Negrita linda

Negrita linda

Silvia L. Cuesy

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 35.

Josefa_y_Miguel_Dominguez_1200x848

Eras una mariposa al vuelo, Josefa. Combinabas desparpajo, donaire, frescura. A través de los años tus aleteos fueron perdiendo gracia, pero el amor que sentía por ti superaba cualquier merma en tu belleza. La jovialidad que esparcías a tu paso era tanta que, al verte, yo me alegraba de ser tu eterno y feliz enamorado… Catorce preñeces le restaron esbeltez al primor de tu cintura, redondearon tu cálido cuerpo y aflojaron tu carne aceitunada. Catorce críos te enloquecieron por turnos con llantos y alborozo infantil; corrías de aquí para allá, jugabas con uno, altercabas con otro, los animabas al baile tocando alguna tonadilla con la flauta; si había enfermitos velabas junto a su cama o, tristemente, diste el adiós a alguno en el camposanto. Sin embargo, ninguna gravidez logró hacerte renunciar a las ideas libertarias que fuiste madurando con el correr de la vida; ideas tan poco comunes en una dama consagrada a su hogar como lo pretendiste ser tú, mujer. Yo te exhortaba a guardarte la lengua frente a la gente, ya fuera en público o en privado. Prudencia y cautela te imploraba… Respondías que además de darle a la Nueva España tantos hijos como Dios quisiera, también estabas para infundir valor en los hombres nacidos en este reino. Hombres que habrían de luchar algún día por erradicar de este suelo la opresión y petulancia de los españoles. ¡Ah, esos españoles que despertaban en ti tanta animadversión…!

¡Ay, Josefa! Eras casi una niña. Tenías la edad de nuestra Carmen Camila. No, miento, eras dos años menor. Si mi memoria no es traicionera, cuando entrelazamos miradas por primera vez rondabas los dulces 16, más o menos. No imaginé en ese momento la vida de amor y tortura que serías capaz de darme… No me arrepiento. Aliñaste mi rutinaria existencia, y más que una madre fuiste una hermana mayor para mis hijas, pues ni siquiera les doblabas la edad. Gracias a ti dejé atrás mi lóbrega viudez y tú, pícara, resucitaste mi hombría y a María Guadalupe y a María Josefa, mis dos hijas, les arrancaste carcajadas a raudales con tus juegos y ocurrencias. Supiste darles el mismo cobijo de madre que a ti te dieron en el colegio.

Recuerdo nuestra duda hace ya tiempo, acurrucados en el lecho. Aún insisto en que, persiguiéndome, te ocultabas tras una columna del imponente patio del Colegio de Vizcaínas. Tú alegabas haber entrado a ofrecerme un vaso de horchata fresca a la oficina del director; como colegiala una de tus tareas era atender a los patronos y cofrades cuando llegaran de visita igual que si estuvieras en tu propia casa. No importa como haya sido el encuentro, lo que sí es preciso es agradecerlo. Si la sapiencia Divina juntó a dos almas tan opuestas, muy a pesar de todas las críticas y señalamientos, por algo fue… Eras atrevida, Josefa, y yo un irredento pecador.

Ni cómo suponerlo entonces, pero ahora lo veo claro. ¿Cómo no te detuve a tiempo y te metí en cintura como se hace con una chiquilla mal criada? Tus zalamerías y embelecos me sedujeron siempre al punto de la estulticia. La educación recibida, aunque escasa, no la reservaste sólo para el desempeño de tu papel dentro de nuestra familia, e hiciste lo que estuvo a tu alcance para cambiar un poco la suerte del reino. ¿Te acuerdas de nuestras ocasionales desavenencias cuando expresabas que había que fortalecer a la Nueva España como pueblo? Yo te daba la razón pero te aconsejaba la mesura y recato propios de las mujeres. Artimañas de la vida, Josefa. ¿Quién les iba a decir a los vascos que lo asimilado en su colegio marcaría tu destino para oponerte al dominio peninsular en tierras novohispanas? Era tan mala tu caligrafía que los ojos se me saltaban y me dolía el estómago, pero, ¿qué tal alegabas sobre la igualdad racial? ¡Ay, mi negrita linda!, ni quien te ganara una discusión cuando este tema salía a relucir en cualquier tertulia: “Si me enseñaron valores morales no los voy a guardar bajo siete llaves en la alacena, debo hacer que transciendan a la sociedad, aunque sea en contra de los mismos gachupines”. Y luego me mirabas y añadías: “Tú mismo me pusiste el ejemplo al denunciar las atrocidades en contra de los pobres trabajadores de los obrajes textiles”. Después, fingías tareas domésticas pendientes y me dejabas con cajas destempladas tras haberme aguantado tu letanía. ¿Cómo no te detuve a tiempo…? ¿Por qué no lo hice? ¿Quién iba a imaginar las consecuencias de mi resignación a tus caprichos?… Tantas veladas y fandanguillos organizados por ti en nuestra casa, para encubrir las juntas conspiradoras, acabarían con nuestra felicidad. ¡Ah, pero en medio de ellas eras un diamante tocado por la luz del sol!

