades de la Nutrición en 1946, bajo la dirección de los médicos Francisco de Paula Miranda y Salvador Zubirán, respectivamente, se llevaron a cabo varios estudios en el Valle del Mezquital, con la finalidad de formar un registro sobre las características de la alimentación y nutrición de los mexicanos en diferentes regiones y estratos sociales, así como el análisis de la composición química de los principales alimentos ingeridos por la población mexicana, tales como el maíz, el chile y el tomate. Asimismo, se realizaron estudios para tratar el problema de subalimentación en adultos y niños en zonas rurales y en las periferias urbanas, así como se lanzó una campaña de salud para evitar enfermedades gastrointestinales.
La importancia de estos estudios reside en dos puntos: la valorización del maíz como base de la alimentación mexicana y la preocupación por explicar cómo se formaba –nutricional y socialmente– la cultura alimentaria mexicana y con ello, poner fin a los debates que hacían dudar del valor nutritivo de los ingredientes básicos de la alimentación popular.
Cuando se logró comprobar la equivalencia nutrimental entre el trigo y el maíz, así como la alta calidad nutritiva del frijol y el chile, se tuvo que transformar la concepción de pobreza nutritiva con la que había sido atacada la alimentación y la cocina popular. Ahora la atención se dirigió a analizar el acceso a la buena alimentación, es decir que, si bien la cocina mexicana era totalmente nutritiva, no toda la población tenía los recursos necesarios para alimentarse bien. Se concluyó que la población mexicana no estaba desnutrida, sino subalimentada, debido a la desigualdad en la distribución de los recursos materiales y económicos. De esta forma, se generó el impulso necesario para aniquilar a todas las posturas detractoras y afianzar al maíz, frijol y chile como la base de la cocina nacional. El debate terminó allí.
PARA SABER MÁS
- Bak-Geller Corona, Sarah, “Los primeros recetarios mexicanos y los recorridos de la sazón nacional” en Casa del Tiempo, 2013, https://goo.gl/b9jD7e
- Iturriaga, José N., Gastronomía: Historia ilustrada de México, México, Debate, 2016.
- Orellana, Margarita de, ed., Elogio de la cocina mexicana: patrimonio cultural de la humanidad, México, Conservatorio de la Cultura Gastronómica Mexicana, Artes de México, 2012.
- López Morales, Gloria, coord.., Pueblo de maíz. La cocina ancestral de México. Ritos, ceremonias y prácticas culturales de la cocina de los mexicanos, México, Conaculta, 2004.
- Moreno Botello, Ricardo, La cocina en Puebla. Tradición y modernidad de un patrimonio, elogio de la cocinera poblana, Puebla, Educación y Cultura, 2017.