El espionaje durante la intervención francesa

El espionaje durante la intervención francesa

Aram Alejandro Mena Álvarez
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 59.

Exploradores, guías de caminos, encargados del correo y, especialmente, indígenas, fueron empleados como habituales informantes entre los combatientes mexicanos e invasores europeos. Espiar era una actividad arriesgada que, si bien se pagaba, el castigo daba cuenta de su peligrosidad: fusilamiento o ahorcamiento.

El origen étnico o nacionalidad de los espías de mediados del siglo XIX, las actividades u oficios que desempeñaban de manera paralela a sus cometidos o los cargos que ocupaban, fueron tan variopintos como la misma sociedad mexicana de entonces. Debido a la naturaleza secreta de sus tareas, la mayoría de las fuentes señalan genéricamente que fueron oficiales o soldados rasos del ejército invasor o mexicano, capellanes militares, chinacos, soldaderas, agentes del imperio, abogados, comerciantes o, simplemente, “muchachos” y “mujeres”. Además, en numerosas ocasiones se amalgamaban las figuras de los espías con las de los exploradores, guías de caminos y encargados del correo.

Sus misiones consistían en la atenta observación de los entornos y actores para obtener datos y noticias sobre las posiciones del enemigo, el número de efectivos con los que contaba, el volumen y calidad de su armamento o las tensiones y desacuerdos que existían entre sus integrantes. Asimismo, fue indispensable el traslado de la información recolectada para que pudiera ser interpretada por los tomadores de decisiones; afanosa actividad si consideramos los peligros que supuso el propio estado de guerra, los caminos mexicanos en malas condiciones o el bandidaje que persistía desde décadas atrás.

En cualquier caso, los encargados de llevar a cabo dichas labores se consideraban personas de relativa confianza y conocedoras de la accidentada geografía mexicana por la que sabían orientarse con facilidad. Especialmente, varios oficiales extranjeros –como Lussan, Rivière y Khevenhüller– refieren que solían emplear a integrantes de las comunidades indígenas del país como espías, guías y correos.

Dicha determinación pudo haberse tomado por el desconocimiento galo del país a causa de la diferencia lingüística, la carencia de mapas que indicaran con precisión las rutas que podían transitar y al escaso número de las fuerzas extranjeras que no alcanzaba para cubrir el vastísimo territorio del país. Sin embargo, con toda probabilidad, se trató también de lo que hoy podríamos considerar como un abuso, pues ciertos militares europeos –como el coronel Bourdeau– consideraban a los indígenas, de acuerdo con el discurso civilizatorio paternalista e imperialista de la época, como individuos “inofensivos”, de “suerte miserable” y sumidos en la ignorancia y la pobreza.

A pesar de tales circunstancias, los franceses recurrieron a ellos, conociendo y reconociendo que las “considerables sumas” que solicitaban a cambio “representaban una fortuna”, que significaba parte del sustento para sus familias ante la carestía provocada por la fracturada economía del país, como consecuencia de las constantes guerras en las que se había visto inmerso. Empero, pareciera que a sus “empleadores” no les importaba que, en la ejecución de tales faenas, los indígenas pusieran en riesgo su vida, ya fuera durante un accidente en el trayecto, por ser descubiertos o ante la probabilidad de caer en manos de los asaltantes de caminos.

De todas formas, y ante la inexistencia de lo que hoy llamaríamos preparación en “servicios de inteligencia”, las distintas habilidades con las que contaron los espías y correos debieron permitirles llevar a cabo sus misiones en espacios y contextos igualmente variados, como los cuarteles, garitas, prisiones y mercados de las ciudades y pueblos, además de los derroteros interceptados que ya se mencionaban. Así, entre ellas puede nombrarse el conocimiento de veredas y escondrijos para cortar camino y llegar más rápido a sus destinos, contar con ágiles pies para recorrer las rutas o saber montar a caballo para recorrer varias decenas de leguas en pocas horas (muchas veces sin descanso), la pericia para pasar desapercibidos y burlar la vigilancia, la capacidad de socialización para crear redes en distintos lugares y entablar conversaciones que les facilitaran extraer la información que requerían y, por supuesto, tener agudos ojos y oídos que les posibilitaran inspeccionar y tomar nota mental de los datos que se les encomendaban.

