Laura Suárez de la Torre
Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 37.
Abogado y congresista, periodista y escritor, avezado lector y de un bagaje cultural muy amplio, Mariano Otero hizo de la legislación una pasión y en ella coronó a sus aspiraciones personales, especialmente en las discusiones y redacción de la constitución nacional. Allí pudo plasmar su visión sobre el México de entonces y el que veía para el futuro: federalismo, igualdad, fin de los privilegios, unidad y solución pacífica de los conflictos internos.
En medio de una Nueva España que volvía a inquietarse en 1817 por el movimiento de independencia con la presencia del liberal español Xavier Mina y del insurgente José Antonio Torres, nació Mariano Otero el 4 de febrero, día en el que se celebraba la fiesta de San Andrés Corsino y San Gilberto Confesor. Ese año se anunciaban heladas que se prolongarían durante aquel mes en la bella ciudad de Guadalajara que para entonces tenía alrededor de 38 000 habitantes, muy pocos de ellos alfabetizados.
José Mariano Fausto Andrés, nombre que se le dio en el bautismo, sería uno más de aquellos que pertenecían a la que hoy llamaríamos clase media y formaba parte de una élite ilustrada. Sus padres Ignacio Otero y María Mestas, españoles criollos, le pudieron ofrecer una educación esmerada, dada su posición. Ignacio era licenciado y doctor en Medicina, lo que le otorgaba cierto prestigio en la estratificada sociedad colonial.
Era un tiempo de agitación y de cambios, el de la independencia.
De ahí que las sociedades patrióticas y literarias comenzaron a florecer en la ciudad: la Sociedad Patriótica de Nueva Galicia (1821), La Aurora Sociedad de la Nueva Galicia (1822) y La Sociedad de Amigos Deseosos de la Ilustración y la Prensa a Desarrollarse.
Mariano contaba apenas con cinco años cuando el periódico de la última asociación, La Estrella Polar de los Amigos Deseosos de la Ilustración (1822), hacía escándalo en Guadalajara dada la postura que tomaron los jóvenes ilustrados redactores, discípulos de Francisco Severo Maldonado. También por entonces Prisciliano Sánchez daba a conocer el Pacto Federal de Anáhuac (1823) que defendía ese sistema de organización política. Fue el mismo Sánchez quien creó el Instituto del Estado de Jalisco en el que Otero se educaría y abrevaría principios de derecho natural, político y civil, y donde se familiarizó con la economía política, la estadística y la historia, según nos refiere Jesús Reyes Heroles.
Para cuando tenía siete años, la primera Constitución del estado de Jalisco de 1824 señalaba como ciudadanos jaliscienses a aquellos que, además de haber nacido o estar avecindados en el estado, debían “contar con 21 años, no tener deudas públicas, poseer un empleo, oficio o modo de vivir conocido, no haber sido procesado criminalmente y saber leer y escribir”, requisitos indispensables para poder llegar a ser votados en cargos públicos. Esos ciudadanos serían quienes utilizarían la prensa, como señala Celia del Palacio, “para consolidar una facción o modificarla, a quienes se pretendía convencer”. Su futuro como ciudadano parecía estar ya dibujado.
Mariano creció en medio del reacomodo político que significó la vida independiente: un ambiente agitado por las cuestiones públicas y las aspiraciones de cambio que marcaban al país y a su ciudad natal. No obstante, puede decirse que sus primeros años transcurrieron en la Guadalajara también tradicional que continuaba celebrando las festividades religiosas como la Semana Santa y que sus ojos de niño seguramente se asombraban frente a las procesiones que se hacían para recordar la pasión y muerte de Jesucristo, pasos que recorrían las principales calles de la ciudad y eran organizados por las comunidades religiosas y los miembros de las diferentes hermandades quienes hacían penitencias, prácticas devotas y ejercicios piadosos, como nos recuerda Juan B. Iguiniz en sus Memorias tapatías.
El silencio del Viernes Santo que inundaba las calles en señal de respeto debió llamar su atención, así como la algarabía que había reinado el día anterior con los puestos de aguas frescas que se instalaban por doquier, donde los “amigos de Baco, [solían] tomar un buen chorro de tequila pidiendo ‘un torito’ en vez de un vaso de agua”. Y qué decir del sábado de gloria para un muchacho que con gran expectación esperaba ansioso “el repique general de todos los templos” para quemar los judas que se vendían desde tiempo atrás bajo el grito de “Aquí están las judas chiquitas y caprichudas… A comprar las judas prietitas y melenudas.”
