Pavel Ignacio Luna Espinosa
Faculta de Filosofía y Letras, UNAM
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 21.
Los habitantes de la ciudad de México fueron hospitalarios y festivos cada vez que los hombres de poder hacían su entrada triunfal. Así fuesen virreyes o libertadores, como el caso de Iturbide, en sus recepciones abundaron el ambiente festivo, los desfiles, el ritual religioso y la entrega de las llaves de la ciudad.
Los virreyes sirvieron, durante 300 años, como representantes de los reyes de España en Nueva España. Dada la distancia entre la península y el nuevo mundo, era impensable que el rey pudiera gobernar ambas tierras instalado en la metrópoli. Por ello, el virrey era la sustitución de su voluntad y, a su llegada, debía ser recibido como tal. Era un acto que generaba gran entusiasmo entre la población novohispana.
Por principio de cuentas, debemos imaginar que la travesía de España a América no resultaba nada sencilla. El camino podía ser fastidioso y, en algunas ocasiones, hasta peligroso. El próximo gobernante tenía permitido llevar consigo criados de su casa y algunas damas y caballeros de la nobleza. Por lo general, lo acompañaban entre 60 y 100 personas, las cuales formarían parte de la Corte. La virreina, por su parte, estaba acompañada de diez o quince mujeres. No eran pues pocas las personas que venían a estas tierras acompañando al virrey.
Manuel Payno, en su novela El hombre de la situación, habla sobre el viaje que realizaban los virreyes. En tiempos de Carlos III, es decir, en el siglo XVIII, decir, en el siglo XVIII, el virrey viajaba por lo común, en lo que se llamaba la flota. La flota era la reunión que hacían en Cádiz los comerciantes, de muchos barcos cargados de efectos para las Indias. Estos barcos eran escoltados por buques de la marina real y hacían la travesía juntos. Si hemos de creer en esta descripción, los viajes debieron haber sido todo un espectáculo. Al venir custodiado por la flota, el viaje, que según este autor duraba dos meses, gozaba de mayor seguridad. Naturalmente, ante un traslado de tanto tiempo, el barco del virrey tenía que ser de lujo para proporcionarle todas las comodidades posibles.
Al llegar a costas mexicanas, a la altura de Campeche, el virrey enviaba a Veracruz una embarcación menor para avisar de su próxima llegada. La parada servía, además, para que los barcos que se habían retrasado tuvieran tiempo de reunirse con los más adelantados. No era entonces sorpresa que al llegar a último puerto los cañones de San Juan de Ulúa tronaran, anunciando el nivel y categoría del personaje que arribaba. A su vez, los buques de guerra que venían con él contestaban de la misma manera.
Al tocar tierra el virrey era recibido por el Ayuntamiento y el gobernador, quien le entregaba en una bandeja de plata, colocada en un cojín de terciopelo, las llaves de la ciudad, que el virrey tomó por ceremonia, volviéndolas a dejar en seguida diciendo: que «parando en manos tan fieles como las del gobernador», los intereses de S. M. estaban muy bien guardados, y la ciudad completamente segura. Inmediatamente después, él y sus acompañantes iban a la parroquia, donde se cantaba un tedeum. Al terminar el acto religioso, acudía a sus aposentos, donde, finalmente, podía descansar.
Payno cuenta un pequeño episodio en el cual el protagonista, Fulgencio, en un paraje de Tlaxcala, coincide con el virrey. En efecto, sabemos que un virrey tardaba semanas en hacer el traslado desde Veracruz hasta la ciudad de México, pues en cada poblado al que llegaba la gente lo recibía con un festejo, deseándole que su gestión fuera benéfica para todos. Allí se le obsequiaban presentes, construían arcos de triunfo con materiales perecederos y había un ambiente totalmente festivo. Además, los organizadores elegían dioses o semidioses de la tradición grecolatina con los que se establecía una analogía con el nuevo gobernante; se recordaba así a los espectadores que quien llegaba era representante del rey y, como tal, debía obedecérsele como si fuese el monarca mismo. Según Payno, el último lugar que el virrey visitaba antes de entrar en la ciudad de México era la Villa de Guadalupe.
Por fin, el virrey y la virreina llegaban a la capital, donde evidentemente, tenía lugar el mejor festejo que se podía ofrecer al enviado de la Corona. Los cabildos eclesiástico y civil competían para demostrar la mayor creatividad en la elaboración de los arcos del triunfo, mismos que desempeñaban un papel importantísimo, y podemos considerar verdaderas obras de arte. En 1680, por ejemplo, a la llegada del conde de Paredes a la ciudad de México, se nombró nada menos que a Sor Juana Inés de la Cruz y a Carlos de Sigüenza y Góngora como encargados de elaborarlos.
La entrada a México debía ser fastuosa. Para ello se mandaba a limpiar las calles así como a iluminarlas –-en caso de que el virrey llegara de noche-–, y en el gran momento había desfiles a los que asistían músicos, funcionarios importantes, miembros de la Real y Pontificia Universidad de México con sus insignias de grado y demás personajes de alcurnia. El virrey acudía de inmediato a la catedral, donde se lo recibía con solemnidad y realizaba el debido evento religioso. Para coronar el bullicio, se acostumbraba organizar una corrida de toros a la que acudía el recién llegado y era también común hacer representaciones teatrales escritas y escenificadas por integrantes de distintas órdenes religiosas, especialmente de jesuitas y carmelitas descalzos.
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