José Francisco Vera Pizaña
Museo Militar de Aviación
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 55.
En momentos en que la armada española era fuerte, emitir patentes de corso y mantener sitiados por tierra los puertos sobre el Caribe y el Pacífico fueron decisiones acertadas de la estrategia independentista para deponer al régimen monárquico.
A 200 años de la consumación de la independencia, vale la pena repensar el lugar que ocupó la dimensión naval durante el desarrollo de este conflicto y al momento en que se conformó el primer imperio mexicano. En efecto, es necesario considerar que la guerra de independencia no fue, como generalmente se entiende, un proceso que pueda reducirse al desarrollo de las operaciones militares en tierra, pues el dominio del mar y de los enclaves portuarios tuvo un significado estratégico profundo para los diferentes protagonistas de este periodo.
De esta visión de la ofensiva terrestre deriva la noción de que las guerras de independencia y de consumación siguieron paradigmas militares rígidos y antagónicos: mientras los contingentes al servicio del régimen virreinal se acercaban a la guerra “racional” del siglo XVIII (misma que había generalizado en Europa después de las campañas de Federico II de Prusia, 1712-1786), las tropas insurgentes lo hacían bajo el sistema de “guerra de guerrillas”, cuyo objetivo era rehuir a los enfrentamientos en campo abierto y favorecer los ataques furtivos y emboscadas. En otras palabras, mientras unos buscaban el combate directo en el campo de batalla, los otros preferían hacerlo tras líneas enemigas.
Pero no debe olvidarse que, durante este periodo, se desarrollaron diferentes formas de hacer la guerra que resaltaron por su propio valor táctico y estratégico. En efecto, el conflicto naval supuso un paradigma de gran valor estratégico, pues el control exitoso de los mares podría alterar o reforzar los planes de los dirigentes militares. En este artículo se buscará resaltar el papel de la guerra naval desde el proceso de la independencia y hasta el primer imperio mexicano, con la intención de observar la evolución de la proyección marítima del país.
Fin del dominio naval español
Previo a analizar cómo surgió el sistema naval mexicano de la independencia y de la consumación, conviene mirar a la evolución del dominio del imperio español sobre los mares americanos, primero con la casa de los Habsburgo y luego con la de los Borbones.
Desde el siglo XVI, los españoles desarrollaron una refinada estrategia para dominar los mares americanos, la cual tuvo como objetivo asegurar el control de las principales entradas a los enclaves continentales. Gracias a ello, durante casi 300 años, los españoles lograron controlar el flujo del comercio interoceánico y del tráfico de la plata desde Asia, América y Europa, lo que convirtió a Nueva España en el centro de la economía mundial.
El poder naval español se vio asegurado por su dominio sobre los puertos de Veracruz, en el Golfo de México (la entrada del comercio del Caribe y del Atlántico), y de Acapulco, en el Pacífico (centro articulador del comercio con el mercado asiático), así como en el resto de los puertos de menor orden y las rutas de navegación que permitían la interconexión de las embarcaciones al continente americano.
Empero, la confrontación entre España, Francia y Gran Bretaña por el dominio de los mares desde la segunda mitad del siglo XVIII, marcó una alteración en el equilibrio de poderes en el Atlántico, el Golfo de México y el Caribe, que se vio acentuada por la destrucción de la armada española en Trafalgar (1805). Además, la posterior invasión napoleónica sobre la península ibérica iniciada en 1808 (derivada de la necesidad de reforzar el boicot comercial en contra de la manufactura y el comercio inglés que se distribuía en los puertos de Portugal), generó que el esfuerzo de guerra para España, incluyendo la movilización de recursos y la fuerza naval, se concentrara en el conflicto europeo. En este sentido, el estallido de las independencias americanas fue una consecuencia del resquebrajamiento del poder naval español, el cual fue un largo proceso que comenzó tras la derrota ante Inglaterra en 1763, y que se acentuó durante la invasión napoleónica a España en 1808. En el momento en que los novohispanos pusieron en duda la legitimidad del gobierno español tras la abdicación del rey Fernando VII, los dirigentes insurgentes pudieron actuar con libertad contra los gobiernos establecidos, sin que estos recibieran el auxilio de la metrópoli.
Dimensión naval
Al intensificarse el conflicto en el Viejo Continente durante las guerras napoleónicas (1808-1815), la mayoría de los servicios navales y de la armada española se destinaron al esfuerzo de guerra en Europa. En consecuencia, al menos durante los dos primeros años de la insurgencia, la defensa del gobierno virreinal recayó en los hombros de las fuerzas leales destacadas en el continente. Posteriormente, tras la expulsión de los franceses de la península ibérica hacia 1812, el gobierno español pudo costear el envío regular de fuerzas expedicionarias hacia el continente americano, lo que permitió un control más eficiente de los puertos de entrada al virreinato.
Para los primeros líderes de la insurgencia, en cambio, la dimensión naval no parecía formar parte de su estrategia para alcanzar sus objetivos políticos, más allá del discurso ideológico. El caso de la toma del puerto de San Blas, en Nayarit, resulta ejemplificador. Capturado por el padre José María Mercado el 30 de noviembre de 1810, gracias a una revuelta popular, logró negar la entrada de recursos económicos a las arcas españoles, pero sin gozar de un control efectivo de la región. De hecho, la situación de las fuerzas insurgentes fue tan débil en el puerto, que a los pocos meses una contrarrevolución terminó por recuperar San Blas para los españoles, y el padre Mercado encontró su final lanzándose desde un barranco.
Morelos, en cambio, sí desarrolló una conciencia sobre la necesidad de explotar con eficiencia los recursos navales a su disposición. Así, aunque sus primeras campañas sobre el Pacífico mexicano en 1810 y 1811 no rindieron frutos, le permitieron comprender el valor estratégico de los litorales mexicanos. De esta forma, en su campaña de 1813, uno de los objetivos principales era hacerse con el puerto de Acapulco para negar la entrada del comercio asiático a los españoles (lo cual se logró hasta 1814). Además, buscó legitimar la guerra de corso en el Congreso Constituyente de 1814, en función de una estrategia racional para atacar la economía española. La intención de esta legislación era regular una forma de guerra que ya se había generalizado desde mucho antes de la pérdida de la autoridad española, aunque esta vez con miras a aprovecharla en beneficio del gobierno insurgente.
En efecto, se expidieron patentes de corso para el marino francés Luis-Michele Aury, quien había servido en otros movimientos insurgentes en América del Sur. Las correrías que organizó desde el puerto de Galveston, en el Golfo de México, tuvieron un efecto importante en la pérdida de la autoridad naval española (de hecho, desde ahí partió la expedición de Francisco Xavier Mina en 1817). Aunque posteriormente Aury se pondría al servicio de las Provincias Unidas del Río de la Plata en 1817, su caso deja entrever que la dimensión naval, aunque muy limitada debido a las mismas circunstancias en las que se desarrolló el conflicto, no fue ajena a la insurgencia mexicana.
Consumación y primer imperio
Con la llegada a escena del Ejército Trigarante en 1821, la toma de los puertos volvió a ser un elemento central de las campañas militares de los revolucionarios, pues su dominio significaría negar definitivamente a los españoles la entrada al país, lo que se traduciría en una forma de negociar con las autoridades virreinales del centro de México. Así, hacerse con los puertos de Veracruz y de Acapulco se convirtió en un factor de vital importancia para el ejército de Iturbide.
Desafortunadamente, las fuerzas trigarantes no lograron tomar la fortaleza de San Juan de Ulúa, en Veracruz, ni el puerto de Acapulco, pues no contaban con una armada que pudiera neutralizar a la marina de guerra española que apoyaba la defensa del puerto. Esto orilló a que las tropas leales a Iturbide se limitaran a sitiar estos dos puertos y vigilar las salidas para evitar que las fuerzas virreinales de tierra adentro recibieran refuerzos desde el mar. De cualquier forma, la presión ejercida por las fuerzas trigarantes en estos puntos terminó por convencer a las autoridades virreinales de que sería imposible recibir ayuda de Cuba (el punto más cercano que podía asistirlos), en virtud de la dificultad de que una fuerza de refresco desembarcara para pacificar Nueva España.
Ahora bien, cuando Iturbide se convirtió en emperador del primer imperio mexicano en 1821, también fue nombrado generalísimo de Mar y Tierra. Una vez más, el elemento naval aparece en la agenda mexicana desde sus primeros instantes de independencia. Entre los primeros actos del emperador, se nombró a Antonio de Medina como ministro de Guerra y Marina, quien impulsó un proyecto para hacerse con una armada de guerra, la cual tendría el objetivo de defender al imperio y expulsar a los españoles que todavía mantenían en su poder el fuerte de San Juan de Ulúa.
Así se adquirieron las dos primeras embarcaciones mexicanas: dos goletas (Iguala y Anáhuac) y nueve balandras cañoneras (Chalco, Chapala, Texcoco, Orizaba, Campechana, Zumpango, Tampico, Papaloapan y Tlaxcalteca). Tanto las goletas (dos y tres mástiles) y las balandras (un mástil) eran navíos rápidos, diseñados para interceptar el comercio marítimo enemigo, lo cual indica que la proyección naval del imperio mexicano se decantaba más por la guerra de corso que por la guerra de escuadra.
Estas embarcaciones prestaron ayuda en el bloqueo de San Juan de Ulúa, pero el descalabro del primer imperio mexicano hacia 1823 limitó la operatividad de la flota. Sin embargo, con la llegada del ejército republicano de la primera década independiente se dio un nuevo impulso a la dimensión naval. Se compraron más navíos y se intensificó el bloqueo de San Juan de Ulúa hacia 1825.
La respuesta española fue lanzar una nueva ofensiva para romper el bloqueo y asistir a las tropas aisladas en Veracruz, pero un temporal obligó a las fuerzas a regresar a Cuba. Sin más ayuda, la guarnición de San Juan de Ulúa capituló en noviembre de 1825. La consumación de independencia cerró su segundo capítulo con otro triunfo sobre las armas españolas.
A considerar
La consumación de independencia tuvo una importante dimensión naval. Los jefes insurgentes, desde Morelos y hasta Iturbide, así como los dirigentes del México independiente, consideraron que el dominio de los mares o, al menos, de los puntos de entrada al país y de las rutas de navegación del Caribe y del Pacífico, eran un asunto de suma importancia para asegurar la independencia del país.
Incapaces de desarrollar una marina de guerra compuesta por navíos de línea, los dirigentes mexicanos optaron por una estrategia de guerra de corso que les rindió importantes frutos frente a la armada española. La presión naval de estos corsarios -junto con la capacidad del Ejército Trigarante y después de la primera república- para asegurar los enclaves estratégicos, significó el triunfo del proyecto político de independencia (primero) y de unificación del territorio mexicano (segundo, con la toma de San Juan de Ulua).
PARA SABER MÁS
- Valdez-Bubnov, Iván, “Las guerras de independencia: una perspectiva naval” en Clever Alfonso Chávez Marín (coord.), Estudios militares mexicanos,Guadalajara, Jalisco, 2013, vol. 4, pp. 115-129.
- Valdez-Bubnov, Iván, Poder naval y modernización del Estado: política de construcción naval española (siglos XVI-XVIII), México, Instituto de Investigaciones Históricas-Universidad Nacional Autónoma de México, 2011.
- Cárdenas de la Peña, Enrique, Semblanza marítima del México independiente y revolucionario, vol. II, México, Secretaría de Marina, 1970.