El entierro de la pierna de Santa Anna

El entierro de la pierna de Santa Anna

Horacio Cruz García
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 58.

Las celebraciones del inicio de la guerra de la independencia, en septiembre de 1842, tuvieron una particularidad inédita. Estando en la presidencia el militar que había destacado frente a los españoles y luego contra los franceses, sus apologistas crearon un monumento que guardaría en una urna de vidrio la pierna izquierda perdida en 1838 en Veracruz.

Antonio López de Santa Anna es uno de los personajes fundamentales de la historia mexicana, pero, a diferencia de la mayoría, no es recordado o considerado como un héroe, sino como un dictador extravagante, responsable de la pérdida de la mitad del territorio nacional ante Estados Unidos. Sin embargo, en algunos momentos de su vida fue reconocido como un prócer. En ese sentido, destaca un episodio conocido y peculiar: el entierro de la pierna que perdió en la primera intervención francesa. Esta anécdota “curiosa” en realidad dice más de la sociedad en la que se realizó el festejo que de la psique del caudillo veracruzano. Revisemos, pues, el contexto, el acto y las significaciones de este peculiar homenaje.

Héroes para una nueva patria

La primera celebración del 16 de septiembre se llevó a cabo en 1812 en Huichapan, en el hoy estado de Hidalgo, por iniciativa de Ignacio López Rayón, quien propuso celebrar esa fecha “en que se proclamó nuestra feliz independencia”, así como los onomásticos de Ignacio Allende y Miguel Hidalgo, los días 31 de julio y 29 de septiembre, respectivamente. Al año siguiente, en el Congreso de Chilpancingo, José María Morelos ratificó la necesidad de conmemorar el inicio de la gesta libertaria.

Ya consumada la independencia y proclamado Agustín de Iturbide como emperador, hubo una discusión en el Congreso por determinar el calendario cívico. Los partidarios de Iturbide impulsaron fechas relacionadas con él, como el 24 de febrero, cuando se promulgó el Plan de Iguala, el 2 de marzo, fecha de jura del Ejército Trigarante, y el 27 de septiembre, cuando dicho ejército entró a la ciudad de México. Por su parte, los diputados simpatizantes de los “antiguos patriotas”, como se denominaba a los primeros líderes insurgentes, propusieron conmemorar también el 16 de septiembre. Finalmente, todas aquellas fechas fueron aprobadas, para disgusto de los partidarios del emperador y de él mismo, quien comentó en sus memorias escritas en el destierro: “Si tales hombres merecen estatuas [en referencia a Hidalgo y sus compañeros] ¿qué se reserva para los que no se separan de las sendas de la virtud?”

Con la caída del imperio y el exilio del emperador en mayo de 1823, Iturbide fue borrado de la memoria colectiva. En septiembre de ese año, el Congreso Constituyente decretó el traslado a la capital nacional de los restos mortales de Hidalgo, Allende, Morelos y demás caudillos insurgentes, mismos que llegaron a la catedral metropolitana el 17 de septiembre para su descanso final. El 16 de septiembre 1824 se realizó un sencillo acto en el Congreso con la presencia del supremo poder ejecutivo.

En 1825 se celebró, por primera vez, con un carácter cívico-popular, el inicio de la guerra de Independencia. Se formó una Junta Cívica de Patriotas que año con año se encargaría de organizar el festejo y recaudar el dinero para la misma. El viernes 16 de septiembre de 1825 se inició con salvas de artillería, campanas al vuelo y una misa de acción de gracias en la catedral; horas después, una procesión salió del Palacio Nacional y, después de un breve recorrido, terminó frente a Palacio. Allí se dispuso un tablado engalanado, sobre el cual se libertaron esclavos de origen africano, se entregaron niños huérfanos a un preceptor que velara por su educación y se otorgó manutención a viudas y minusválidos a causa de la guerra de Independencia. Finalmente, Juan Wenceslao Barquera, principal promotor del festejo, declamó un discurso cívico que exaltó a los héroes patrios y llamó a la unidad y prosperidad nacional.

Este sería el formato de las fiestas durante gran parte del siglo XIX en la ciudad de México, con la diferencia de que la procesión y la lectura de las oraciones cívicas –uno de los aspectos más importantes del festejo– se realizaban en la Alameda. Con el correr de los años, los beneficiados por los actos de caridad incluyeron a víctimas de otros conflictos, como las guerras contra Francia y Estados Unidos.

Durante la segunda presidencia de Anastasio Bustamante, en 1837, Agustín de Iturbide y la entrada del Ejército Trigarante retornaron a la memoria colectiva con la inclusión del 27 de septiembre en el calendario cívico. Esa fecha replicó el mismo programa de festejos del día 16 y funcionaba como una fiesta complementaria, pues Bustamante, antiguo militar realista y trigarante que ascendió en el escalafón castrense gracias a Iturbide, concibió ambas celebraciones como una forma de conciliar los intereses y fortalecer la unidad nacional que mostraba cada vez mayores signos de deterioro.

