Editorial #42

Editorial #42

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 42.

Parte aguas, punto de quiebre, antes y después, autoritarismo y democracia. Cualquier análisis histórico y político sobre las implicaciones de los acontecimientos de 1968 para la vida de México está marcado por polos opuestos. Fue un hito que marco la decadencia de una forma de hacer política que aun tardaría en pulverizarse, y el inicio de un proceso de democratización demandante, sinuosos, enredado y que tuvo en el transcurrir de las décadas siguientes abundantes pilares como aquel del 2 de octubre. Fue una victoria pírrica por entonces para quienes reclamaban cambios y un triunfo amargo para unas fuerzas aplastantes que debieron aceptar su derrota con el paso del tiempo, aunque tras bambalinas y a cuentagotas, tal es el caso de la apertura electoral de 1977. A 50 años de aquella tarde en la que “la esperanza fue acribillada por el cinismo”, a decir de Gabriel Said, desde el Estado tres deudas permanecen pendientes: aclarar que sucedió, juzgar a los responsables y pedir perdón por las víctimas.

¿Qué hubiese sido México sin Olimpiadas diez días después de la represión y el silencio de Tlatelolco? Con el apagón informativo y la propaganda dirigida a ocupar el sitio del ombligo del mundo, una losa de hielo extinguió cualquier intento de discusión inmediata sobre la asfixia generada por unos hombres de Estado ciegos e incombustibles a los reclamos sociales. Jamás hubo dialogo con los estudiantes que se tuvieron que replegar a las aulas, al menos los que no cayeron detenidos, y vinieron más muertos y sofocamientos de posteriores protestas. Hubo que dirimir otras batallas, pero ya no en las calles sino en los juzgados para liberar a los presos políticos. Si la política del 2 de octubre, como dijo Gustavo Diaz Ordaz, en una entrevista que aquí se reproduce parcialmente, mucho menos era posible luego, una vez arrasada la disidencia.

Protestas estudiantiles y olimpiadas van de la mano en ese 1968 de violencia y amnesia obligatoria Hacia allí hemos querido enfocar en este número de BiCentenario la mirada retrospectiva sobre los acontecimientos de cinco décadas.

Una primera mirada nos acerca al mito y la memoria del movimiento estudiantil construido a partir de testimonios, análisis, investigaciones, conmemoraciones, fotografías, documentación, películas, música, literatura y museografía. La construcción de un relato hegemónico de memoria e identidad que permite escenificar a 1968 como un momento inaugural de México contemporáneo. Por ello muchas líneas que aquí se presentan tratan de ver desde expresiones culturales, como la cinematografía y el teatro independiente, entre otras, la manera en que fue madurando unan explicación, aunque muchas veces con perspectivas limitadas, como aprecia una de las autoras, y las recurrencias de no hallar miradas alternativas. 1968 no puede entenderse sin la participación de los jóvenes. Pero ¿qué tanto los conocemos? ¿Qué tanto sabemos de ellos? Estuvieron los visibles, que lideraban la organización o eran participes activos y militantes. Pero también aquellos que se sumaron desde una actividad de bajo perfil, acompañando desde el boteo para recaudar fondos, quienes no salieron a explicar sus reclamos a la sociedad, entre los trabajadores o en zonas rurales. Pero también hubo jóvenes que se oponían de manera organizada, como el caso del MURO, aquellos que formaban parte de las filas del ejército o de las policías, y los desinteresados y ajenos a las protestas y cuyas realidades estaban muy apartadas. Pensamientos e ideas no formaban parte de una uniformidad entre los jóvenes. ¿Qué tanto sabemos de todos ellos más allá del propio fenómeno y sus implicaciones? Hay una heterogeneidad dentro y fuera del movimiento estudiantil que hace muy complejo el mundo de la juventud mexicana de entonces, y de la que poco se sabe.

Las miradas equidistantes si han estado claras, sin embargo, entre los protagonistas políticos de un lado y otro del conflicto. En dos entrevistas realizadas algunos años después de la confrontación Estado- estudiantes, son notorias las visiones del país en el expresidente Diaz Ordaz, responsable asumiendo, incluso con anterioridad como titular de la Secretaria de Gobernación, de reprimir toda expresión de reclamo social; Heberto Castillo, el profesor que apoyo a los estudiantes y padeció encarcelamiento, y que sin ambigüedades planteaba que en las calles la protesta “cuestionaban al sistema”.

La Olimpiada, y en particular la Olimpiada Cultural, realizada en paralelo a los juegos deportivos, fue pensada como una manifestación creativa alejada de la conflictividad social -diseñada con dos años de anterioridad y con la diplomacia como soporte clave para concretarla-, pero que sirvió políticamente al régimen para enfriar y acallar cualquier manifestación de desencanto. Sus edecanes explicaban al visitante un México de culturas ancestrales, mediante un eficiente ejercicio propagandístico de un régimen que presentaba a un país en paz, moderno, con orden, estable política y emocionalmente, según se definía, y sin “nacionalismos trasnochados”.

1968 deja en la memoria conectiva un movimiento estudiantil que prohijó unos del os hitos fundacionales de la democratización del país. Al mismo tiempo, contradictorio, sin duda, para entumecer las expresiones de desencanto y artífice de una identidad visual que perdura hasta el presente con su imagenología, esculturas y espacios arquitectónicos.

Medio siglo después la palabra final no está escrita.

Darío Fritz