Faustino A. Aquino Sánchez
Museo Nacional de las Intervenciones, INAH.
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 22.
Si hay una vestimenta que pueda identificar la imagen del hombre de campo mexicano es la del charro. El autor la defiende como tradición ecuestre de siglos, arraigada en la población, que le da identidad y renombre al país, en contraposición a quienes la cuestionan por su imagen estereotipada y supuestamente artificial.
Desde tiempos antiguos se ha considerado al charro como la imagen por antonomasia de lo mexicano. Sin embargo, en las últimas décadas, la legitimidad de su traje como el traje nacional de México ha sido cuestionada por historiadores e intelectuales que consideran a los charros de hoy descendientes y representantes de las clases y regiones más conservadoras del país, y a su representatividad nacional, un invento, un simple estereotipo de la política priista de la primera mitad del siglo XX, que encontró en el cine un cómplice perfecto para difundir una identidad nacional artificial, relacionada con un tipo ridícula- mente fanfarrón que nada tenía que ver con el México urbano posrevolucionario.
Al escribir lapidariamente en contra de una de las tradiciones más importantes de México, estos autores parecen olvidar que la charrería obtuvo la representación nacional desde la primera mitad del siglo XIX, no en el XX. En aquella época, este era un país rural y de jinetes, por lo que, a excepción de los indios, desde la alta California hasta los estados sureños, la mayoría de los mexicanos vistieron ese traje. Con él se dieron a conocer ante el mundo cuando, luego de la apertura al contacto internacional gracias a la independencia, los viajeros extranjeros difundieron en Europa y Estados Unidos la idea de que el traje ecuestre era el traje nacional de México.
Viajeros como madame Calderón de la Barca y representantes diplomáticos de las grandes potencias escribieron cartas y diarios de viaje en los que asentaron su sorpresa al percatarse de que en México la práctica de la equitación –que en Europa era privilegio de las clases acomodadas– era tan extendida, que hasta campesinos humildes disponían de caballos como medio de transporte cotidiano y vestían un traje ecuestre totalmente original del país. De hecho, desde siglos anteriores se sabía que la equitación mexicana era de las mejores del mundo.
El jinete mexicano era conocido con el apelativo de ranchero, equivalente a campesino o aldeano, pues la palabra rancho o ranchería se refiere a un conjunto de chozas cuyos habitantes se dedican a las labores propias del campo. Un ejemplo de la admiración que su traje despertaba entre los extranjeros son las palabras del español Niceto de Zamacois, quien lo describió como ese hombre que parece que le han clavado a la silla del caballo, según lo firme y bien sentado que va en ella. ¿Qué vestido más propio para montar sobre un arrogante alazán que el suyo? Los extranjeros lo miran con interés y gusto, y aplauden entre sí la feliz idea del que lo inventó, como la aplaudí yo, cuando al venir de España pude admirar tan pintoresco traje.
Tradición y categorías
Desde fines del siglo XVIII y hasta mediados del XIX dicho traje (que podía confeccionarse con cualquier tipo de tela y en cualquier color) consistía en un sombrero redondo de ala ancha y copa baja llamado jarano que podía estar decorado con galones y gruesa toquilla, muchas veces de plata; camisa (no necesariamente blanca); chaqueta corta llamada cotona adornada con bordados y alamares, también comúnmente de plata; faja o ceñidor de seda roja, pantalón con perniles abiertos (llamado calzonera) que dejaba expuesto un ancho calzón blanco y que podía cerrarse en el momento de montar a caballo por medio de una serie de botones (la llamada botonadura); una pieza de cuero o gamuza (que podía ser decorada con bordado o repujado) enrollada en la pantorrilla y sujeta por debajo de la rodilla con cordones o tiras de cuero, a la que llamaban bota de campana o campanera, y entre esta y la pierna, un cuchillo de monte; como calzado, botines y las indispensables espuelas.
Una gran tradición ecuestre no pudo sino producir una vestimenta y unos arreos a su altura, y Zamacois no erraba al llamarlos pintorescos, pues numerosos artistas gráficos, nacionales y extranjeros (entre estos el italiano Claudio Linati, los alemanes Johan Moritz Rugendas y Carl Nebel, el francés Edouard Pingret o el inglés Daniel Momas Egerton) ejecutaron óleos y litografías que captaron la imagen del ranchero en sus más mínimos detalles, y en la mayoría de sus paisajes, ya fueran naturales o urbanos, no dejaron de incluirla como un sello distintivo de México.
Según puede verse en la novela costumbrista Astucia. El jefe de los hermanos de la hoja o los charros contrabandistas de la rama, de Luis G. Inclán, publicada en 1965 y ambientada en la década de 1830, entre los rancheros existía una categoría particular, el charro, especie de título honorífico que se aplicaba al ranchero que era diestro en las suertes de colear, lazar, jinetear y torear, así como en el manejo de las armas propias de la caballería: el sable, la lanza, la pistola y la carabina. Se distinguía por: