Alfredo Vargas
Todos los recuerdos se abren en su mente mientras se acomoda, junto a sus fieles colaboradores, en el Dodge Brother que inicia su marcha en esa fresca mañana del 20 de julio de 1923.
El paisaje de aquel día lo atrapó de nuevo, sordo y mudo bajo el golpe brutal del sol áspero y metálico, espacio marchito y polvoriento, crepúsculo ambarino. Un escalofrío le había recorrido el cuerpo al volver la mirada al resto de sus hombres, ese grupo maltrecho, pelotón de un cementerio ambulante que parecía haber sido arrojado desde las entrañas de la tierra. Las pieles yermas, quemadas y sedientas por la falta de agua, metidas en esas ropas cenizas de tanto trasegar en medio de esas gredas tan muertas como ellos mismos. Hombres impulsados por su propia historia, con hijos, padres o mujeres que esperaban su regreso con ansia e ilusión. Soldados valientes, fieles guerrilleros, motivados por la fe en alcanzar un ideal de justicia en un país dividido y confuso, atrapado en una lucha cruel que los reducía a objetos dejados en el desamparo.
La huída señalaba su camino, como a los animales salvajes cuando son perseguidos y terminan acorralados, sin posibilidades reales de sobrevivir. Bajo el cielo traslúcido de aquel paisaje desérticos, sin ataduras pero prisioneros de la sorda batalla por alcanzar una libertad que les arrebató un poder inflexible y un entorno incierto.
Y él, Francisco Villa, tan mortal como cualquier otro bajo la presión de un frágil destino, aún se preguntaba entonces qué palabras debía utilizar para levantar el ánimo de los suyos, para que de su garganta saliese la respuesta salvadora, como aquéllas que en el pasado le sirvieron para alentar arduos enfrentamientos e infundirles valor frente al enemigo. ¿Con qué mano acariciar su noble devoción y decir, sin el menor asomo de duda, que la paz estaba segura?
Había levantado la mirada, pero las aves de rapiña que volaban sobre sus cabezas le hicieron pensar que podían ser un augurio maligno, un símbolo nefasto que su mente edificaba en medio de aquella opresión viva. La muerte pareció mirarlo de frente. Aunque se trata del destino inevitable y se halla acechando, a punto de caer encima, imaginarla cuando el miedo asoma, cuando el temor ronda la conciencia, es una tortura. Quizás estos pensamientos, suspendidos del desasosiego, como detenidos en el tiempo, marcan el término de la propia vida.
Una voz lo había sacado de aquellas ideas. El sonido fue una invocación salvadora. Hizo un esfuerzo por voltear, pero el polvo metido entre el abultado bigote le hizo estornudar. Un acto involuntario, una señal de su cuerpo que lo clavaba a la vida. Sacó su pañuelo y limpió el sudor que bajaba por la frente.
“Mi general, el prisionero no da más” aquella palabras parecían salir de un pesado sueño.
Entornó los ojos e intentó reconocer al oficial; le pareció que una luminosidad extraña lo circundaba, quizá fuera por el cansancio. Su mirada finalmente quedó puesta sobre Miguel Trillo, su brazo derecho y fiel amigo.
“Ese hombre no aguanta una legua más, mi general”. Aquel rostro ajado con los ojos hundidos y la voz reseca quedaron en espera de una respuesta.
Villa lo había mirado casi ausente, como si fuera la primera vez que lo mirara.
“Mi general” volvió a escuchar como si se tratara de una voz venida de un lejano recuerdo.
Se habían reagrupado luego de querer evitar un enfrentamiento con un cuartel menor del ejército. No hubiera querido tener un choque con ese asentamiento castrense. No tenía sentido, lo sabía bien. Cualquier escaramuza podría echar por los suelos la tregua que se negociaba con el gobierno federal. Pero estaba en la mitad del camino y cuando su gente ya se había alejado de aquel peligro, hubo un avance sorpresivo de las fuerzas allí estacionadas, que los atacaron y obligaron a responder. Las balas silbaron inevitablemente. Aquella celada fue hecha con premeditación, con el claro designio de alborotar el avispero y causó la caída de varios de sus hombres. El resto se internó a galope y en pleno descenso de la noche en lo profundo del desierto. Fueron perdiendo el camino, quedando atrapados en un mar de polvo. Y la única explicación de ese ataque imprevisto había sido la infiltración en sus planes, la traición de alguien metido dentro de sus tropas, no le cupo la menor duda.
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