Arturo Garmendia
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 39.
Pues ahora, de esos que murieron jóvenes te llega el murmullo.
Rainer María Rilke. Elegías de Duino
La hoguera del vivac ilumina los pies de los soldados que se preparan para pasar la noche. Su luz es incierta y asciende por los cuerpos yacentes con dificultad. Muchos rostros quedan en penumbras, pero el capitán D’Anjou girando la cabeza puede reconocer a los zuavos, tocados con su fez e inconfundibles por sus anchos pantalones rojos; a los húsares austriacos, en su uniforme verde; y a los propios soldados franceses, de chaqueta corta y quepí azul marino. Próximo a él reposa un jovencito, que custodia el estandarte de la compañía. Se descubre para apoyar la cabeza sobre su mochila y por su cuello desborda una cascada de rizos rubios que, junto a su pálida faz, le dan el aspecto de una jovencita. Al capitán D’Anjou le recuerda a su hija. Le pregunta:
–¡Eh, tú! ¿Cómo te llamas?
–Cristóbal Villafagne, señor.
–¿Cuántos años tienes?
–Recién cumplí diecisiete.
–¿Y de dónde eres?
–De Lorena, señor.
–¿Cuándo llegaste?
–Hace tres días desembarcamos en Veracruz, señor.
–Vamos a la guerra –repuso el capitán– ¿No tienes miedo?
–¿Miedo a qué, señor? Nuestro ejército es el más poderoso del mundo y en cuanto a los mexicanos… Lo dijo nuestro comandante, en Orizaba: “… somos tan superiores a los mexicanos en organización, disciplina, raza, moral y sensibilidad que, a partir de este momento y al mando de nuestros 6 000 valientes soldados, ya somos dueños de México”.
–Ningún soldado debe menospreciar al enemigo –sentenció D’Anjou, añadiendo:
–¿Y qué has venido a buscar aquí?
–La gloria, señor… y fortuna. Mi familia espera eso de mí.
Las conversaciones se han ido apagando. El fuego chisporrotea y alguien tose. El joven alférez saca de su chaqueta un relicario, y del joyel un mechón de rubios cabellos, que contempla en silencio. El capitán interrumpe sus pensamientos.
–Tu familia te espera… y alguna amiguita también.
Cristóbal sonríe y se ruboriza. Esconde el guardapelo y cierra los ojos. Dedica su último pensamiento a la coqueta Marie, que con sus juegos sabía enardecerlo, pero al mismo tiempo defender su infranqueable virtud.
Cabalgar, cabalgar, cabalgar por estas cumbres de extraños follajes; por esos campos arrasados por un enemigo que ha quemado sus sembradíos y abandonado sus pueblos para obstaculizar el avance de la tropa, para que de pronto, sin previo aviso, poder acosarlos con grupos guerrilleros que no logran hacer mucho daño, pero que los mantienen en estado de alerta.
Avanzan en medio de una lluvia torrencial, que cesa y deja paso a un sol despiadado. Los abruma con un calor húmedo, asfixiante. Los cascos de los caballos se hunden en el lodo y dificultan la marcha. Las ruedas de un cañón se atascan y hay que detenerse a liberarlo. Se escucha un ulular en el bosque y alguien dice: “En estas tierras, cuando el búho canta el indio muere”. Otra voz riposta: “Entonces, está de nuestra parte” y despierta algunas cansadas risas.
Al atardecer arriban a un poblado aparentemente evacuado. Extrañas chozas se acuclillan sedientas junto a pozos fangosos. La tropa se prepara para pernoctar ahí. El capitán D’Anjou deambula por el pueblo y se topa con el joven alférez. Caminan lado a lado, en silencio. En un recodo descubren el cadáver de un campesino, cara al cielo. Cristóbal se inclina para contemplar sus ojos muertos. Parece que lo interroga.
–Quien dice guerra, dice muerte –sentencia el capitán.
–Sí, pero… Nosotros luchamos por el honor, por la patria…
–Nosotros sí, pero los poderosos sólo luchan por el poder.
Quienes lo tienen quieren más y más. Son insaciables.
–Entonces usted… ¿quiere más poder?
El capitán sonríe:
–No me disgustaría tener uno o dos grados más, pero no es eso lo que busco: es que no sé hacer otra cosa.
–¿Y su familia?
–Mi familia es el ejército. Así es que si quieres progresar en la guerra, olvídate de tu familia. Debes estar dispuesto a abrazar la muerte.
Se alejan envueltos en los tintes rojizos del crepúsculo.