Quizá uno de los ejemplos que reúne todas estas destrezas lo encontramos en el personaje de Francisco Maqueda, pues, tal y como lo relata Eduardo Ruiz en su Historia de la guerra de Intervención en Michoacán, el liberal había fungido como correo desde la revolución de Ayutla y, durante la intervención, continuó sirviendo con “valor, inteligencia, lealtad y patriotismo. Si no era de absoluta necesidad, no se le daban oficios ni cartas; llevaba en su memoria los asuntos que había de tratar y de la misma manera comunicaba la respuesta.” También estuvo “relacionado con infinidad de personas de todo el país, conociendo a palmo los caminos de toda la República” y, si se encontraba en su trayecto con algún correo, conversando con él aclaraba si se trataba de un aliado o enemigo “y era seguro que los pliegos caían en su poder”. Incluso, habiendo aprendido a “mascullar el francés”, “se hacía el encontradizo con una columna de invasores y se iba platicando con ellos hasta informarse del objeto de su expedición”.

El autor igualmente nos cuenta acerca de Petrita Hinojosa, adinerada y caritativa mujer michoacana quien, con su “carácter prudente y moderadísimas maneras”, inspiraba “respeto y cariño” a los combatientes de ambos bandos, estableciendo relaciones que le permitían obtener información que, posteriormente, transmitía a los soldados liberales para evitar que cayeran “en el peligro”.

En este sentido, además de la inseguridad que persistía en las carreteras, tanto en las garitas de los poblados ocupados por las fuerzas republicanas como en las de los imperialistas, en muchas ocasiones persistió una férrea vigilancia mediante la que se buscaba registrar todas las mercancías que entraran y salieran a través de sus puertas para prevenir el contrabando y, con ello, evitar fraudes que perjudicaran al ya de por sí debilitado erario; asimismo, las revisiones tenían el objetivo de obstaculizar el traslado de dinero, armamento y municiones. Luego, hacia el final de la intervención y el imperio, en los primeros meses de 1867, los republicanos justificaron la interrupción del tráfico postal y telegráfico como un recurso para evitar que los restos del gobierno imperial pudieran recibir letras de cambio y los ingresos de la aduana veracruzana que los franceses les habían restituido, tras terminar su embarcación rumbo a Europa a comienzos de marzo del mismo año.

Con todo, los exploradores y espías hicieron del disfraz uno de sus artilugios más socorridos para sortear los retenes. Por ejemplo, llevando unos burros y ensuciándose las manos, cara y ropa, podían hacerse pasar como carboneros para encubrirse entre los carros que cargaban productos como lana, piloncillo o tejamanil y que esperaban en la fila para ser revisados por los encargados. Por supuesto, los agentes podían ser detenidos en más de una ocasión, por lo que no existía garantía ni certeza de que, si lograban esquivar un puesto, corrieran con la misma suerte en el siguiente.

También fue común que se vistieran como vendedores ambulantes, arrieros o “rancheros” –esto es, portando las típicas calzoneras de cuero, chaquetas con alamares, jorongos de vivos colores y sombreros jaranos– para trasladarse por el territorio sin ser identificados (como hiciera incluso Miguel Miramón, según lo relataba su esposa, Concepción Lombardo, en sus Memorias), o bien para infiltrarse en los pueblos sin levantar sospechas y, con el pretexto de entrar a un templo a escuchar misa o de asistir al mercado a comprar víveres, recorrer las calles para examinar y registrar las fortificaciones y demás previsiones que pudieran haber dispuesto las autoridades locales.

