Diana Guillén – Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 3.
Tan sólo ha habido dos revoluciones mundiales. La primera se produjo en 1848. La segunda en 1968. Ambas constituyeron un fracaso histórico. Ambas transformaron el mundo. El hecho de que ninguna de las dos estuviese planeada y fueran espontáneas en el sentido profundo del término, explica ambas circunstancias: el hecho de que fracasaran y el hecho de que transformaran el mundo.
Imanmanuel Wallerstein
Un porcentaje importante de aquellos integrantes de la clase media que en el 68 éramos demasiado jóvenes para entender a cabalidad lo que estaba sucediendo, pero que teníamos la edad suficiente como para percibir que la sociedad de la que formábamos parte se estremecía, hemos traspasado ya el medio siglo de vida. Hace cuarenta años nuestro umbral era el inminente ingreso a la secundaria y buena parte de las preocupaciones giraban alrededor del ansiado y a la vez complejo tránsito hacia la adolescencia; unos pocos de entre nosotros estaban más conscientes de la magnitud de la lucha que se libraba en las esferas pública y privada, para transformar inercias que iban más allá del autoritarismo estatal. sin embargo, me atrevería a decir que la gran mayoría acusamos recibo de lo sucedido tiempo después.
Hoy por hoy, la alternativa de repensar los procesos que tuvieron lugar en México de manera retrospectiva, pero a la vez recuperando recuerdos y sensaciones escondidos en la memoria, constituye un reto que propongo enfrentar mediante un recuento del movimiento estudiantil, que no se circunscriba a lo que las miradas desde la sociología o desde la historia pudieran apuntar; se trata más bien de incorporar una perspectiva personal y, sin rehuir a la subjetividad que este posicionamiento implica, tratar de entender qué pasó y cuáles fueron los saldos para nuestro país de esa revolución que en distintas partes del mundo marcó el tránsito hacia nuevas formas de imaginar y vivir las normas sociales.
Tiempos de ruptura
Hablar de juventud y hablar de rebeldía es casi un pleonasmo. El impulso al cambio y la búsqueda de nuevos caminos encuentran terreno fértil en la etapa previa a una adultez que, por lo general, implica mayor estabilidad. Si hubiese leyes de la vida, podríamos incluir como parte de las mismas esta dinámica generacional, diversa en cuanto a sus manifestaciones, pero con un eje común que se repite a lo largo del tiempo: el cuestionamiento de los jóvenes hacia el status quo. Parte de lo sucedido en 1968 tiene su origen en las expresiones de rebeldía que la juventud de ese entonces diseminó por distintos puntos del orbe, aunque la evolución, magnitud y saldos de los procesos que se desencadenaron, difícilmente podrían atribuirse sólo a una tendencia contestataria genéticamente heredada para asegurar el equilibrio entre la continuidad y el cambio dentro de las sociedades. Si bien se ha insistido en el carácter espontáneo de las movilizaciones que tomaron por asalto las calles de ciudades como Roma, París, Londres, Washington o México, y se ha identificado dentro de las mismas el espíritu rebelde de los participantes, el deseo de romper ataduras, o el sentimiento antibélico, todavía siguen siendo insuficientes las explicaciones de por qué en un lapso tan corto surgieron, dentro de culturas distintas, separadas en algunos casos por continentes y océanos enteros, formas de confrontación social tan similares.
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