Ascenso de un caudillo

Antonio López de Santa Anna, nacido en Xalapa en 1794, inició su carrera militar en las filas del ejército realista en julio de 1810 y, al igual que muchos oficiales criollos, se unió a la trigarancia en 1821. Poco a poco se hizo de fama en su región como libertador de Veracruz por sus campañas contra los españoles. Durante los primeros años de la república federal mantuvo un perfil relativamente bajo, con mayor presencia en su estado natal. Durante los meses de agosto y septiembre de 1829, en particular el 11 de septiembre, Santa Anna cobró fama y prestigio nacional al haber derrotado –junto con Manuel Mier y Terán– a una expedición española de reconquista al mando del brigadier Isidro Barradas. Durante las siguientes semanas y meses, se realizaron festejos por el hecho de armas en el que se “afianzó la independencia nacional”. Fue el inicio del culto a su persona.

Sin embargo, aquella fama y buen nombre desapareció en la campaña contra los separatistas texanos, cuando fue hecho prisionero el 22 de abril de 1836. El 14 de mayo de ese año, a cambio de su libertad, se firmaron dos documentos, uno público y otro privado, denominados Tratado de Velasco, en los cuales se garantizaba la evacuación de las tropas mexicanas a cambio de que una comisión texana fuera recibida por el gobierno mexicano para “negociar” la independencia de Texas; estos documentos posteriormente fueron desconocidos por el gobierno nacional. Santa Anna continuó prisionero hasta octubre de ese año, y regresó a México a inicios de 1837, ya instaurado el centralismo y él caído en desgracia, por lo que se retiró a descansar, una vez más, a su hacienda Manga de Clavo.

Para colmo de males, después del fracaso en Texas, Francia exigió la reparación económica de algunos negocios de ciudadanos franceses dañados durante la revuelta de El Parián, en 1828, entre ellos el de un pastelero, razón por la cual a este conflicto también se le denomina Guerra de los Pasteles. Los franceses bloquearon los puertos de Tampico y Veracruz poco más de un año, hasta que el 27 de noviembre de 1838 la escuadra gala bombardeó Veracruz. Santa Anna salió de su retiro e inmediatamente ofreció sus servicios militares; al poco tiempo se convirtió en el encargado de la defensa de dicha plaza.

Al despuntar el alba del 5 de diciembre de 1838, los franceses atacaron diferentes puntos del puerto, aunque poco tiempo después regresaron a sus embarcaciones. En medio de la escaramuza, un cañón enemigo disparó hacia Santa Anna, llenando de metralla la pierna izquierda del general y matando a su caballo. Aunque no queda muy claro si los mexicanos efectivamente repelieron a los franceses o si fue decisión de estos últimos retirarse; sin embargo, el hecho de que regresaran al mar y Santa Anna quedara malherido fueron motivos suficientes para afirmar que los europeos habían sido derrotados por el “Héroe de Tampico”. Al día siguiente, se le amputó la pierna para evitar la gangrena.

Después de esta acción militar, Santa Anna estuvo poco tiempo involucrado en la política, a excepción de su nombramiento como presidente provisional en 1839. Dos años después, en 1841, el general xalapeño participó en un golpe militar conjunto con Mariano Paredes y Arrillaga, en Guadalajara, y con Gabriel Valencia en la capital nacional, que dio como resultado que el presidente Anastasio Bustamante abandonara el cargo en octubre de 1841. Santa Anna quedó nuevamente frente al poder ejecutivo, en esta ocasión con facultades casi dictatoriales.

El festejo

En 1842, con Santa Anna en la presidencia, el día 11 de septiembre hubo un desfile militar para conmemorar la derrota de la expedición de reconquista de 1829, mientras que los festejos de los días 16 y 27 se llevaron a cabo como de costumbre. En esta última fecha, dedicada a recordar a Agustín de Iturbide, a pesar de que se siguió con el programa acostumbrado y el coronel Rafael Espinosa fue el orador designado para dirigir el discurso cívico en la Alameda de México, la fiesta/procesión no terminó ahí, sino que se dirigió al panteón de Santa Paula, que hoy se ubicaría en la actual colonia Guerrero de la capital.

En el camposanto se había construido exprofeso un monumento, más alto que todos los que se encontraban ahí, para resguardar la pierna que había perdido Santa Anna en 1838, y constaba de “unas gradas que sostenían una columna que en su base tenía cuatro lápidas para poner inscripciones, en cuyo capitel dorado se pondría la urna, que era un sarcófago que tenía encima un cañón sobre el que reposaba un águila. El mausoleo estaba protegido por unas rejas, cuyas esquinas estaban adornadas por insignias consulares romanas que simbolizaban la república”, según detalla Carmen Vázquez Mantecón en el artículo citado al final de este texto.

Después de la colocación de la urna de vidrio con la pierna, el orador designado para ese evento fue Ignacio Sierra y Rosso, un conocido apologista del caudillo veracruzano, como lo ejemplifica este fragmento de su discurso: “¡Veintisiete de septiembre de 1821! ¡Día espléndido y magnífico! ¡Hoy eres celebrado con la solemnidad más análoga que el patriotismo pudiera consagrarte: los recuerdos que ella inspira se pierden, se confunden con tus recuerdos; el cinco de diciembre de 1838, es también como tú, ¡un día de gozo y de vida para la Patria!” Curiosamente, Antonio López de Santa Anna no estuvo presente en el acto, sino que acudió más tarde al panteón acompañado de algunos funcionarios. Posteriormente, se retiró a disfrutar de las amenidades que también eran costumbre después de los actos cívicos, como corridas de toros, funciones de teatro, fuegos artificiales, diversiones públicas, etcétera.

El Diario del Gobierno informó, en su edición del 28 de septiembre, sobre el desarrollo de los festejos del día anterior. Después de la oración cívica en la Alameda, todos los miembros de gobierno y ejército “se unieron formando sucesivamente hileras, al fin de las cuales venía una urna funeraria vistosamente adornada, en cuyo centro se ocultaba en una pequeña caja el pie del Excmo. Sr. Presidente mutilado en Veracruz”. La nota narró brevemente el desarrollo de la colocación de la urna en el panteón, y concluyó asegurando que “a ambos paseos también asistieron niños y niñas de la escuela lancasteriana, y la más lucida y numerosa concurrencia en medio del mayor orden y del más placentero regocijo”.

De acuerdo con Carlos María de Bustamante, en sus Apuntes para la historia del gobierno del General D. Antonio López de Santa Anna, al poco tiempo se empezaron a vender en los portales de la ciudad réplicas de bolsillo de monumento y del sarcófago. Comentó que el entierro fue muy concurrido por todas las clases de la sociedad por la “novedad y rareza de la función”, como también se constató en los versos satíricos que circulaban por las calles de la capital, uno con el título “Representación que hacen al soberano Congreso los restos de los difuntos depositados en el Panteón de Santa Paula”, cuyos primeros versos dicen lo siguiente: “Hasta el más pequeño hueso / De todos cuantos difuntos / Hay en Santa Paula juntos / Le suplican al Congreso / Hagan reprimir su exceso / A quien por adulación / A la sepulcral mansión / La pretende perturbar / Hoy queriendo colocar / De Santa Anna el zancarrón.”

El festejo tampoco pasó desapercibido para algunos extranjeros. Brantz Mayer, escritor y secretario de la legación estadunidense en nuestro país en 1841, describió el evento en su libro Mexico as it was and as it is, enfatizando que se exhumó la pierna en Veracruz y se inhumó nuevamente en el panteón de Santa Paula. Después refirió que “un solemne elogio (al presidente, no a la pierna) fue pronunciado por el señor Sierra y Rosa [sic] y los honores a la preciosa reliquia terminaron”. Mayer anotó que al poco tiempo apareció en una tumba adyacente un letrero que rezaba: “Protesta de los cadáveres del cementerio por haberse recibido entre ellos una pierna.”

El 6 de septiembre de 1843, con las Bases Orgánicas promulgadas apenas tres meses atrás, el gobierno publicó una ley que establecía como día de fiesta cívica el 11 de septiembre, así como los días 16 y 27 del mismo mes. De esta manera, se intentó elevar al mismo nivel la acción de armas y la figura de Antonio López de Santa Anna a las del “iniciador” y del “consumador” de la gesta independentista mexicana, Miguel Hidalgo y Agustín de Iturbide, respectivamente.

Pero esto no duró mucho tiempo: en diciembre de 1844 un pronunciamiento militar obligó a Santa Anna a abandonar la presidencia y exiliarse. Durante la revuelta en la capital, el monumento en el panteón fue destruido y la pierna exhumada y arrastrada por las calles hasta que la recuperó el general García Conde. Al respecto, Carlos María de Bustamante aseveró que la extremidad “tal vez correrá la suerte de los carcomidos huesos de Oliverio Cromwell por los enfurecidos ingleses”, añadiendo en una nota a pie de página que “así se verificó, pues los tiranos corren una misma suerte”. De igual forma, se destruyeron las estatuas del “Benemérito de la Patria” –título que también ostentó Santa Anna– que se encontraban en la Plaza del Volador y en el Teatro Santa Anna (después llamado Nacional).

Un episodio poco curioso

Con el nacimiento de la nueva nación, se hizo necesario crear cultos heroicos a través de las fiestas cívicas que uniformaran la memoria colectiva nacional, afirmaran la unidad en el presente y proyectaran un futuro esplendoroso. El siglo XIX mexicano fue sumamente turbulento y los festejos patrios no escaparon del vendaval político. Por ejemplo, el festejo a Agustín de Iturbide duró apenas tres décadas: durante la guerra de Reforma, los liberales decretaron en 1859 su desaparición del calendario cívico, mientras que los conservadores, quienes “adoptaron” su obra y gesta, continuaron con el culto durante el segundo imperio mexicano. Finalmente, la fiesta del 27 de septiembre se dejó de realizar con el triunfo de la república en 1867.

El caso de Santa Anna es todavía más notorio, pues en realidad sólo se le celebró cuando él o sus aliados se encontraban en el poder. El episodio de la ciudad de México de diciembre de 1844 muestra el nulo arraigo popular que tenía. Ese año, aún en su natal Xalapa, fue recibido con hostilidad por los sectores populares mientras marchaba al exilio. Lo último, empero, fue algo extraordinario en la larga serie de recibimientos y celebraciones que se dedicaron al “Héroe de Tampico” en su ciudad de origen, incluyendo cuando salió del país en 1855 derrotado por la revolución de Ayutla.

Estas breves notas permiten comprender que el arraigo y el cariño a determinado caudillo dependían, en buena medida, de la región y el recuerdo que la población tuviera de él, aunque esto no siempre era garantía de buenos tratos. Por otro lado, nos remite a la concordancia o discordancia entre los deseos y actitudes del gobierno que organizaba y de la sociedad en general. En última instancia, nos demuestra las dificultades en la construcción y mantenimiento de un gobierno fuerte, aceptado a nivel nacional, aunque fuese encarnado por un político carismático y populista.

Aunque Santa Anna fue criticado en su momento por la extravagancia de enterrar su pierna, en realidad daba continuidad a una práctica, iniciada en 1837 con Anastasio Bustamante, quien ordenó el traslado de las cenizas de Agustín de Iturbide desde Padilla, Tamaulipas, hasta la catedral metropolitana, como a su vez se hiciera con los primeros caudillos de la independencia en 1823. De igual forma, el mismo año del entierro de la pierna, se trasladaron a la capital nacional las cenizas de Vicente Guerrero, aunque la ceremonia pasó prácticamente desapercibida por el pueblo, al parecer por la poca publicidad que se le hizo. Incluso en el siglo xx, Álvaro Obregón mandó exponer la mano y restos del brazo que perdió durante las batallas de Celaya de 1915.

En la actualidad, las fiestas patrias tienen una estructura muy bien definida, como el orden de los “vivas” el 15 de septiembre y del desfile del día siguiente, o bien, presentan pocas variaciones. Sin embargo, como se ha visto, esta celebración tan característica de nuestra identidad nacional en realidad es producto de las diversas luchas que hubo en México en el siglo xix, por imponer una forma de gobierno, una visión de la sociedad y, en este caso particular, una manera de concebir el pasado, presente y futuro de los mexicanos.

Pese a las opiniones y mitos creados alrededor de Antonio López de Santa Anna, no deja de ser necesario conocer sobre su persona y en especial sobre el México en el que vivió y del cual fue responsable –junto con muchos otros– de intentar construir, con muchísimas carencias y la presencia de amenazas externas y conflictos internos. No se trata de limpiar o ensalzar la figura de Santa Anna, ni tampoco de perpetuar los calificativos que se le han impuesto a lo largo del tiempo, sino de comprender de manera más o menos “imparcial” los hechos y motivos por los que actuó de la manera en que lo hizo; esto involucra, desde luego, una rigurosa lectura de los testimonios de la época y las interpretaciones posteriores. “La fiesta de la pata”, como también se le llamó, no es más que un fiel reflejo de todas las pugnas e ideales que existieron en aquellos lejanos años, y cuyo influjo llega hasta nosotros el día de hoy.

PARA SABER MÁS

  • Fowler, Will, Santa Anna ¿Héroe o villano? La biografía que rompe el mito, México, Crítica, 2018.
  • Hernández Márquez, Verónica, La fiesta de la independencia nacional en la ciudad de México. Su proceso de institucionalización de 1821 a 1887, México, Rosa Ma. Porrúa Ediciones, 2010.
  • Orozco Orozco, Víctor, ¿Hidalgo o Iturbide? Un viejo dilema y su significado en la construcción del nacionalismo mexicano (1821-1867), Chihuahua, Universidad Autónoma de Ciudad Juárez/Instituto Chihuahuense de la Cultura/Doble Hélice Ediciones, 2005.
  • Vázquez Mantecón, María Del Carmen, “Las reliquias y sus héroes”, Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, 2005, en https://cutt.ly/oXZ1F45.

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