Si requerían transportar dinero de un modo relativamente seguro, se podían valer de coser las monedas dentro de las calzoneras o, como lo hacían los chinacos –guerrilleros mexicanos comprometidos con la causa liberal–, de usar la “víbora”: cinturón de cuero que tenía la figura de una gruesa culebra en cuya boca se podía introducir el metálico, quedando cerrada al momento de ceñirse la prenda a la cintura con la hebilla. En cambio, si lo que pretendían era calcular los efectivos contrarios que transitaban por el país y las cargas que llevaban, nuestros protagonistas también solían ocultarse tras rocas prominentes, entre el bosque o trepar a los árboles y esconderse en medio de las frondas que crecen a orillas de los caminos. Una vez reunida la información, podían recurrir a las “cordilleras” (un sistema de relevos) para hacerla llegar lo antes posible, especialmente si el receptor se encontraba a una distancia considerable del mensajero.

Por otra parte, la interceptación de mensajes se consideró indispensable, pues algunas de las tácticas de uno y otro bando –aprovechando la extensión del territorio– fueron mantener al enemigo en la incomunicación más completa posible, anticiparse a sus movimientos y, llegado el caso, retirarse o mantener las posiciones críticas. Para lograr su cometido, se apoyaron de cortar las líneas telegráficas y de recoger, luego de las batallas o escaramuzas, tanto los mosquetes, lanzas, machetes y caballos del enemigo, como su correspondencia. Una vez en sus manos, fue usual que ocultaran los pliegos entre los vaquerillos de las sillas de montar a fin de transportarlos.

Para reducir al máximo el volumen de las cartas, propias o retenidas, les ponían una sobrecubierta o las introducían en sobres dobles en los que se consignaba que iban dirigidas para alguna persona de confianza, quien posteriormente las haría llegar a su verdadero destinatario. También fue usual que se dictara o hiciera copiar el contenido de las misivas para que la caligrafía no fuera identificada, así como hacerlas cubrir entre los vendajes que se ceñían desde el vientre y hasta el pecho de los mensajeros de a caballo encargados de trasladarlas.

De su lado, títulos de la prensa republicana nacional como La Chinaca, publicaron cartas completas o fragmentos de ellas que, a decir de los periódicos, habían sido confiscadas a los invasores y se ponían a la vista del público para evidenciar la connivencia de ciertos grupos conservadores locales con las bayonetas extranjeras y la subestimación con la que veían a los mexicanos.

Particularmente, algunos oficiales franceses consideraron muy ingeniosa la estrategia de transportar mensajes que utilizaban los indígenas que contrataron a su servicio: los “papelitos”. Se trataba de correspondencia que se hacía escribir en tiras de papel muy finas que se enrollaban en forma de cigarros y podían recubrirse con lacre o cera para asegurar que el contenido no fuera leído por personas no autorizadas. Disimulados de esa manera, los mensajes podían ocultarse entre las costuras de la ropa, el cabello, las herraduras de los animales, los atados con los que se sujetaban las mercancías o dentro del bastón que solían portar los indígenas durante sus trayectos.

Sin embargo, al haber sido tan socorrida por todas las facciones, la artimaña perdió su carácter furtivo y, desde las primeras etapas de la guerra, se comenzó a detener personas e interceptar y desvalijar las diligencias del correo, pese a que, por ejemplo, el ejército intervencionista las hiciera escoltar por elementos armados. El problema fue que, al servirse de dicha maniobra, no sólo podían hacerse perdidizos los despachos sobre los movimientos de las tropas enemigas, los reportes oficiales y diplomáticos o las boletas de contribuciones para sufragar los costos de la guerra, sino también las cartas privadas en las que los soldados intercambiaban noticias e información con sus familiares y amigos sobre su paradero, estado de ánimo y salud o sus percepciones íntimas sobre su día a día durante la guerra. Por ello, es común encontrar entre sus epístolas párrafos completos en los que se percibe la angustia e incertidumbre de remitentes y destinatarios ante la intermitencia de las comunicaciones, las cartas que tardaban mucho en llegar o frente a las que no llegaron nunca.

