Silvia L. Cuesy
Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 40.
Una larga travesía lleva a Benito Juárez de regreso a México. Hay sombreros que se pierden, una identidad simulada, náuseas permanentes, un cargamento que cuidar. Y una esposa que lo espera.
Los pertrechos pagados por un particular mexicano serían enviados a Acapulco desde Nueva Orleans: 4 500 fusiles y suficiente parque para cargarlos, decenas de piezas de artillería y pólvora. De los arreglos para su envío se encargaría la compañía naviera de dos cubanos: Domingo Goicuría y Pedro Santacilia, amigos de los conspiradores mexicanos exiliados; ellos, los cubanos, eran también expatriados por traer entre manos la independencia de la isla y su anexión a Estados Unidos.
Poco a poco el grueso de los desterrados mexicanos en Nueva Orleans se hallaba concentrado en Brownsville, excepto Benito Juárez que en el verano de 1855 desembarcó en Acapulco. Ni Ocampo ni Mata ni Iglesias quisieron dirigirse a ese puerto dado su lejanía. El apremio les sacaba ronchas y prefirieron viajar hasta la frontera sur de Estados Unidos desde donde sería más fácil entrar a México en vez de dar un rodeo tan grande como lo haría su amigo.
Juárez había retrasado su viaje de Nueva Orleans a Acapulco a causa de unas inexplicables fiebres que lo postraron en cama sin la posibilidad de consultar a un médico o adquirir algún remedio, y porque los fondos para comprar las armas, y pagar el embarque de las mismas y otros gastos, no aparecían por ningún lado. A los pocos días de sanar de puro milagro, le llegó una cantidad proveniente de Brownsville y casi al mismo tiempo también una remesa que le mandaba Margarita, su mujer. Después de la aprehensión de su marido ella había abierto una tiendita en la Villa de Etla para procurar ingresos. Una y otra vez regateaba y pedía crédito a los proveedores y volvía a vender el surtido, y vuelta a lo mismo varias veces. Cada ganancia la dividía en dos: una la ahorraba para luego enviarla al marido y con la otra mitad malcomían y malvestían ella y sus hijos. Aún convaleciente, el oaxaqueño partió de regreso a México el 20 de junio. A Benito Juárez se le salían unos cuantos suspiros, hondos como el océano que surcaba, y sus ojos se le humedecían con un líquido igual de salado que el mar. La imaginaba haciendo las pequeñas rifas que ella le había platicado. Lo más duro: pensarla pidiendo prestado a sus familiares o al compadre Mejía.
Mediante sus influencias en Estados Unidos, Nueva Orleans, Nueva York y Washington, Santacilia había logrado conseguir más armamento y al fin organizó el envío en el mismo buque en el que trepó a don Benito. El oaxaqueño era quien cuidaría que la carga llegara a manos de los ayutlistas –encabezados por Álvarez, gobernador de Guerrero, y Comonfort, administrador de la aduana de Acapulco-, tal como se había convenido.
—¿Cuándo y dónde usted y yo volveremos a vernos?, sólo Dios
sabe, don Benito —dijo Santacilia al momento de palmear la espalda del
mexicano en el abrazo de despedida.
—Cuándo, no lo sé Santa. Pero sí le digo que únicamente podrá ser
en dos lugares: en México libre o en la eternidad…
El barco salió de Nueva Orleans, paró en La Habana unos días, cargó mercaderías para después dirigirse a Colón en la costa caribeña de Panamá. Las cajas de madera con los pertrechos iban marcadas como “herramientas agrícolas” para justificar su peso y tamaño. Benito entregó los papeles en la aduana marítima con una cara más adusta que al jugar cartas, sin un pestañeo. El copioso sudor que le caía en los ojos era producto más de los nervios que del calor panameño. Aparentemente todo estuvo en orden, y nadie receló de él. El cargamento fue subido al ferrocarril en el que atravesaría el istmo, “cuanto antes mejor”, anheló Juárez al ocupar su asiento; llegaría a Panamá y se embarcaría en el Pacífico.
