Laura Suárez de la Torre
Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 11.
Desde hace casi cien años, la pobreza ha empujado a muchos mexicanos a buscar soluciones en Estados Unidos, que es para ellos en una tierra de esperanza. Su trabajo se hizo necesario para efectuar las tareas más pesadas y desdeñadas por los habitantes de este país –construcción, agricultura, rastros, jardinería, servicio doméstico, manufacturas, recolección de basura–, si bien las políticas migratorias se han endurecido y esto se refleja en la persecución y el maltrato de quienes decidieron emprender la aventura de cruzar la frontera. Todo esto ha hecho que los migrantes se organicen y luchen por obtener mejores condiciones de vida, pues sus aspiraciones se ven contrariadas por la percepción estadounidense de que su llegada constante representa un problema. La posibilidad de participar en el sueño americano parecería crecientemente, cada vez, más lejana.
Todo intento de atravesar los límites conlleva un peligro que incluye la muerte, además del riesgo de perder los ahorros de toda una vida, propios o familiares, dinero que sirve para pagar a los polleros, a cargo de conducir a los arriesgados en su tránsito entre ambos países. Muchos lo han logrado, otros más se quedaron en el camino, los más han sido víctimas de la policía fronteriza, algunos han desistido, a todos los caracteriza el empeño de cruzar, una y otra vez, para tener la oportunidad de un mejor empleo, para mejorar sus condiciones de vida, pero no para renunciar a su identidad. Detrás de cada ambición está el interés de cambiar su posición económica y la de su familia en México; de trabajar duro para lograr mejores salarios, a costa de salir de su país para ingresar en otro, diferente, a veces amable, mayoritariamente hosco.
Casi 12 millones han emigrado y se han establecido en diferentes estados de la Unión Americana: California, Texas, Arizona, Nuevo México, Nevada, Illinois, Carolina, Indiana, Georgia, Arizona, Nueva York, Nebraskaa, en distantes y distintos lugares del territorio de Estados Unidos. Se colocan en diversos negocios en Los Ángeles, Austin, Chicago, Houston, Phoenix, Raleigh, Indianápolis, Atlanta, Nueva York u Omaha. Su proveniencia es variada: son indígenas de la sierra de Puebla, de Oaxaca, la Huasteca, Guerrero; son mestizos de Guanajuato, Michoacán, Veracruz, Zacatecas, Durango; son mujeres y hombres de múltiples rincones de México, con edades varias, que dejan todo para alcanzar una esperanza en la tierra de oportunidades, anhelo sentido por quienes se van y por quienes se quedan pues los mexicanos que trabajan en Estados Unidos envían a sus parientes en México remesas de dólares que suman en total unos 20 mil millones.
La entrevista que se presenta enseguida es la de uno de los tantos mexicanos que se han aventurado a cruzar la frontera, a fin de ganar dinero para su familia. Se hizo el 14 de octubre del 2009 a Félix Hernández, un trabajador de la construcción que hoy vive entre México y Cuernavaca y en el 2000 decidió irse a Estados Unidos; lo intentó varias veces hasta lograrlo, se quedó tres años y no volvió a México sino hasta que pudo construir una casa y dar mejor calidad de vida a su esposa e hijos. Su testimonio refleja –como muchos otros– el sacrificio y la experiencia de la migración hacia el vecino del norte. El fragmento que transcribimos forma parte de la entrevista y en él se privilegia la narración acerca de los esfuerzos de Félix Hernández por atravesar el límite binacional así como las vicisitudes que padeció en su ida hacia “el otro lado”. La transcripción fue hecha por Arely Villarreal.
Mi nombre es Félix Hernández. Nací en el estado de Hidalgo, en un pueblito que se llama Santamaría, municipio de Tlachinol, en 1970. Mi padre se llama Mansio Hernández. Mi mamá se llama Alfreda Agustín. Ellos [nacieron] en el mismo lugar donde nací. Se dedican a la agricultura, a la cosecha de café, maíz, a lo que se da.
Estudié en una telesecundaria del mismo pueblo; empecé a trabajar desde muy pequeño. Estudiaba lo que podía y trabajaba toda la semana y en las tardes me ponía a estudiar. Fui pasando hasta los 17 años que terminé la secundaria. Sí, nunca estudié bien.
Yo soy el mayor. Tengo dos hermanos varones y tres hermanas, soy el que trabajaba, los demás se dedicaron más al estudio. Me tocó trabajar y estudiar, ellos ya se dedicaron más a la escuela.
Tengo esposa y tengo mis dos hijos; una niña, de 15 años y un niño de 13, estudiando en Cuernavaca, donde vivo.Me metí a la construcción. Me encontró una persona que era encargado de la obra, me dio chance, permiso de estudiar y trabajar al mismo tiempo una carrera corta: electrónica. Entrando a lo que es como peón, estuve medio año y después me dieron la oportunidad de trabajar ya con la cuchara, a ser albañil.
No tuve trabajo, veía mis niños, no me alcanzaba; me empecé a desesperar, y como tengo parientes allá, en Estados Unidos, le conté a mi primo que no tenía trabajo, y él me dice si quieres, yo te ayudo. Entonces pues por eso decidí irme. Mis primos estaban en Atlanta en la construcción. Pensaba en, pues piensas, ¿pasará o no pasará? y si llego ¿cómo me irá? Y pues primero voy a cruzar porque es muy difícil cruzar, la verdad es muy difícil.
Me fui a Hidalgo a donde nací, allí íbamos a salir un grupo de paisanos del mismo pueblo y nos decidimos ir, un ¿13?, un 8 de marzo del 2000. En Cuernavaca, dejaba a mi esposa y mis dos hijos, pequeñitos. Mi mamá no quería que fuera porque yo le pedí tres años de permiso, cuando salí del pueblo, cuando yo tenía en ese tiempo 17 años. Esta vez, me dijo, por cuánto te vas a ir. Me voy por dos años y no me la creyó.
A mí me costó el doble, porque en la primera ida nos fue mal, se puede decir, entonces pagué el doble. Fueron como 36 mil pesos, hasta que llegué hasta allí, porque me cobraban 1,800, bueno, 1,500 dólares en ese tiempo. Se terminó la garantía de tres pasadas. Me deportaron la primera vez en Albuquerque, nos agarraron, allí en Amarillo y otra vez en Douglas, y otra no me acuerdo por donde, pero sí nos agarraron también.