La revolución y el tiburón martillo

La revolución y el tiburón martillo

Javier Rico M.
Facultad de Filosofía y Letras

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 29-30.

El viaje estudiantil del verano de 1975 a un lejano Puerto Escondido estaba impregnado de ideales revolucionarios. En el camino, el descubrir el México profundo dejó otras enseñanzas para aquellos jóvenes que luego se perderían en sus propias búsquedas de vida.

Vista Panoramica de Acapulco Tarjeta postal , col. Ramón Aureliano (640x422)
Vista panorámica de Acapulco, tarjeta postal, ca. 1870. Colección Particular.

Pero ustedes no traen nada, ¿verdad?” Por un instante (sólo por un instante) sus palabras fluyeron como un mero trámite para mantener la conversación. “No”, respondimos casi a coro. Pero pasado ese momento, quizá por una especie de súbita revelación, nos llenamos de espanto. Había pronunciado la frase con el rostro hacia nosotros, pero en realidad su mirada se perdía en el camino que dejábamos atrás a bordo de un vehículo de carga. A?Era una pregunta como cualquier otra, una sospecha o, peor aún, una advertencia?, ¿qué había querido decir con “nada”?, objetos robados, drogas, armas Juan A., Humberto H., Guillermo S., Carlos F. y yo intercambiamos una ráfaga de miradas “¿Nooo?, ¡cómo no, güey! ¡Los libros!”

Era el verano de 1975. El plan de viajar a Puerto Escondido (una especie de paraíso perdido al que imaginábamos como un mítico lugar: la playa prometida) lo urdieron los dirigentes de un taller de música folclórica latinoamericana de Prepa 5, del cual eramos orgullosos integrantes. El dinero para el viaje salió de varias semanas de hacer brigadas (al salir de clases subíamos a los camiones a tocar una pieza musical y pedíamos una cooperación para materiales e instrumentos para nuestro taller). Cubrimos el tramo de México a Oaxaca en tren, con pasajes de segunda clase. Recuerdo que no fue fácil abrirse paso para encontrar lugar en los asientos de madera entre aquellos pasajeros, gente del campo, que había invadido el pasillo con parte de su equipaje: gallinas, huacales, canastas, cajas de cartón, costales de yute… Luego de catorce horas de viaje nos trasladamos a un poblado cercano; de ahí iniciaríamos la segunda etapa larga del viaje.

Ya habíamos dejado atrás Ocotlán, donde parientes cercanos de Guillermo S. nos ofrecieron esperar en su casa al pariente lejano X, chófer de un camión de carga, que esa noche saldría rumbo a Pochutla. Gustosamente, el pariente lejano X nos daría un aventón. “¿Son amigos de Memo, compañeros de la Prepa, allá en México?”, decía con orgullo alguna de las mujeres de la casa mientras extendía un mantel blanco sobre la mesa del comedor. No tardó en llegar una noticia desalentadora: el pariente lejano X, nunca supimos por qué había cancelado el viaje.

[…]
Para leer el artículo completo, consulte la revista BiCentenario.