De ese modo, si para algunos franceses los mexicanos que retenían los correos y mensajes no eran sino “liberales”, “juaristas” “bandidos” o “guerrilleros”, del lado nacional se adjetivó como “imperialistas”, “vendidos” o “degradados” a los aliados de sus adversarios que desempeñaban tareas similares. Como vemos, aparte de las alusiones a la ilegalidad y la traición que se hacían con ese tipo de calificativos despectivos, el espionaje también se vinculó con los distintos proyectos de nación en contienda –y sus líderes– para desacreditarlos.

Pese a las precauciones, los peligros eran inminentes y, además, lo que arriesgaban estas personas era su propia vida. En muchas ocasiones, aunque las comunicaciones se encargaran a personas de confianza y conocedoras del terreno, los mensajes no eran recibidos y los enviados no regresaban. De encontrarse algún indicio de sospecha en las garitas, la Corte Marcial intervencionista daba cuenta del misterioso portador fusilándolo; lo mismo podía suceder en los caminos o en las inmediaciones de los campamentos, si, tras el interrogatorio, la persona descubierta no podía explicar su presencia en dichos espacios o era confundida con un adversario. Prácticas similares adoptaron los “puros” y “mochos”, es decir, los conservadores mexicanos.

A su vez, J. F. Elton –militar inglés que acompañó a los franceses en la última etapa de la guerra en México– dejó por escrito que los liberales ahorcaban en los árboles a los indígenas que prestaban esos servicios a los extranjeros para que sirvieran de ejemplo, o que los marcaban en alguna sección visible del cuerpo con las letras “T. A. M.” (“Traidores A México”), para que no cupiera duda sobre su identidad en caso de ser atrapados nuevamente. Asimismo, José Luis Blasio –secretario particular de Maximiliano– indicó que los correos con los mensajes que se enviaban desde Querétaro por parte del archiduque, “aparecían al día siguiente en la trinchera enemiga, colgados de un palo alto y con un enorme letrero en el que se leían en muy gruesos caracteres ‘CORREO DEL EMPERADOR’”.

Para concluir, es importante reflexionar que lo que aquí se ha expuesto es tan sólo un fragmento de las estrategias que los combatientes de uno y otro bando quisieron admitir y reconocer y que se consideraron adecuadas en la época para ser publicadas, ya fuera en forma de memorias y epistolarios, o de piezas literarias. En este sentido, aunque su narrativa fue construida para exaltar el valor, arrojo, inteligencia y compromiso de los espías con las diversas causas de la guerra, también nos permite ponderar las apreciaciones y castigos a los que se enfrentaron y entrever aspectos políticos presentes en procesos históricos bélicos. Finalmente, esas historias y anécdotas formaron parte de los relatos con los que se dio a conocer al público lector ciertas herramientas que se utilizaron para favorecer las victorias, así como algunas decisiones que la gente de a pie tomó –por más peligrosas que fueran– para sobrevivir en semejante contexto de precariedades, incertidumbre y hostilidades.

PARA SABER MÁS

  • Basch, Samuel, Recuerdos de México, memorias del médico ordinario de Maximiliano (1866-1867), México, Imprenta del Comercio de N. Chávez a cargo de J. Moreno, 1870, en https://cutt.ly/FNS8pxe.
  • Penette, Marcel y Castaingt, Jean, “La legión extranjera en la intervención francesa”, Historia Mexicana, 1962, pp. 229-273, en https://cutt.ly/1NS34UV.
  • Ruiz, Eduardo, Historia de la guerra de Intervención en Michoacán, México, Oficina Tipográfica de la Secretaría de Fomento, 1896, en https://cutt.ly/lNS3ArS.
  • Exposición virtual en Memórica, Los chinacos: guerrilleros del siglo XIX, en https://cutt.ly/7NS3hSE.