Pasan días enteros de marcha, sin tregua. La compañía se limita a seguir cabalgando. Desde lejos la caravana parece una culebra que se arrastra por los caminos, asciende por los cerros, vadea arroyos y levanta enormes nubes de polvo a su paso. Ahora el paisaje ha cambiado: hay campos cultivados, algunos de ellos sembrados de curiosos espinos gigantes, de los que se asegura producen un poderoso licor. A lo lejos se divisan montañas cubiertas de nieve. Por los pueblos que cruzan, los aldeanos los saludan y gritan “¡Viva el emperador!”. Un prominente hacendado, del bando conservador, los espera para agasajarlos.
La soldadesca rodea el caserío. Los oficiales son conducidos a la hacienda, que semeja una fortaleza. Ahí han dispuesto mesas para el banquete y gallardas mozas vienen a atenderlos. Prueban el mentado licor de agave, que pronto hace estragos en sus filas. Se organiza el baile, que deviene francachela.
Cristóbal abandona el patio cubierto de coloridos festones de papel picado. Se interna en la amplia casona; atraviesa varios cuartos donde se amontonan muebles y objetos embalados, como dispuestos a emprender la huida. Luego descubre estancias vacías, donde sus pasos resuenan graves. Un grito, sollozos apagados y cuerpos que luchan lo atraen presuroso. Una doncella forcejea con un hombre, corpulento. Cristóbal es rechazado cuando intenta separarlos. Cristóbal toma el cuchillo de caza que porta en su cintura y vuelve a la carga. El hombre resiste a pesar de recibir varias heridas, pero el cuchillo es corto y no hace mucho daño. Cristóbal insiste, aunque en ocasiones se hiere a sí mismo. La niña observa desde un rincón, presa del pánico. Finalmente las fuerzas del maleante empiezan a ceder. Desconfiado, Cristóbal le asesta una puñalada tras otra y a cada golpe se siente más poderoso, satisfecho del dominio que tiene sobre su enemigo. Ambos terminan bañados en sangre.
Por un tiempo no se escucha más que el jadeo de Cristóbal y los sollozos apagados de la niña. Cuando recuperan el aliento, ella lo toma de la mano y lo conduce a un cuarto vecino, donde lo deja por unos momentos. Regresa con un cubo con agua y le descubre el torso lavándolo cuidadosamente. Tiene un arañazo sobre el corazón. Ella acaricia los bordes de la herida y luego la besa. Se miran hondamente, como si quisieran descifrarse y luego se funden el uno en el otro.
Antes de partir, los jóvenes se abrazan. Sienten que el tiempo se desmoronó sobre ellos, y ahora renacen de sus ruinas.
Cabalgar, cabalgar, cabalgar. Cristóbal va a la vanguardia: su rostro se ha hecho más adusto y porta orgulloso el estandarte de la compañía. El capitán se le empareja.
–¡Vaya! Estás de buen humor, ¿verdad? ¿Qué ha pasado? Cristóbal le relata, envanecido, su reciente encuentro.
–¡Humm! –responde el capitán.
–Tu primer muerto y… tu primera mujer ¿verdad? Pero que no se te suban a la cabeza. Todavía puedes morir en batalla, y con las mujeres… nunca se sabe. Igual pueden despreciarte…
Han alcanzado su meta. Las tropas francesas marchan hacia la ciudad de Puebla: cuatro mil hombres, de los que forma parte la compañía del capitán D’Anjou. El militar recibe la orden de dirigir su tropa hacia los fuertes de Loreto y Guadalupe que custodian la ciudad. Contempla cómo su gente se dispersa en abanico y asciende por la falda del cerro, precedida por el estandarte con el águila imperial de Napoleón, que porta su alférez.
El capitán debe atender el avance de sus hombres, pero trata de no perder de vista al del estandarte. Allá va. Intempestivamente se confunde con los zuavos que, al abrigo de una hondonada, van a la cabeza. Una lluvia de balas los recibe y los cañonazos rugen en torno suyo; sin embargo, el pendón continúa ascendiendo.
Cristóbal, enardecido, sólo escucha el latido de la sangre que golpea sus sienes. Tiene la misma exaltación que lo poseía cuando luchaba contra el villano lujurioso, hace sólo unos días. Es de los primeros en llegar al parapeto del fuerte y en saltar dentro. El capitán D’Anjou lo pierde de vista.
El corneta toca retirada. La derrota es cierta y hay que reagrupar las fuerzas. Después el capitán revisa los cuerpos de los caídos en batalla y, a pesar de su rostro desfigurado, reconoce al alférez. Interroga a los zuavos y le cuentan: en el momento en que el joven pisó el fuerte, un artillero se disponía a colocar una bala en el cañón. Sorprendido, el cañonero se la arrojó a la cabeza y le hizo desplomarse cerro abajo.
El militar, con un nudo en la garganta, retira de entre las ropas del joven el guardapelo, con la intención de enviarlo de regreso a casa; y piensa que también un día aciago su hija recibirá noticias de su muerte.