Nuestros hijos y yo resentimos tu ausencia casi hasta la asfixia, sobre todo María Magdalena y Carmen Camila. Todos quedamos huérfanos de ti, pero eso no nos duele tanto como imaginarte, todo aquel tiempo, privada de la libertad… Sacrificaste especialmente nuestra vida familiar mientras presa en conventos y cárceles soportabas tu propia cruz. Ojalá, ahora que ya somos un país libre, haya alguien que te lo agradezca. Saberte libre es lo único que nos da consuelo, ya que te has ido para siempre y tu alma flota en el aire como una nota musical salida de tu flauta, o una pincelada que ya nunca darás en el lienzo a medio pintar.

Mi negrita piel de aceituna, nunca toleraste las injusticias. Y que lo diga yo. Cuánto me reñías si a uno u otro hijo daba diferente trato o muestra de predilección. Detalles mínimos, desapercibidos incluso para los mismos críos, y tus ojos de afilada obsidiana me hacían recordar que el amor se repartía por igual y los regaños en lo particular, según lo mereciera o no cada uno. Los sirvientes se apenaban del trato de igual a igual dado por ti. Si algo podías hacer por ti misma nunca, lo juro, jamás vi que acudieras a alguien más para que lo hiciera en tu lugar. En Navidades no les faltaba a los criados un real en la palma de su mano como aguinaldo. Premiabas con generosidad el empeño y el trabajo, pero odiabas la holganza. No se la perdonabas ni a un gobernante ni a un criado, ni a tus hijos… Ni a ti misma.