Puede decirse que Mariano Otero creció en ese ambiente piadoso y liberal, tradicional y moderno, que le marcaría en su formación personal y en su trayectoria política. De allí que entendiera que estos mundos debían reconciliarse y por ello no renunció a su fe católica para instaurar nuevos derroteros.
Formación intelectual
Su posición social le permitiría forjar un futuro. Muy pronto dio indicios de su inteligencia y a los primeros estudios siguieron los profesionales. A los 18 años obtuvo el grado de bachiller en Derecho. Conoció del oficio de abogado y se instruyó en la teoría jurídica. Se ejercitó en la práctica profesional y se embebió en el quehacer que esta le requería. Hizo del Derecho una forma para vivir y, al mismo tiempo, una manera de transformar la vida.
A los 23 años contrajo matrimonio con Andrea Arce y tuvo 9 hijos –Ignacio, Crispiniano, Carlos, Mariana, Sixto, María, Miguel, Andrea e Isabel–, de los cuales tres murieron pronto. Para él, su familia fue muy importante y la amó profundamente, como deja ver en las cartas que enviaba a su esposa y en las que expresaba el cariño y el amor que profesaba por ella y sus pequeños. Uno de sus hijos, Miguel, llegaría a ser un destacado médico en San Luis Potosí.
Con apenas 24 años ofreció el discurso cívico para conmemorar el 16 de septiembre, fecha escogida para recordar la gesta insurgente. Lo inició con la atractiva frase del gran romántico francés François-René Chateaubriand que decía: “El más preciado de los tesoros que América encerraba en su seno era la libertad”, frase que recogía del Voyage en Amérique, en alusión a la grandeza de Estados Unidos, pues Otero consideraba que la libertad era base fundamental para el progreso que ansiaba para México. De allí que se esforzara por hacer de ella un valor a conquistar, dado que la trayectoria de la Nueva España había sido sin su goce.
Mariano Otero fue, como muchos de los hombres públicos de su época, un lector incansable que nos permite conocer las páginas recorridas de aquellos libros que le prodigaron enseñanzas que él transformaría en esperanzas, al tratar de instaurar pensamientos e ideas de aquellos escritores que leyó por obligación escolar y por gusto ilustrado. Podemos imaginarlo sentado en el salón de su casa con un libro entre las manos, recogiendo en notas todos aquellos pasajes que llamaban su atención o le proponían cambios para el país. Seguramente era un asiduo visitante de las librerías de la capital tapatía y de la ciudad de México –la de Galván, la Mexicana, la de Abadiano, o la de Recio, y a las alacenas de Antonio y Cristóbal de la Torre, entre otras–, y leía los anuncios de las novedades editoriales en la prensa.
Su bagaje cultural fue muy amplio. Lector de escritores del momento y de los clásicos, se dejó entusiasmar por las propuestas de Voltaire y D´Alambert; lo sedujeron las páginas de Montesquieu, Rousseau y, por su importancia, el Príncipe de Maquiavelo; y le atrajeron e inspiraron las lecturas de Constant y Sismondi y Tocqueville. Fue además un ferviente admirador de los escritos de Madame de Staël. Leyó con atención a Hegel, recogió las enseñanzas de Burke y Bentham…, de estos y muchos más se nutrió intelectualmente. Las Casas, Humboldt, Mora y Zavala le adentraron en el pasado y presente de México; conoció muy de cerca las propuestas que hicieron sus coterráneos Prisciliano Sánchez y Crispiniano del Castillo. En los libros encontró inspiración para sus planteamientos políticos, sociales y económicos, pues no hay que olvidar que era un “hombre de acción”.
En ellas descubrió ideas que le servirían para imaginar un nuevo México, un México con progreso y orden, un México que reconociera a la clase media y basase en la educación su engrandecimiento.
Escribió como muchos de sus contemporáneos pequeñas biografías y algunos ensayos literarios que contribuirían a la forja de una historia y literatura nacionales. Era como muchos de los que participaban en la vida nacional, un escritor que se iba haciendo en el tiempo, aunque su verdadera pasión fue la legislación y hacia ella centró su actividad y su pluma. La actividad política le permitió coronar sus aspiraciones.
