Joaquín E. Espinosa Aguirre
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM.
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 23.
La investidura como monarca del libertador en una fiesta cívica y popular pretendió convertirse en su legitimación. Pero se sostenía entre algodones por el conflicto político entre el Congreso y el emperador.Tampoco ayudaban las arcas vacías del erario público.
Es bien sabida la fama de México de ser un país cuetero y fiestero. Los visitantes de todas las latitudes supieron siempre que si venían a México, alguna fiesta, religiosa o cívica, habría de arrebatarles el sueño nocturno. Ya en la actualidad, el fallecido escritor mexicano Carlos Fuentes, decía que el lugar ideal para escribir, siempre lo dije, es Londres. Si me encontraba a mitad de un libro, y se me ocurría venir a México, siempre se me atravesaba algo; el recibimiento de algún cercano amigo querido, los cafés con gente importante, los desayunos que se hacían comida y terminaban en cena, o sino, al menos los cuetones y la gente festejando fuera, que simplemente a uno no lo dejan concentrarse. Ello puede rastrearse a la época colonial, y por supuesto tuvo una buena repercusión y seguimiento en el México independiente.
Pero, ¿en qué medida hubo una continuidad importante de las festividades que se dieron desde el período de dominio español, y cuáles rupturas se presentaron en México al independizarse? Es esto, con base en las festividades efectuadas alrededor del libertador Agustín de Iturbide, lo que abordaré en este texto, enfocado en los holgorios que hubo en torno a la obtención de la independencia y, sobre todo, al ascenso del Héroe de Iguala al trono del naciente imperio mexicano. Veré también la relación con otras festividades, pues nada nuevo (aunque sí con ciertas variantes) se realizó en los agasajos festivos del México recién independizado.
Antes que nada, digno es de mencionar que tras la entrada del ejército Trigarante a la ciudad de México el 27 de septiembre de 1821, suceso que marca el fin de la guerra de independencia, la recién formada Junta (Provisional y Gubernativa) procedió a la firma del Acta de Independencia del Imperio Mexica- no, donde aparecen las firmas de Agustín de Iturbide, del obispo de Puebla Antonio Pérez, el último capitán general y jefe superior político Juan de O’ Donojú (quien por enfermedad no pudo asistir), José Miguel Guridi y Alcocer, Anastasio Bustamante y otros personajes de la lucha de emancipación..
Un mes después, el 27 de octubre, se hizo la jura solemne de sostener la independencia, en la que aquí no es necesario ahondar, aun cuando sirve de antecedente, ya que en esta festividad se buscó la negación de lo español, constando ello en que estando la estatua ecuestre de Carlos IV, de Manuel Tolsá, en la elipse de la Plaza de la Constitución (luego Zócalo), fuera cubierta por un templete ex profeso. La montura sirvió además para recrear alegorías y representaciones a propósito de la independencia. Hubo un agasajo popular generalizado, pues no se excluyó a nadie, invitándose a asistir a toda la población. Con todo, sí hubo una representación hispánica: el paseo del pendón imperial, que era costumbre en el imperio español cuando se festejaba la erección de un nuevo monarca al trono.
Confusión y coronación
Tras conocerse en España lo acaecido en México, con el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba, en el que O’ Donojú reconoció la independencia de México, la decisión de las Cortes fue negar completamente la legitimidad de dicho tratado, y por tanto desconocer en absoluto la separación política. Al llegar esta noticia a México a principios de 1822, todo fue confusión, pero el pacto de Córdoba ofrecía una salida; las cortes mexicanas podrían elegir al monarca, ante la negativa de Fernando VII u otro de su dinastía de venir a gobernar México. De ese modo, por ambiciosos planes personales proyectados con muchísima anticipación, o por el simple hecho de que no había nadie con suficiente fama ni revestimiento como Iturbide para señalarlo al cargo de monarca, y de la mano de la soldadesca y un considerable (pero sólo capitalino) gentío, se orilló al Congreso a erigir al libertador.
Ahora bien, ¿cómo enfrentar la tarea de una coronación, siendo que, por un lado, no era costumbre de la monarquía española llevarla a cabo; y por otro, que nunca se había hecho en la capital de la otrora Nueva España? Para resolverlo se nombró a una comisión que se encargara de elaborar un proyecto. Éste tuvo como resultado un champurrado de 63 artículos, donde se mezclaban tradiciones románicas (el ceremonial Pontifical Romano) e hispánicas, así como los ceremoniales de entronización de Napoleón Bonaparte (a quien sin duda Iturbide buscaba emular) y de los monarcas franceses antes de la Revolución.
La más arraigada de las tradiciones venía necesariamente de España, y ello queda mucho más patente en el ejemplo de cómo se efectuaba la entrada de los virreyes en procesión solemne a la ciudad de México, sede de los poderes. Como se ha mencionado, el Paseo del pendón era la entrada triunfal ficticia del rey en las provincias de la monarquía (fuera de Madrid), paseando el lábaro regio en manos del alférez real o el gobernador militar por toda la plaza principal, atravesando por arcos triunfales, colgaduras y escenografías (todas efímeras), muestra de que la ciudad se adhería al nuevo rey. Se echaban campanas al vuelo y soltaban cañonazos y salvas de fusil por dejar saber que había un nuevo rey, se regalaban monedas a la canalla, y a los notables de la ciudad medallas conmemorativas. Luego se realizaba el besamanos, que se hacía simbólicamente con el pendón real, aunque a veces (como en Nueva España sucedió) se hacía con el virrey. Las corridas de toros, bailes y saraos no podían faltar. Lo religioso se limitaba al reconocimiento eclesiástico y la celebración del Te Deum.
En cuanto a la segunda fuente de que se nutrió el proyecto de coronación de Iturbide: la coronación del Napoleón como emperador, varias cosas son dignas de mencionar. Antes que nada hay que ver que el 2 de diciembre de 1804 Bonaparte buscaba, tras la reciente tradición tolerante de la Francia revolucionaria, una secularización del acto, comenzando con impedir que el Papa Pío VII lo coronara; en efecto, cuando el Papa se dirigió hacia el altar para coger la corona de Carlomagno –señala la crónica de un testigo–, Napoleón se adelantó a tomarla con sus propias manos y él mismo se la puso, dejando ver que Su Santidad estaba ante un igual; incluso no comulgó, y junto a su esposa, oyó la misa de rodillas y en silencio. Luego, el ya coronado monarca, entestó él mismo la corona en la emperatriz Josefina. Se dispusieron también dos tronos para cada emperador; uno para usar antes de la investidura y otro, más grandes, para después de ella, desde donde ambas majestades observaron el resto de la ceremonia.
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