En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 31.
La inseguridad, el temor a ser víctimas de una agresión, del robo, el ultraje, el daño físico o psíquico, es tan antiguo como la guerra. En cada momento de la historia de la humanidad se pueden hallar en forma de terror, persecución, fobias o simple sobresalto. Ni es de estos días ni de tiempos cercanos, aunque las experiencias personales son las que nos marcan. Pero en los años posteriores a la independencia de la corona española los aventurados viajeros que cruzaban el país en diligencias o carruajes marchaban como alma en pena, marcados por la incertidumbre, con el corazón pegado a la garganta, porque sabían que podían ser víctimas de atracos en el momento más inesperado. Subirse al único transporte que por entonces les permitía cruzar valles y montañas tenía altos riesgos pese a contar siempre con guardias que los protegían mientras que los propios viajeros se aprovisionaban de pistolas o cuchillos para la autodefensa. Para la delincuencia, clérigos y extranjeros solían estar a salvo de los ataques personales. Pero esto no siempre se correspondía en el caso de las mujeres que eran objeto de secuestros y abusos. El linchamiento de los ladrones o su ejecución sumaria por los propios guardias de los carruajes para ser exhibidos en los caminos como ejemplo de escarmiento ya se conocían. Pero también los delincuentes tenían su aura de Robin Hood. No eran mal vistos como se pudiera creer, algo que nos asemeja con el presente de más de un narcotraficante. Había una red clientelar que los protegía y a su vez más de una situación épica de los maleantes que los convertía en objeto de fascinación. Las leyes benévolas en muchos casos propiciaban la libertad antes que la sentencia, pero detrás había un contexto de crisis política y económica que lo explicaba.
Esa incertidumbre que se vivía en los caminos de Veracruz, Puebla o Zacatecas en los años 30 y 40 del siglo XIX también la vivían aún a fines de esa centuria los habitantes de las grandes ciudades que en las noches a falta de luz artificial se veían obligados a refugiarse en sus casas. La vida en las calles no se extendía más allá de las 20 ó 21 horas, como máximo las 22, y siempre que la luna reflejara algo de luminosidad. El calendario de fases lunares era clave para programar fiestas y reuniones. Las velas y el ocote fueron los aliados de los más animosos, y luego las lámparas de gas, pero hasta que no llegó la luz eléctrica, la penumbra reinó y la costumbre de estar en casa desde temprano fue la norma. A esas horas, las calles eran dominio de la superstición, de aparecidos y almas fantasmales, leyendas urbanas y rurales de las que mejor era protegerse con puertas y ventanas bien cerradas.
Así se va desentrañando este número 31 de BiCentenario. En toda aventura revolucionaria, la seguridad es quizá lo que menos cuenta. Las convicciones, la ideología, la apuesta por las ideas se llevan al extremo, y la vida, la familia, los proyectos profesionales pasan a ocupar un lugar secundario. A los hermanos Benavides, de Coahuila, poco les importó poner en juego hasta su sólida economía personal. Creyeron en el movimiento maderista y a él se incorporaron sin dudarlo. Como asesores jurídicos, secretarios privados, diputado o empuñando las armas y dirigiendo la tropa, las historias de Adrián, Luis y Eugenio Benavides retratan sus certezas políticas por una causa. No esperábamos recompensa, recordaba uno de ellos al final de su vida: pactamos recorrer juntos la aventura revolucionaria, decía, según nos cuenta el texto de Javier Romo Aguirre.
Esos años de inestabilidad política y social se complementan en este segundo ejemplar del año de BiCentenario con el legado fotográfico de Cruz Sánchez, un inquieto político de Yautepec que además de ser alcalde retrató al zapatismo. Su trabajo, poco conocido y conservado en el archivo de la UNAM, se aprecia por su calidad y por las circunstancias que le tocaron vivir: residía donde se concentraba el principal cuartel del general Emiliano Zapata y, entre ellos, los militares de su confianza.
Pero no son páginas las de esta edición que únicamente nos petrifican con el sobresalto de cruzar los caminos y calles citadinas de hace siglo y medio o que desmenuzan aspectos poco conocidos de la revolución de 1910 y 1913. Un joven e ilustrado José Antonio Alzate y Ramírez dejaba que la imaginación se desplegara y con base en la experimentación se mostraba como un Leonardo Da Vinci mexicano del siglo XVIII. Hijo de una familia que le ayudó a financiar sus publicaciones de avances científicos y las de otros colegas, Alzate dejó testimonio de la actividad ilustrada en México, sin importar autores ni temáticas. La medicina, la construcción o la astrología, a pedido de clérigos o autoridades, lo hicieron un baluarte de la divulgación, como nos hace saber Mauricio Sánchez.
En tiempos más cercanos contamos las vicisitudes vividas por el exilio, principalmente europeo, que llegó a México en los años 40 del siglo pasado, alentado por las políticas, en algunos aspectos selectivas, de los gobiernos de Lázaro Cárdenas y Manuel Ávila Camacho.
También nos adentramos en recuperar los avatares culturales del Hotel del Prado, un edificio épico que por esos mismos años se levantaba sobre avenida Juárez y que era un ejemplo de las transformaciones del país, especialmente porque sobre sus paredes desfilaron las pinturas de varios de los artistas más reconocidos en esos años.
El centenar de páginas que configuran cada número de BiCentenario se complementa en esta edición 31 con un nostálgico recuerdo de los cafés ubicados en los bordes limítrofes del Centro Histórico de la ciudad de México y que aún sobreviven a la tecnología del siglo XXI.
Empezamos describiendo en estas líneas los temores a la inseguridad de hace más de siglo y medio y lo cerramos con un destello anecdótico de los controles propios de la guerra fría que reinaban en México hace seis décadas. La zafra cubana, unos estudiantes en tránsito en el aeropuerto capitalino y los espías de entonces sirven de anzuelo para la lectura.
No se asusten, regresamos en el próximo número.
Darío Fritz