Hilda Saucedo López
FFyL, UNAM.
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 12.
Los mexicanos, se dice, leemos en promedio medio libro al año. Este dato incierto dibuja una realidad preocupante pero de ninguna manera definitiva, estoy segura de que puede y debe cambiarse. Pero, ¿cómo desarrollar un interés verdadero por la lectura?, ¿cómo fomentar el gusto por leer?, ¿cómo propiciar un encuentro entre la literatura y aquellos quienes no tienen ni el hábito adquirido en su formación académica ni pertenecen a una tradición de lectores?, un encuentro que emule el de la chispa y la yesca.
Leer, cuando se realiza por gusto, es el acceso a realidades diversas, a universos posibles o probables, es también la fuente nutricia donde abrevamos ideas con las que podemos coincidir o discrepar al comparar con las propias. Y si leer nos lleva a reflexionar es claro que nos ofrece la posibilidad de ser cada vez mejores como personas y también ser capaces de acceder a un mejor nivel de vida.
Finalmente, estamos sembrando en la tierra más fértil escuchó un día y me propuse probar que era cierto. Trabajaba entonces en un poblado al cual, de ranchos esparcidos en la árida serranía, llegaban cada mañana a la casa ejidal acondicionada para utilizarse como escuela, algunos niños y niñas, yo atendía al primer año. Todos tenían responsabilidades sin fin dentro de sus familias y ninguno podía leer un renglón completo (nunca habían leído en voz alta), uno que iba de un rancho particularmente lejano ni siquiera conocía todas las letras.
Los alumnos y yo debíamos cumplir con un programa muy extenso, una cantidad increíble de páginas por leer y comprender y ejercicios por realizar en cuarenta minutos, luego de la emisión del tema televisado de 20 minutos. Una misión casi imposible.
La meta era el aprendizaje de los temas, pero antes era indispensable que aprendieran a leer, y para ello los chicos necesitaban conocer todas las letras y su sonido, leer las frases, las oraciones, los párrafos y entender el contenido, explicarse los conceptos y finalmente tomarle gusto a la lectura. Todo mientras el año lectivo iba ya caminando.
Ese primer día de clase, luego de la sorpresa, realicé un diagnóstico individual: cada alumno leyó en voz alta uno o dos renglones de su libro de texto con la solemnidad que el caso ameritaba. Prohibó realizar ruidos que denotaran la más leve burla. Al intentar leer, a unos les lloraron los ojos por el esfuerzo, otros lloraron ante su incapacidad.
Necesitaba una idea eficaz y veloz. ¿Cómo combinar disciplina, constancia, placer, curiosidad, esparcimiento, con equidad y honestidad para no ahuyentarlos o fracturar al grupo?
Enumeré unos cuantos puntos de disciplina no sólo para los alumnos, también para mí: jamás, por ningún motivo habría una burla ni un regaño por un logro no alcanzado, las llamadas de atención se circunscribirían a la disciplina y el respeto, quedó proscrita cualquier exclamación que denotara la percepción de un fracaso, aunque este fuera real e inminente. El respeto es necesario, la aceptación de las deficiencias todavía más.
Dado que en los planes de estudio no figuraba un tiempo específico para la lectura, la actividad tendría carácter extracurricular, sin calificación, su inserción entre las horas de clase obedecería a la posibilidad de dejar libres unos minutos.
La tarea comenzó ese mismo día. En los lapsos entre una clase televisada y otra leían a coro en el libro de texto de la clase recién vista intentando hacerlo de manera simultánea. No lo consiguieron.
En los días siguientes la lectura en coro siguió siendo la actividad básica. Al iniciar cada materia los conceptos se leían en coro y voz alta. Con el paso de los días adquirieron soltura pero, sin comprensión, no era útil.
Unas semanas más adelante la lectura en coro durante la clase de español se realizaba despacio y atendiendo a un suave golpe en el escritorio con el que yo marcaba las pausas, todas: las de comas, dos puntos, punto y seguido, punto y aparte, y punto final iguales. Cuando ya eran capaces de detenerse sincronizadamente, vino el ejercicio de la entonación que distinguía a cada una de ellas, una vez aprendida se aceleró el ritmo de la lectura. Pues como lo enseña Mijail Bajtíon, teórico y crítico literario de origen ruso, quien realizó estudios de la obra de Dostoievski, la entonación (por supuesto) le da sentido al texto.
Fue en esta etapa en la que uno a uno, empezaron a comprender el contenido de los textos. Algo cambiaba en su interior al descubrir que el texto realmente “les decía” algo, la expresión de alegría y sorpresa en sus rostros, semejante a la apertura de la corola de una flor, se repitió sin excepción en cada chico.
Durante unos pocos días se siguió con la lectura en coro. Las participaciones para explicar o preguntar entre ellos eran tímidas, sin embargo, adquirieron seguridad para completar, corregir o refutar lo escuchado. Era evidente el inicio del proceso de construcción de significados a partir de la lectura.