El istmo le provocó todo el tiempo al oaxaqueño un déjà vu. No se explicaba por qué. Nunca había viajado en ferrocarril así que eso no podía ser. Jamás había escuchado algo que se asemejara a ese silbato que avivaba la melancolía ni al fatigante chucu chucu chucu chú de las ruedas. Hurgaba en su cabeza y no, no había nada ahí que le explicara ese ligero estremecimiento en la piel… Quizá porque la vista le recordaba los nudos y cordilleras que tanto caracterizaban algunas zonas de Oaxaca. Sólo que en Panamá los vientos alisios prolongaban las lluvias a lo largo de todas las estaciones y hacían del paisaje un espectáculo verde de todas las tonalidades creadas por la madre naturaleza, sin importar la época del año. En cambio, en Oaxaca la aridez de ciertas regiones secaba cualquier esperanza, por verde que esta fuera, tal como le constaba a él que había transitado esas regiones en sus encomiendas judiciales en el ejercicio de su profesión. Precisamente un día yendo a grupa de jaca, paso a pasito, a realizar una de ellas, fue apresado a medio camino y enviado al exilio. No, el déjà vu no tenía explicación. De pronto creía asirlo y desentrañarlo pero se le iba de la misma manera que los sueños al despertar…
Fuera del golfo de Panamá, el barco viró a su derecha. Con flojera tropical iba caboteando y deteniéndose en cada puerto del trayecto como si la intención de un viaje así fuera poner a prueba a los pasajeros y tripulantes. Sólo la paciencia de Juárez podía soportar una travesía tal. Pero una cosa era él y su paciencia y otra su estómago; este, tan acostumbrado a la estabilidad de las montañas de Oaxaca, le jugó una mala pasada: desconoció los bamboleos del mar no tan pacífico, como le llamaban, y le estropeó parte del trayecto atormentándolo un par de días con deposiciones. Muy lamentable, como lamentable fue también la pérdida de su sombrero de pajilla que había sustituido al de paño arrancado por el viento poco antes de arribar a La Habana. La pérdida del segundo ocurrió al asomarse por el barandal del barco porque no era posible contener más el vómito. Ambos, sombrero y vómito, flotaron un rato sobre el oleaje hasta desaparecer por completo…
El acuerdo entre los exiliados fue guardar en secreto la decisión de volver a México. Jamás lo harían dando la protesta de sumisión y obediencia que ofrecía el tirano para permitirles el retorno, de ahí la necesidad imperiosa de la secrecía y de las cartas furtivas en clave. Ninguno debía hacer la más mínima mención al respecto en los mensajes dirigidos a sus familiares o amistades. Por el contrario, era aconsejable acentuar sus quejas a causa del destierro que lejos de sus seres queridos se hacía tan largo como el calvario de Jesucristo; debían casi lloriquear para que, en caso de ser interceptada alguna carta, se diera la impresión de que el desconsuelo los había sumido en la inactividad política.
Juárez viajaba con otro nombre: Juan Benítez. Él lo escogió. No quería hacer demasiados cambios en algo tan íntimo y personal como el nombre propio. Se hacía pasar como representante de la casa exportadora de implementos agrícolas que supuestamente iban bajo su cuidado. Sus ojos de sabueso al acecho vigilaban el trajín de los estibadores al descargar en cada puerto las distintas mercaderías, en un descuido no fueran a bajar alguna de sus cajas. A regañadientes, y sólo por la causa, aceptó el pasaporte falso que le consiguieron los cubanos. Estos también hicieron arreglos monetarios con los contactos apropiados para que el capitán del segundo barco, pese a la prohibición del gobierno mexicano de que los buques provenientes de Panamá desembarcaran en México, hiciera una rápida escala en Acapulco y dejara bajar a Juan Benítez con su carga.
A don Benito le costó mucho hacerse a la idea de tantos cambios en su acostumbrada vestimenta, actividades y comportamiento. En menos de dos años cumpliría los cincuenta. A esa edad es ya difícil mudar de costumbres, pero era preciso hacerlo porque los planes subversivos, pese a todo el sigilo, a estas alturas, eran ya del conocimiento de Santa Anna. No estaba de más tomar precauciones y recurrir a estratagemas un tanto fuera de sus hábitos y rutinas para evadir a los espías y evitar una nueva aprehensión. Además, con la insistencia de un abejorro, escuchaba una vocecilla zumbando entre el corazón y los oídos que le decía: “Ya has vivido tranquilamente, has disfrutado el amor, has formado una familia, fuiste buen gobernador y tu conciencia está tranquila: ¿Qué tienes qué perder?” “Nada”, contestaba. “¿Qué tienes que ganar?”. “Quizá nada”, pero valía la pena atizar este rescoldo de juventud que le había nacido en el destierro y se avivaba en su pecho conforme la quilla del barco abría en dos el agua oceánica.
La misma determinación que lo hizo dejar Guelatao a los doce años lo empujó de nueva cuenta ahora que rondaba casi el medio siglo. ¡Y pensar que se habían resignado a su suerte cuando lo apresaron! Ahora sabía que estaba en sus manos cambiarla. Salvo Ocampo, los demás exiliados y Juárez eran poco peligrosos por separado, pero sus acciones o palabras de liberales exaltados había disgustado a Santa Anna quien, luego de hurgar en ese baúl de resabios que era su alma, se vengó desterrándolos, por aquello de las dudas, sin pensar que con ello cavaba su propia tumba política. Tampoco los desterrados se imaginaron llegar a convertirse en verdugos de su Alteza Serenísima apoyados en algo distinto a sus meras ideas y críticas: las armas.
Al divisar la línea costera oaxaqueña, casi perdida en el horizonte, Benito se habría querido lanzar al mar. Se imaginaba alcanzando la playa… correr a toda prisa, subir y bajar montañas hasta fundirse en un abrazo con Margarita que durara hasta el día siguiente de un mes después sin que sus cuerpos se separasen un solo instante… Mas recordó el pacto hecho en Nueva Orleans, y recordó también que no sabía nadar… Poderosas razones ambas, lo contuvieron sujeto con rabia a la barandilla. No se resignó. Si por lo menos, como Noé, tuviera una paloma, con ella mandaría a su esposa un beso que durara el transcurso de doce lunas llenas. ¡Ay, cuánto la deseaba! La textura ondulante del cabello largo y sedoso de Margarita le acariciaba las palmas de sus manos… Las bruscas palabras de los marineros al maniobrar sobre cubierta lo hicieron darse cuenta de que no era verdad: no acababa de destrenzar el cabello de su mujer y tampoco había saboreado aquel aliento dulce que entraba por su nariz y en su boca se volvía manzana… o a veces hierbabuena, fruta y hojas, con las que su esposa solía refrescarse el aliento. Tampoco había paloma porque el barco no era la legendaria arca repleta de animales, sino de exportaciones que habían ido dejando en Nicaragua, Salvador, Guatemala, y sólo hacía falta entregar las de México, concretamente las de Acapulco. Juárez se vio rodeado de agua y pensó en la incertidumbre que quizá también ahuecara el corazón de Noé tantos y tantos días y noches a la deriva en medio del Diluvio. Pero aquel hombre por lo menos iba acompañado de su mujer, de sus hijos… en cambio él… Solo, estaba completamente solo. Luego se dio cuenta de lo absurda que puede ser la mente si no se la detiene y se fue a conseguir unas naranjas porque la basca se anunciaba de nuevo, y quizá eso provocaba el extravío de sus pensamientos.
¡Qué gran rodeo para llegar a México! Tal vez Melchor Ocampo tuviera razón: había que acortar la distancia entre Estados Unidos y la república mexicana… Traer lo más pronto posible los principios de libertad y progreso que hacían tan feliz y próspera a la vecina república al norte de nuestro país. Ya habría tiempo para pensar cómo…
Finalizaba el mes de julio. Mar, playa y vegetación parecían vencidos por un calor entercado en abrumar el día. Al bajar a tierra, en Acapulco, el oaxaqueño parecía todo menos un abogado o ex gobernador. Ahora, metido a conjurado y contrabandista de armas, quien lo mirara no sabría si sentir lástima o admiración al verlo tan descompuesto. Decidido a implantar la ideología de su facción liberal en la república mexicana había tenido que hacer ojos ciegos frente a su línea personal de pensamiento, tan estricta, donde no había lugar para una aventura como la emprendida desde su salida de Nueva Orleans; es más, la aventura había empezado desde el primer día del exilio.
—Todo por la causa, indio zapoteca —se dijo al salir de Nueva Orleans parado frente a un espejo.
Una vez llegado a tierra su tez morena tenía aún una tonalidad verdosa. Las prendas de lino y algodón que le obligaron a ponerse los cubanos tenían el propósito de hacerlo pasar desapercibido en los trópicos; de segundo o tercer uso y arrugadas como hoja de papel hecho bolita y vuelto a alisar, exhibían los rastros de sudor bajo las axilas del saco y las manchas de comida aquí y allá en las solapas, el pecho y los pantalones. “¡Ay mi traje negro!”, suspiró. Desde que llegó a Oaxaca de niño se le metió en la cabeza que un traje oscuro ayudaría mucho, además de sus méritos, claro está, a reflejar la distinción y respeto que quería alcanzar como abogado y servidor público. A partir de que se había comprado el primero lo portaba como si fuera el mayor galardón que un ser humano pueda ostentar. Ahora, en cambio, se sentía como tamal envuelto en hoja de maíz… Lo peor en el momento de volver a poner un pie en México fue el cabello: crecido, grasoso e ingobernable… “¡Ay mis dos sombreros perdidos!” No hallaba como ocultar la melena por más que se pasaba las manos pegajosas intentando domarla. Casi podía oír el dulce regaño de su esposa: “¡Ay, Juárez!”