Legislador y ensayista
En 1841 fue nombrado delegado a la junta de representantes de los departamentos del estado de Jalisco y a partir de ese año y hasta su muerte, se concentraría en el quehacer público y en la reflexión en torno a la realidad del país. Un año más tarde, a fines de mayo, se desplazó, ya como diputado, a la ciudad de México, la capital política y cultural del país. Una vez instalado, se desempeñó en el Congreso nacional en donde la tarea principal encomendada a los representantes fue la elaboración de un proyecto de Constitución, tarea que le permitiría darse a conocer en el ámbito nacional a través de su participación activa en la asamblea constituyente, tarea que no fue fácil.
Dedicaba parte de su tiempo a examinar a fondo a la sociedad mexicana con el fin de conocerla y, a partir de su propia fisonomía y circunstancias, ofrecer soluciones que la sacaran del estado crítico en que se encontraba. Su Ensayo sobre el verdadero estado de la cuestión social y política que se agita en la república mexicana, finalizado el 1 de junio de 1842, y publicado por Ignacio Cumplido ese mismo año, es un profundo análisis de la realidad que le rodeaba, resultado del examen minucioso que realizó de la problemática de México. Sus páginas revelan el desasosiego político en los primeros años de la década de 1840 y la falta de un conocimiento de las potencialidades del país.
En él se queja amargamente de la inexistencia de una estadística y por lo mismo de un inventario de la nación que pudiera llevar a superar el retraso del país, así como de la propiedad, de los capitales estancados e improductivos del clero. Centra su mirada en la importancia de la clase media porque ella representaba la mayor suma de la riqueza, y en la que se hallaban todas las profesiones que elevan la inteligencia. Debía naturalmente venir a ser el principal elemento de la sociedad, que encontraba en ella el verdadero germen del progreso y el ingrediente político más natural y favorable que pudiera desearse para la futura Constitución de la República.
Los trabajos legislativos comenzaron a finales de junio de 1842 y el 30 del mes siguiente, junto con Mariano Riva Palacio, Ignacio Cumplido, Juan Manuel González Ureña, Manuel María Gaxiola, Francisco Elorriaga, Luis de la Rosa y otros cuatro diputados más, presentaron una proposición que, si bien no fue aceptada, revela el interés por cambiar las viejas prácticas, pues sus autores consideraron indispensable, para mantener un cuerpo legislativo independiente, “no recibir del Gobierno, en el tiempo de su misión y un año después, ningún empleo, misión, gracia de cualquiera que sea, a excepción de las que les toquen por rigurosa escala”, como señala Juan A. Mateos. El tiempo llegó para lo que sería el meollo del Congreso: el debate sobre la organización nacional. Otero formó parte de la comisión encargada de redactar el proyecto de Constitución Política Mexicana.
Siendo para Otero una convicción arraigada y profunda la de que México no podría constituirse sino bajo el sistema federal, franca y explícitamente adoptado, se separó de la mayoría de la comisión, formando voto particular en compañía de los Sres. Muñoz Ledo y Espinosa de los Monteros…
Allí mostró su interés por volver a instaurar el federalismo y por otorgar a las clases medias la posibilidad de conducir el país.
El Congreso le revelaría las diferencias de pensamiento y ambiciones de poder que reinaban, pero también a otros que, como él, buscaban el porvenir del país a partir de la unidad nacional y la renovación de las instituciones. Era partidario de la transformación por vía pacífica. Creía firmemente en la perfectibilidad del ser humano y la igualdad para todos. De allí que estuviese en contra de los privilegios de las corporaciones (clero, comerciantes, militares).
Su trayectoria en la vida pública estuvo llena de sinsabores. Se le acusó de conspirar, junto con Mariano Riva Palacio, José María Lafragua y Manuel Gómez Pedraza, en favor de una revolución que encabezaría Juan Álvarez en contra de Santa Anna. Esta acusación lo llevó en 1843 a la incomunicación en el convento de San Agustín por alrededor de 50 días. Víctima de la injusticia, Otero se mostró una vez más partidario de un régimen legal, de ahí que su preocupación se orientara a defender las garantías y derechos de los ciudadanos a fin de que estos no fueran reos de las injusticias y abusos de los funcionarios públicos.
Participó en el Congreso de 1847 y su presencia fue patente en el Código Fundamental de los Estados Unidos Mexicanos y Acta de Reformas de la Constitución en 1847, que devolvió el carácter federal a la república. Fue en el seno de ese Congreso en el que ofreció su famoso “voto particular”, que es nada menos que el antecedente del Juicio de Amparo.
En la ciudad de México coincidiría con otros jaliscienses como el importante impresor Ignacio Cumplido y otros provincianos más, originarios de diversos lugares del país que al igual que él, hacían carrera política. Se relacionó y coincidió políticamente con Manuel Gómez Pedraza, con quien llegaría a trabar gran amistad, y con Ignacio Comonfort. Participó en el ambiente cultural en conjunción con el conde de la Cortina, Ángel Calderón de la Barca, Andrés Quintana Roo, Luis de la Rosa, Manuel Payno, Guillermo Prieto, José María Lafragua, Francisco Zarco y Eulalio Ortega, entre otros; ocupó la vicepresidencia del Ateneo Mexicano en 1843 y quedó al frente de la revista del mismo nombre en la sección dedicada a la legislación. Perteneció también a la Academia de Letrán.
Así como asistía al Congreso y se daba tiempo para las reuniones del Ateneo en el Colegio de Santa María de Todos los Santos, su casa convocaba a la elite culta y era un sitio obligado para el intercambio de ideas y lecturas. “Los tertulianos de la casa de Otero teníamos una vez a la semana una comida en los altos del Café de Veroly, en que había una fonda perfectamente servida”, menciona Prieto. Y no era extraño que fuese en ese café de fama reconocida y ubicado junto al Gran Teatro Nacional, pues para entonces los cafés eran lugares para reunirse a platicar, leer y comentar las lecturas de periódico, hablar de política y hasta conspirar, pero también era un espacio donde se podía jugar tresillo, ajedrez y billar, beber una taza de café o chocolate o tomar un ponche, nieves y refrigerios.
Junto con el guanajuatense Juan Bautista Morales y su paisano Ignacio Cumplido diseñó un nuevo órgano político: El Siglo Diez y Nueve, periódico que devendría en emblemático de la lucha de los liberales moderados, grupo con el que nuestro personaje se identificó. Un párrafo de los editores en el primer número que vio a la luz el 8 de octubre de 1841 resume el interés del nuevo diario frente al México que veía inestable, con políticos ambiciosos, grupos enfrentados, en fin, desunido por las distintas corrientes políticas y sumido en la pobreza:
Ya que el siglo XIX ha presenciado nuestras amarguras y miserias; ya que ha sido testigo de nuestras frecuentes disensiones, que lo sea también de la reconciliación general, señalándose en lo sucesivo desde fines del año de 1841, la quietud y el engrandecimiento de la nación mexicana.
Para contribuir con nuestros débiles esfuerzos a tan noble designio nos hemos propuesto publicar el presente diario, cuyo objeto más esencial será el de calmar las pasiones agitadas con tantos años de inquietudes, promover la unión de todos los mexicanos e indicar lo que creamos conveniente a nuestra regeneración política.
En estas palabras, quizá escritas por Otero, podemos condensar algunas de sus aspiraciones para el país que anhelaba: federal, con libertad, igualdad y justicia; un país de leyes, unido. En el periódico encontró el medio idóneo para dar a conocer su pensamiento. Si bien los editoriales y artículos no están firmados, sabemos que sí colaboró en ellos, como refiere el mismo Prieto en las Memorias de mis tiempos.
Como muchos de sus contemporáneos, Otero encontró en el periodismo una vía para dar a conocer su postura política y en el Congreso el foro para presentar sus anhelos de cambio y defender sus principios. Cuando México perdió la guerra frente a Estados Unidos y en el Congreso se discutió la necesidad de la paz o la continuación de la lucha, Otero en su calidad de senador votó en contra de la firma de un tratado, en contra de su grupo, el de los moderados. Lo hizo pensando en que la paz convenida en Guadalupe Hidalgo no podía comprometer parte del territorio mexicano. Pese a su oposición y la de otros congresistas, la paz se firmó y México, como consecuencia, perdió gran parte de los territorios norteños.
Terminada la guerra, nuestro personaje fue nombrado, por un corto periodo, secretario de Relaciones Interiores y Exteriores del presidente José Joaquín de Herrera, en un momento muy crítico para el país, cuando la derrota marcaba el ánimo general y la reconciliación entre los mexicanos se hacía indispensable. Le correspondió iniciar el proceso de desocupación de las tropas estadounidenses de la aduana de Veracruz y ocuparse de la problemática de los mexicanos que se quedaron en los territorios comprendidos en el tratado de paz.
Otero volvió al Senado en 1849 y lo presidió. Allí mostró su liderazgo y sus inquietudes al discutir la Ley Constitucional de Garantías Individuales y la Ley Constitucional para el Nombramiento de Ministros de la Suprema Corte de Justicia. A la par formó parte de la Junta Directiva de Cárceles.
Muerte prematura
Con apenas 33 años era ya un personaje muy reconocido; tenía una trayectoria muy destacada, había sentado las bases para promover cambios en la vida política y contribuido a enriquecer la cultura nacional. Corría el año de 1850, año en el que el cólera cundió entre la población. Cada día se hablaba de nuevos muertos, cada vez la parca rondaba más cercana. El temor se apoderaba de todos. El viernes 31 de mayo, Mariano Otero sintió los síntomas. Sabía que su estado era grave pues conocía los estragos que la enfermedad había dejado en la población en 1833 y los de la tifoidea en 1848 y los funestos descalabros sociales y políticos que había acarreado. Seguramente estaba en su casa el librito práctico del doctor en medicina de la facultad de París, Auguste-Marie-Denis Guilbert, y conocían el desenlace. Sus familiares le darían a beber el licor de Zippermaun y le procurarían los “polvos salinos del doctor Montaña” que, se decía, tenían poderes curativos… Todo fue en vano.
Pidió que llamaran al sacerdote para recibir los santos óleos y morir como un católico. Dictó su testamento en donde dejó todo arreglado en beneficio de su amada esposa y sus queridos hijos. Declaró cuáles eran sus bienes: “una finca sita en la Calle de Tumbaburros de esta Ciudad y […] algunas alhajas, muebles, dinero y créditos que por menor contaran en un papel titulado”. Señaló su voluntad de que su “cadáver descans[ara] junto al de mis hijos en el cementerio de San Fernando de esta Ciudad y ruego que mi entierro se haga sin pompa alguna; diciéndose en seguida 25 misas por mi alma, la de mis padres y hermanos.” A la mañana siguiente una pequeña nota en El Siglo Diez y Nueve comunicaba su muerte:
Con mano temblorosa y el corazón desgarrado por la pena, damos la funesta noticia de que a la una y media de la mañana de hoy ha fallecido el Señor senador y consejero Lic. D. Mariano Otero. Cuando haya calmado el profundo dolor que nos agobia en este momento, dedicaremos un extenso artículo a la biografía del eminente ciudadano de la república y de cuya falta jamás nos consolaremos sus amigos. Sus funerales públicos tendrán lugar mañana a las nueve en la iglesia de San Fernando.
El santoral marcaba ese i como día de Santa Pánfilo, era el primero del mes de junio, un mes de mucho calor y con aguaceros tempestuosos.
Días más tarde, el 8 de junio, se publicaba en El Siglo Diez y Nueve que la Academia de Letrán, “deseosa de honrar la memoria de uno de sus más ilustres miembros, el Sr. Mariano Otero, ha determinado que se escriba su biografía, y encomendado este trabajo al Sr. Guillermo Prieto”. La biografía, sin embargo, nunca se escribió. El ii, La Voz de Alianza de Jalisco, que recién iniciaba su vida, publicaba un homenaje a su persona. El 22, en Guadalajara, la sociedad literaria la “Falange de Estudio”, realizó una solemnidad fúnebre en su honor.
La vieja Nueva España que vio nacer a Mariano Otero, había dejado de serlo y dado lugar a un nuevo país: México, que sentía profundamente la muerte de uno de sus hijos. La labor de Otero en el Congreso con sus postulados y en la prensa con sus planteamientos, contribuyó a edificarlo. Moría justo en el momento en que más se requería de su lucidez e inteligencia para sacar adelante al país vencido y dividido. Su desaparición fue sentida por amigos y enemigos quienes reconocieron en él a un mexicano que luchó por hacer de México un país de leyes, igualdad y justicia.
PARA SABER MÁS:
- El Siglo Diez y Nueve, 26 de junio de 1850, http://www.hndm.unam.mx
- Testamento de Mariano Otero, https://goo.gl/Ns4bB2
- Vargas Ávalos, Pedro, Semblanza de Mariano Otero, 2ª. ed., Zapopan, Jalisco, El Colegio de Jalisco, 2a. ed. 2017.