María Gabriela Aguirre Cristiani
Universidad Autónoma Metropolitana, X.
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 26.
El padre jesuita pasó algunos años en Europa, fortaleciendo su formación educativa y afrontando problemas de salud. Su regreso a México lo tomó por sorpresa, en un momento en que la actividad religiosa era perseguida por el gobierno de Calles. La convivencia con su colega John J. Druhan muestra la personalidad alegre, entusiasta y comprometida con sus creencias de un hombre que seis décadas después de su fusilamiento fue beatificado por el Vaticano.
A finales de diciembre de 1924, en plenas fiestas navideñas, dos jesuitas iniciaron una corta pero significativa amistad cuyo punto de encuentro fue la casa de estudios de Maison St. Augustin, en Enghien, Bélgica. Se trataba del padre mexicano Miguel Agustín Pro y del estadunidense John J. Druhan.
Siete años después de aquella fecha, con cierta dosis de nostalgia, y tal vez como una forma de consuelo ante la muerte de un amigo, el padre Druhan se dio a la tarea de escribir una especie de memorias a las que tituló Detalles anecdóticos relacionados con el padre Miguel Agustín Pro, S. J. (Side lights on father Miguel Pro, S. J.).
Movido probablemente por la trascendencia que tuvo el fusilamiento de su compañero y amigo, ocurrido el 23 de noviembre de 1927, Druhan dejó evidencias de su relación con Pro. El escrito se encuentra en el Archivo Histórico de la Provincia de la Compañía de Jesús, en Nueva Orleans, jurisdicción a la cual perteneció.
Sobre la primera impresión que el padre Miguel le provocó, comenta: fue la de ser un hombre bromista y alegre que con gran prontitud mereció el título de bufón de Dios (God’s jester); sobresalía del resto de los hermanos por su indiscutible jovialidad y buen humor, características que hicieron imposible sospechar que padecía intestino ulcerado que afectaba sobremanera su salud. Con gran destreza –continúa–, el religioso mexicano jugaba billar, fumaba y entretenía a los compañeros recién llegados al colegio, como lo fue su propio caso. En su opinión, valía la pena recordarlo como el jovial mexicano que alegró la navidad a un ciudadano estadunidense en un día invernal de Bélgica. Para entonces, Miguel Agustín estaba cerca de cumplir los 34 años. Él tenía 32.
Un año después de haberse conocido, en el mismo mes de diciembre, pero ahora de 1925, ambos jesuitas volverían a coincidir. Antes de este segundo encuentro, el hermano Pro había conseguido su ordenación sacerdotal. El 30 de agosto de ese año recibió el presbiterado de manos de monseñor Charles-Albert Lecomte, obispo de Amíens. No obstante, Druhan refiere que este logro no cambió el carácter humilde y de servicio ya detectado por él y mucho menos ayudó a evitar sus problemas de salud, cada vez más intensos. Ahora más que nunca, expresa y reitera, el padre Miguel Agustín era un enfermo alegre que fue obligado a someterse a una seria y dolorosa operación, una gastroenterostomía, de acuerdo con los términos médicos. No obstante, su personalidad jocosa y entusiasta no desapareció.
El lugar del reencuentro fue la Clínica Saint Rémi, en Bruselas, Bélgica, un hospital privado bajo la administración de unas hermanas francesas que contaba, en opinión de Druhan, con un magnífico médico alemán como director del lugar. El padre Pro no hablaba alemán, pero dominaba el francés al igual que el doctor, así que su comunicación fue menos difícil que la de otros pacientes que tenían problemas con el idioma. En su narración, el jesuita estadunidense insiste: el sarcasmo, las bromas y el contagioso buen humor del padre Pro se transmitían en todos los idiomas con la misma fluidez.