Ahora el constante silencio en el que parecen estar las sillas y las mesas y los tapetes y los cuadros me sofoca… ¡Ay, tan parlanchina que fuiste! Para escuchar tu voz de nuevo –y mira que a veces habría preferido ser sordo a tus necedades–, vuelvo a recordar las historias que contabas de tu progenie materna. No eran muchas, pero una de ellas era la del origen negro de tu bisabuela y los maltratos que sus descendientes recibieron por llevar en sus venas sangre de pobre, sangre de esclava, recalcabas, para dramatizar más tu perorata. “No habré de ser yo quien propicie que este comportamiento vil perdure entre los novohispanos”. No obstante, agradecías al cielo que tú y tu madre hubieran corrido con mejor suerte que otras personas de vuestra condición, aunque fueran un grano de arena perdido en un desierto. Lo común era ver hombres y mujeres humillados por los peninsulares. Cada clase o casta pisaba la cabeza de quien estuviera por debajo de ella; era la venganza por el pisotón o pisotones a su vez recibidos. Qué diferente eras tú, mi Josefa… Pepita… Negrita… Como bien lo decías: “Vale más un buen ejemplo que mil razones”. La caridad, la igualdad y la justicia las comenzabas en casa, y eras la crítica de muchas personas. ¡Cuánto aprendí de ti!, pero nunca he podido tener tu valentía, salvo cuando me opuse a la consolidación de vales reales que acabó por dejar en la calle a sinnúmero de propietarios. Las malas lenguas te importaban tanto como una mosca muerta en el quicio de la ventana. Tus ejemplos domésticos y cotidianos los sacabas a colación en las tertulias queretanas, y poco a poco hiciste crecer tus puntos de vista, como si fuesen pan de levadura, hasta competir con los discursos doctos de letrados, eclesiásticos, militares y funcionarios. Si alguien mencionaba la revolución francesa, tu respuesta no se hacía esperar: “También don Manolo el abarrotero tiene en el hambre a sus empleados y sirvientes, me lo han dicho mis criados que son parientes de dos de esos desgraciados”. Alguien más hablaba de emancipación, y tu lengua se enredaba con las palabras que de tu boca salían a tropel: “A los que habría que emancipar es a los campesinos oprimidos por don Jesús, que en nada hace honor a su nombre más que en darles de latigazos igual que nuestro Divino Jesús hizo con los mercaderes del templo”. Y así continuaba tu sarta de ejemplos: que si los españoles se armaron de palos para sacar a los franceses de su suelo, que aquí haremos lo mismo con los gachupines hoy que la Providencia nos regala la oportunidad; que si allá no se sometían al invasor, acá seguiremos ese ejemplo; que si no pagaremos más tributos; que si no regalaremos más las riquezas de nuestro suelo… que por sí, que por no, que sí que no… Mi negrita, perdóname, hoy reconvine a toda esta punta de solterones que forman parte de nuestra numerosa prole. “Algo tendrá que hacer, don Miguel”, me dice la nana, “para salir de su máiz picado. ¿No ve cómo le hacen pasar muinas las niñas?” No sé qué extraño embrujo cayó sobre nuestros retoños, ¡qué difícil resulta casarlos, mujer! Antes de tu partida pensaba que una futura suegra como tú ahuyentaría a los prospectos –¡y que lo digan los yernos habidos que, para colmo, uno de ellos es militar español!– Pero ahora no sé a quién culpar. A mí no me digas, yo soy un santo, como decían allá en Querétaro. Mira que ya Mariano y Micaela se nos andan pasando de tueste y, si el resto de la estirpe sigue su ejemplo, en mis funerales solamente rodearán mi féretro puros quedados y los cuatro nietos que conociste y tal vez los dos que están por llegar, eso si no marcho antes. A mis ya muy trajinados 74 siento próximo nuestro encuentro, mujer. Al reunirme contigo me agradaría llevarte noticias frescas y decirte que todos tienen por fin consorte. Seguro que eso te daría mucho gusto y a mí me dejaría descansar en paz sabiéndolos bien cuidados. Pero eso no será posible lograrlo en tan poco tiempo, y hasta ahorita todo está como tú lo dejaste hace doce meses: José María viudo y María Ignacia, Juana y Mariana casadas. ¿Cómo le haré con el resto? Dolores y Manuela no tienen admiradores; las dos tan atildadas y remilgadas le meten un susto a cualquier cristiano. Tampoco Miguel e Hilarión dan muestras de interesarse en alguna joven; el uno tan soso y el otro tan rezandero. ¡Válgame Dios! Las que más me preocupan, como ya te dije, son nuestras dos pequeñas. A veces les da por rumiar rencores, y, como si se tratase de cajitas de música, se dan cuerda una a la otra. No te perdonan este reciente abandono. Y no me perdonan que haya sido yo mismo quien las arrancara de tus brazos para entregarte a la escolta que te llevó a la Ciudad de México tras aquella nueva denuncia por tu pertinaz independentismo e indiscreta locuacidad, y me lo echan en cara cada vez que pueden. ¡A cuántos hombres infundiste valor, negrita linda! Sólo yo te fallé, nuestras pequeñas tienen razón. Yo, tu amante esposo, fui un cobarde. Cumplí con mi deber de hombre público, pero fallé como esposo y padre. Ni aunque mis ojos lloraran cien diluvios habré de perdonarme jamás. ¿Tú podrás? Si de todas maneras renuncié a mi cargo de Corregidor para andar a defenderte a la capital, ¿por qué mejor no evité tu aprehensión, costara lo que costara a mi prestigio, o a mi cargo, o a mi vida misma…? “Que cada uno cumpla con su deber”, y te parecías a Judit plantada frente al ejército babilonio cuando me lo dijiste: “Que cada uno se responsabilice de sus actos”. Cada anochecer estoy más triste que el indio que le da nombre a la calle donde está nuestra casa; se me ocurre que el indio también soportaba penas de amores y nostalgias por su difunta esposa, y no por la pérdida de sus riquezas y el favor del virrey, como cuenta la leyenda. Y ahí sí que todos somos iguales cuando nos embarga la pena. ¿De qué me sirve tanto prestigio y buena posición, entonces? No cabe duda, las cuitas nos hermanan a los seres humanos. Cada noche no me queda sino persignarme como ahora y apagar la vela… y a Dios rezarle que ya me lleve contigo. Buenas noches negrita linda, ojalá mañana amanezca feliz a tu lado.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *